29 jun 2010
Mariposa
Llama. Trozo de terciopelo. Beso nocturno. Pequeño corazón libre que aún lleva tatuadas las marcas de una cárcel.
Todo eso pensé cuando la vi en mi ventana, quietecita, asustada. La miré mucho tiempo sin hacer ruido, sin moverme, cada vez más cerca. La mariposa temblaba. Rayas negras sobre rojo, tan elegante como una diva con los brazos extendidos a punto de cantar. Le hablé bajito, soplé sus antenas y ella no se movió. Los barrotes de la ventana parecían extenderse sobre sus alas, detenerla, o ella misma chorrear la geometría de su sombra y aferrarse al cristal. Tal vez estaba herida.
O sólo era el miedo de tenerme tan cerca. Casi escuchaba su respiración. Ella me miraba, quietecita, como si buscara un espejo.
En sus ojos vi dos pequeñas celdas, y dentro, dos latidos, dos llamas a punto de extinguir. Temblaba. Quizá temía lastimarme. O perderme. Cuando creí que me atraparía, abrió la ventana y me eché a volar.
El consuelo del melancólico
El consuelo del melancólico
Gabriel Wolfson
Hace un par de años y aquí mismo, en el número 126 de Crítica, reseñé un libro muy parecido en ciertos aspectos al que ahora me ocupa.
Para empezar, por las erratas: como aquél de Frank Loveland, el libro de Andreas Kurz está lleno de ellas: espacios de más, sangrías ausentes, comas sobrantes, un “enronces” por “entonces”, un “ecsritor” por “escritor”, un “derribado” por “derivado”, etc.
El problema no es, desde luego, una errata aquí y otra allá, un desliz en la página diez y otro en la ciento cuarenta: el problema es un error casi en cada página, un confiarse a que editar un libro sólo consiste (y ya es mucho, claro) en el olfato para detectar un texto valioso y luego en la pesada tarea de imprimirlo (y luego en la aún más pesada labor de venderlo). Pero más bien, como en el caso de Loveland, el problema real consiste en la discrepancia, en el tremendo contraste que se abre entre un libro notable y los numerosos descuidos que lo visten. Quiero decir que sí, en efecto, habría que cuidar la puntuación, la ortografía y la tipografía de cualquier texto, pero sinceramente no me importaría que la “plataforma electoral” del candidato victorioso a gobernador viniera llena de solecismos, gazapos e insensateces.
En Cratilismo…, en cambio, sí me importa porque, como el de Loveland, se trata de un libro que no debería ni mucho menos pasar inadvertido. Ahora bien, resulta claro que cuando uno dice —y más en una reseña— algo como “no debería pasar inadvertido”, el sentido de la frase puede orientarse a dos opciones: o es una frase hueca, una fórmula de las varias con que componemos reseñas, notitas, prólogos, textos de presentación, y que en realidad no se refiere al libro sino, como por alusión, al hecho mismo de haber aceptado reseñar, prologar o presentar otro fastidioso libro, hecho que se suma a cientos o miles de otros hechos idénticos, propios y ajenos, que terminan conformando este ecosistema cultural nuestro, tan sexy; o bien la frase afirma justo aquello que dice no desear: no tanto “no debería pasar inadvertido” como “seguramente va a pasar inadvertido”.
Creo, pues, que el libro de Kurz va a pasar inadvertido (porque la editorial que lo publica no tiene una sólida distribución, porque no habla de centenarios ni bicentenarios ni de “México”, porque supongo que su autor no tendrá tiempo para una gira de presentaciones por toda la república, porque suele ser el destino de lo que se escribe e imprime fuera del DF, porque si uno googlea el libro de Loveland se encontrará con una única reseña, etc.) y creo que es una lástima que eso pase. En lo que sigue intentaré argumentar por qué.
1. Como Loveland, Kurz es fundamentalmente un profesor, un académico,(1) y esto determina ciertas elecciones de su libro.
Para empezar, el género: como varios académicos de nuestros días, Kurz se ha propuesto escribir un texto sobre temas literarios pero en un registro muy distinto que el que emplea regularmente en sus artículos y ponencias. Pero a diferencia de muchos de esos académicos, lo consigue. Quizás el verbo es impreciso: “conseguir” aquí implicaría una especie de reto, un objetivo más o menos técnico que el gran retórico puede alcanzar merced a ciertos giros de su lenguaje. En este caso hablaríamos más bien de “necesitar”: un día Kurz necesita divagar sobre sus intereses literarios de siempre pero en otro lugar, desde otro lugar, con otra voz o con muchas otras voces, para liberarse de ciertas rigideces, para fantasear, para jugar, y también, claro, para decir lo que verdaderamente quiere decir y en el nivel privado en que quiere decirlo, sin preocuparse de que el texto vaya a ser evaluado por el comité científico de algún congreso o de que haya que buscar las ediciones de referencia de los libros que quiera citar. Así como el poema en prosa, en sus inicios, le vino en general mejor a los poetas, que buscaban en él una vía de escape de los acentos y las cesuras, podría pensarse que el ensayo ahora funciona mejor en quienes no son ensayistas, en quienes llegan a él huyendo de otros ambientes llenos de fragancias exóticas o polvo de gis y que, por tanto, no lo asumen como un formulario para ser rellenado por el interesado: Montaigne no era ensayista ni se autoproclamaba ensayista, para el caso.
Y todo esto porque, además, Cratilismo… arranca con un “Preámbulo” dedicado, podríamos decir, al estado actual del ensayo en México. El preciso diagnóstico de Kurz señala dos rasgos dominantes en la práctica del género: el tópico —con ecos posmonietzscheanos o hippihermannhessianos— de la primacía del camino sobre la meta (el trayecto en sí es ya el destino, la gran enseñanza, etc.); y la posición ciertamente vanidosa de que “lo que importa en el ensayo son los azarosos propósitos de las pulsiones privadas, aun las gástricas” (frase de una ensayista mexicana que cita Kurz), siempre que tales pulsiones o arrebatos o caprichos vengan revestidos de “estilo”, es decir: todos somos iguales en pulsiones o arrebatos pero hay unos arrebatos menos iguales que otros, es decir: mis caprichos son dignos de leerse porque los sé aderezar con estilacho. Para rechazar tales rasgos Kurz hace irónicamente explícito el “camino” de su ensayo (vean mis digresiones pulsionales, parece decir), se pone gombrowicziano (“Si el ensayo es un archigénero, los chiles en nogada son una archicomida, y el América un archi-equipo-de-futbol”) y, sobre todo, se pone escéptico y serio: el arte de escribir bien “es un arte inalcanzable para la mayoría de nosotros. Se trata de escribir a secas, de hacerlo con corrección y dignidad y sinceridad, no de lucirse, de payasear, como yo payaseo ya a lo largo de 563 palabras” (y más adelante: “que el yo [del ensayo] no se ensanche, que no trate a los que lo escuchan como si fueran insectos”).
Que Cratilismo… se escribió, digamos, en un cubículo universitario pero durante las horas muertas o secuestradas de la jornada laboral lo prueban los usos desviados y productivos de ciertos procedimientos académicos. Cuando habla de “José Justo Gómez de la Cortina y Gómez de la Cortina”, Kurz precisa: “No sé si el nombre así escrito es correcto, o si se trata de un error de imprenta en mi edición de las Poliantea a cargo de la UNAM. Si es error, espero que no se corrija”, y eso porque, a partir de esta curiosa duplicación de apellido, Kurz comienza a hilvanar un nuevo capítulo en su disquisición sobre quienes, cratílicos, pudieran pensar que un apellido doble acaso corresponda a las hazañas doblemente prestigiosas de los antepasados. Lo mismo, pero más acusado, cuando Kurz confronta sus conjeturas sobre Sócrates y Cratilo con “la traducción castellana del diálogo [platónico] que yo consulto, que es la de ‘todo el mundo’, la anónima de Porrúa”: de este no poder confiarse a una edición muy poco confiable pero tener que sujetarse a ella se desprenderán las frases más incisivas sobre el texto fundador del cratilismo. Algo recuerda todo esto a lo que ocurría en otro libro también reseñado en esta revista: en Leyendo agujeros, Luis Felipe Fabre se ajustaba al hecho de que en ese tiempo era imposible conseguir los poemas de Mario Santiago Papasquiaro, pero esa carencia era de pronto la mejor base para discurrir sobre los infrarrealistas. Y algo recuerda, sobre todo, a la magnífica lectura que hizo Julio Ramos del Facundo, donde Sarmiento no aparece sólo como alguien fatalmente ubicado en una cultura llena de fisuras y anomalías, sino como quien maneja voluntaria y maliciosamente esa distinta y fascinante posibilidad cultural.
2. Algo que se desprende de este primer comentario sobre el ensayismo de Kurz y sus condiciones de posibilidad son sus “recreaciones ficticias”, sus coloquialismos y sus chistes, elementos que, me parece, mucho tienen que ver con este espacio intermedio de su enunciación: entre la academia y la literatura, también entre la tradición alemana y la mexicana, entre una y otra y otra lenguas. Uno pasa la página y de pronto ya no es Kurz quien habla sino un Fausto gachupín que, para colmo, le lee a Novalis un fragmento de la Crónica mexicana de Hernando de Alvarado; no sólo eso: después de preguntar a Novalis si su Enrique de Ofterdingen finalmente hallará la flor azul, este Fausto movedizo lo desconcierta con una referencia nada menos que a José María Arguedas. Monólogos (o diálogos) dramáticos, como los que Guillermo Sucre estudió en la poesía de Borges, pero aquí potenciados por una malicia lúdica e impúdica: la de un profesor que, una vez vacío el salón de clases, abre su cajón de disfraces y se entrega a montar en solitario una comedia beckettiana llamada “La literatura moderna”. Otras dos de estas recreaciones ficticias: Oliverio Girondo, en su cuarto, despotricando en español bien mexicano contra la muerte, y la muerte, una calaca medio muertesinfín, huyendo del cuarto de Girondo, “espantada, en pánico, asqueada, pero muy excitada; se le endurecieron los pezones”; el pequeño Arthur Rimbaud, quejándose y mascullando barbaridades, echando mano de geniales mexicanismos (“¿Por qué siempre tan sobrio Baudelaire? Aun así se peló joven”), preguntándose “¿por qué no nací sinestésico?” y rehaciendo su famoso soneto: “A ver… ¿Qué color tendrá la A jodida? ‘A jodida, E chingada, I bien erecta, O se me antoja, U como un culo grandote’. Como el culo de Paul.”
Aquí han asomado ya, por cierto, los dosificados coloquialismos de Kurz y su enorme carácter disonante: no sólo porque aparezcan, por ejemplo, en medio de otro monólogo ficticio, la sofisticada perorata del doctor Flechsig, psiquiatra del jurista Daniel Paul Schreber, sino porque rompen la ilusión del discurso: uno lee y supone, o asume más bien, que las palabras de Flechsig estarían en alemán, es decir traducidas del alemán, hasta que nos topamos con su descripción de la esposa de Schreber: “veinteañera apenas y muy ganosa”. Kurz, así, pone en acto uno de los argumentos anticratílicos que ni Sócrates ni Gómez de la Cortina, entre otros, quisieron contemplar: si no hay arbitrariedad del signo, si la lengua dice directamente el mundo e incluso lo crea, sin mediaciones, ¿qué pasa cuando nuestras disquisiciones sobre el poder mimético de las palabras se ven reducidas a cenizas o a disparates al confrontarse con las palabras y las particularidades sonoras de otras lenguas?(2)
(3. La escritura en español de Andreas Kurz: bastaría con señalar que el español no es su lengua materna y que no obstante su prosa es más precisa, dúctil y expresiva que la de muchos a quienes leemos en suplementos, revistas y desde luego libros. Y a ello podría agregarse la libertad que le da el conocer los coloquialismos, los giros populares, los usos “vulgares” —también los usos “cultos”—, conocer sus efectos pero, digamos, sin experimentarlos, sin sentir asco ni vergüenza: una especie de esqueleto connotativo ligeramente descoyuntado del cuerpo.)
4. Porque, a todo esto, ¿de qué trata el libro? Para empezar, de la torre de Babel: una vez que, por ejemplo, Franz Bopp demuestra en el siglo XIX la imposibilidad de reconstruir el pretendido lenguaje humano original, y demuestra también que el sánscrito, la lengua conocida más antigua, no es precisamente mimético, la literatura se encargará, dice Kurz, del sueño del cratilismo. Y entonces aparece uno de sus momentos paradigmáticos: el nacionalismo decimonónico. Así en el caso mexicano, en el ya referido de don Gómez de la Cortina y Gómez de la Cortina según lo hace hablar Kurz: “Un poeta mexicano, si lo hubiera, podría hacer surgir de la nada la nación nueva llamada México”, es decir: un poema —ya no digamos una constitución, otro artefacto lingüístico— puede construir un país e inventarle todo aquello —comida, “tradiciones”, paisaje, etc.— que luego llamaremos nuestra cultura, nuestra identidad: somos lo que el poema dice que somos, o mejor aún: somos porque el poema ha dicho que somos: si don Andrés Bello habla de plátanos y magueyes no es sólo por levantar un registro de la flora americana, sino porque América es eso: plátanos y magueyes.(3)
En Cratilismo… esta reflexión, así como los capítulos sobre Rimbaud, Novalis, Bernardo Couto o Franz Grillparzer, sostienen el que me parece su asunto central: la posibilidad de que la llamada Teoría (Althusser, Lacan, Foucault, Adorno, ahora Žižek, etc.) represente la más reciente encarnación del cratilismo: “El cratilismo experimenta una transformación más, muy probablemente no la última. Su portador ya no son las letras o los sonidos, ni tampoco los rasgos fisiológicos de nuestro aparato lingüístico, ni siquiera el texto como entidad tangible. El discurso intelectual —abstracto, multifacético y heterogéneo en sus manifestaciones divergentes— se adjudica la función mimética que —sin exageración— crea ya no realidades específicas y limitadas a entornos individuales, sino mundos enteros”. Como origen de esta deriva Kurz sugiere el “sentimiento de superioridad” de algunos de los grandes filólogos de entre siglos, quienes prepararon el terreno —abonado por grandes académicos del XX, como Hinterhäuser— para que este discurso encantador, interdisciplinario (ahora incluso por decreto gubernamental), la Teoría, que se propone no como una humilde contribución a la elucidación de un pequeño hecho concreto sino como explicación suficiente del mundo en general gracias a su alta dosis de creatividad (es decir, de literatura), termine produciendo “la realidad siguiendo el mismo mecanismo que [Edward] Said había descrito para la invención de Oriente”.
Sobra decir que el libro de Kurz no es un panfleto antiteórico, el trasnochado rechazo positivista a todo aquello no susceptible de verificación ni guardado bajo las siete llaves de la clasificación disciplinar. Para empezar, porque sus prevenciones o matices se dirigen no sólo a la Teoría sino a la frecuencia con que se olvida el componente lúdico que la conforma y, sobre todo, a la frecuencia con que se la convierte en una interpretación general del mundo: Kurz se muestra más cauteloso que categórico, cuidadoso de que sus propios argumentos sobre la Teoría no terminen convirtiéndose en un nuevo fragmento cratílico y encantador, pero igualmente puntilloso en el difícil intento de desmontar este paradigma que nos rodea casi como el aire. En algo recuerda al Jorge Cuesta que en los años treinta daba dos pasos a un lado y hallaba en el marxismo no una ciencia ni una metodología sino una fe.
Pero sobre todo, porque el eje subterráneo que atraviesa el libro no es el de una crítica a todo cratilismo posible. Desde el inicio, Kurz defiende “la creencia en la mímesis literaria”, pero entendida efectivamente como creencia, como algo asumido tras el desengaño operado por Saussure y sus descendientes: primero ha de perderse la inocencia para entonces poder confiar en aquello que, ya se sabe, no es más que humo: sólo en el descreído es posible la creencia, o más bien: el empeño en creer. Así, uno de los motivos centrales de Cratilismo… es la vanidad, que, como vimos, asomaba en las primeras reflexiones sobre el género ensayístico y que reaparece en varios episodios, por ejemplo con los románticos sucesores de Hamann, quienes confundieron justamente el empeño en la creencia con la ilusión de hallarse en medio ya no de la creencia sino de la realidad, utopía que, para Kurz, constituye “el engaño más desastroso de la historia literaria que nos legó los conceptos peligrosos, y mil veces abusados, de la genialidad y la originalidad”; por ejemplo también con Hugo von Hofmannsthal, quien, según se expone en el libro, tiró el anzuelo de su “Carta de Lord Chandos” para disimular su verdadera condición de filólogo, de privilegiado dueño del idioma. Podría decirse entonces que lo que está en juego no es la vanidad sino el poder, ese deseo de imponer una visión del mundo y de sentirse autorizado a ello y merecedor de recompensas por ello, que a menudo ha venido asociado al cratilismo. Lo cual nos lleva de vuelta a aquel empeño en la creencia, y a un episodio justo a la mitad del libro y que le da al volumen su tonalidad secreta pero esencial, la de una profunda melancolía: el relato “El pobre juglar”, de Grillparzer, donde una música de violín resulta atroz y desagradable para quienes la escuchan pero una música celestial, la música absoluta para quien toca el instrumento. Primera conclusión: “sí hay un lenguaje creador, y sí hay los que lo hablan, pero nadie lo entiende”.(4) Segunda conclusión: que esa música —o ese poema, esa novela— sea percibida como un balbuceo, tonadas ilegibles de un desquiciado, conduce inevitablemente al aislamiento social de quien la emite. Última conclusión: como el Quijote —y agrego, como ese hermano perfecto del personaje de Grillparzer que es “El vagabundo” de Torri—, el juglar acaso se da cuenta de que su percepción cratílica es una insensatez, pero “la prefiere a la mentira y a la intriga políticamente exitosas”.
Que esto lo aparte de la generalidad, que lo señale como uno entre unos cuantos seres diferentes no debe confundirnos, a estas alturas de Cratilismo…, con la diferencia deseada, promovida y arrancada a mordiscos de los genios vanidosos y reconocidos hasta en los aeropuertos.
Pero para no terminar mi reseña con una frase tan simplona como esta última, dejo la palabra a Kurz, unas frases que bajan magistralmente el telón: “La literatura en Grillparzer, como también en Cervantes, toma la función de la orgía.
A través de ella el lector se puede emborrachar con la muerte y perderle el miedo. La literatura, esta literatura, se vuelve melancólica porque insiste en una forma de ser que necesariamente es atemporal, al margen de cualquier entorno histórico y social.
Precisamente la conciencia de la a-temporalidad y de ser diferente, de haberse decidido por un camino evolutivo no exitoso, posibilita el baile hacia la muerte, la orgía que pretende borrar la dolorosa —por lo menos así nos la imaginamos— cesura entre el aquí y ahora, y el allá sin tiempo. Entonces la melancolía no es triste, sino vital y consoladora.”
Gabriel Wolfson
Hace un par de años y aquí mismo, en el número 126 de Crítica, reseñé un libro muy parecido en ciertos aspectos al que ahora me ocupa.
Para empezar, por las erratas: como aquél de Frank Loveland, el libro de Andreas Kurz está lleno de ellas: espacios de más, sangrías ausentes, comas sobrantes, un “enronces” por “entonces”, un “ecsritor” por “escritor”, un “derribado” por “derivado”, etc.
El problema no es, desde luego, una errata aquí y otra allá, un desliz en la página diez y otro en la ciento cuarenta: el problema es un error casi en cada página, un confiarse a que editar un libro sólo consiste (y ya es mucho, claro) en el olfato para detectar un texto valioso y luego en la pesada tarea de imprimirlo (y luego en la aún más pesada labor de venderlo). Pero más bien, como en el caso de Loveland, el problema real consiste en la discrepancia, en el tremendo contraste que se abre entre un libro notable y los numerosos descuidos que lo visten. Quiero decir que sí, en efecto, habría que cuidar la puntuación, la ortografía y la tipografía de cualquier texto, pero sinceramente no me importaría que la “plataforma electoral” del candidato victorioso a gobernador viniera llena de solecismos, gazapos e insensateces.
En Cratilismo…, en cambio, sí me importa porque, como el de Loveland, se trata de un libro que no debería ni mucho menos pasar inadvertido. Ahora bien, resulta claro que cuando uno dice —y más en una reseña— algo como “no debería pasar inadvertido”, el sentido de la frase puede orientarse a dos opciones: o es una frase hueca, una fórmula de las varias con que componemos reseñas, notitas, prólogos, textos de presentación, y que en realidad no se refiere al libro sino, como por alusión, al hecho mismo de haber aceptado reseñar, prologar o presentar otro fastidioso libro, hecho que se suma a cientos o miles de otros hechos idénticos, propios y ajenos, que terminan conformando este ecosistema cultural nuestro, tan sexy; o bien la frase afirma justo aquello que dice no desear: no tanto “no debería pasar inadvertido” como “seguramente va a pasar inadvertido”.
Creo, pues, que el libro de Kurz va a pasar inadvertido (porque la editorial que lo publica no tiene una sólida distribución, porque no habla de centenarios ni bicentenarios ni de “México”, porque supongo que su autor no tendrá tiempo para una gira de presentaciones por toda la república, porque suele ser el destino de lo que se escribe e imprime fuera del DF, porque si uno googlea el libro de Loveland se encontrará con una única reseña, etc.) y creo que es una lástima que eso pase. En lo que sigue intentaré argumentar por qué.
1. Como Loveland, Kurz es fundamentalmente un profesor, un académico,(1) y esto determina ciertas elecciones de su libro.
Para empezar, el género: como varios académicos de nuestros días, Kurz se ha propuesto escribir un texto sobre temas literarios pero en un registro muy distinto que el que emplea regularmente en sus artículos y ponencias. Pero a diferencia de muchos de esos académicos, lo consigue. Quizás el verbo es impreciso: “conseguir” aquí implicaría una especie de reto, un objetivo más o menos técnico que el gran retórico puede alcanzar merced a ciertos giros de su lenguaje. En este caso hablaríamos más bien de “necesitar”: un día Kurz necesita divagar sobre sus intereses literarios de siempre pero en otro lugar, desde otro lugar, con otra voz o con muchas otras voces, para liberarse de ciertas rigideces, para fantasear, para jugar, y también, claro, para decir lo que verdaderamente quiere decir y en el nivel privado en que quiere decirlo, sin preocuparse de que el texto vaya a ser evaluado por el comité científico de algún congreso o de que haya que buscar las ediciones de referencia de los libros que quiera citar. Así como el poema en prosa, en sus inicios, le vino en general mejor a los poetas, que buscaban en él una vía de escape de los acentos y las cesuras, podría pensarse que el ensayo ahora funciona mejor en quienes no son ensayistas, en quienes llegan a él huyendo de otros ambientes llenos de fragancias exóticas o polvo de gis y que, por tanto, no lo asumen como un formulario para ser rellenado por el interesado: Montaigne no era ensayista ni se autoproclamaba ensayista, para el caso.
Y todo esto porque, además, Cratilismo… arranca con un “Preámbulo” dedicado, podríamos decir, al estado actual del ensayo en México. El preciso diagnóstico de Kurz señala dos rasgos dominantes en la práctica del género: el tópico —con ecos posmonietzscheanos o hippihermannhessianos— de la primacía del camino sobre la meta (el trayecto en sí es ya el destino, la gran enseñanza, etc.); y la posición ciertamente vanidosa de que “lo que importa en el ensayo son los azarosos propósitos de las pulsiones privadas, aun las gástricas” (frase de una ensayista mexicana que cita Kurz), siempre que tales pulsiones o arrebatos o caprichos vengan revestidos de “estilo”, es decir: todos somos iguales en pulsiones o arrebatos pero hay unos arrebatos menos iguales que otros, es decir: mis caprichos son dignos de leerse porque los sé aderezar con estilacho. Para rechazar tales rasgos Kurz hace irónicamente explícito el “camino” de su ensayo (vean mis digresiones pulsionales, parece decir), se pone gombrowicziano (“Si el ensayo es un archigénero, los chiles en nogada son una archicomida, y el América un archi-equipo-de-futbol”) y, sobre todo, se pone escéptico y serio: el arte de escribir bien “es un arte inalcanzable para la mayoría de nosotros. Se trata de escribir a secas, de hacerlo con corrección y dignidad y sinceridad, no de lucirse, de payasear, como yo payaseo ya a lo largo de 563 palabras” (y más adelante: “que el yo [del ensayo] no se ensanche, que no trate a los que lo escuchan como si fueran insectos”).
Que Cratilismo… se escribió, digamos, en un cubículo universitario pero durante las horas muertas o secuestradas de la jornada laboral lo prueban los usos desviados y productivos de ciertos procedimientos académicos. Cuando habla de “José Justo Gómez de la Cortina y Gómez de la Cortina”, Kurz precisa: “No sé si el nombre así escrito es correcto, o si se trata de un error de imprenta en mi edición de las Poliantea a cargo de la UNAM. Si es error, espero que no se corrija”, y eso porque, a partir de esta curiosa duplicación de apellido, Kurz comienza a hilvanar un nuevo capítulo en su disquisición sobre quienes, cratílicos, pudieran pensar que un apellido doble acaso corresponda a las hazañas doblemente prestigiosas de los antepasados. Lo mismo, pero más acusado, cuando Kurz confronta sus conjeturas sobre Sócrates y Cratilo con “la traducción castellana del diálogo [platónico] que yo consulto, que es la de ‘todo el mundo’, la anónima de Porrúa”: de este no poder confiarse a una edición muy poco confiable pero tener que sujetarse a ella se desprenderán las frases más incisivas sobre el texto fundador del cratilismo. Algo recuerda todo esto a lo que ocurría en otro libro también reseñado en esta revista: en Leyendo agujeros, Luis Felipe Fabre se ajustaba al hecho de que en ese tiempo era imposible conseguir los poemas de Mario Santiago Papasquiaro, pero esa carencia era de pronto la mejor base para discurrir sobre los infrarrealistas. Y algo recuerda, sobre todo, a la magnífica lectura que hizo Julio Ramos del Facundo, donde Sarmiento no aparece sólo como alguien fatalmente ubicado en una cultura llena de fisuras y anomalías, sino como quien maneja voluntaria y maliciosamente esa distinta y fascinante posibilidad cultural.
2. Algo que se desprende de este primer comentario sobre el ensayismo de Kurz y sus condiciones de posibilidad son sus “recreaciones ficticias”, sus coloquialismos y sus chistes, elementos que, me parece, mucho tienen que ver con este espacio intermedio de su enunciación: entre la academia y la literatura, también entre la tradición alemana y la mexicana, entre una y otra y otra lenguas. Uno pasa la página y de pronto ya no es Kurz quien habla sino un Fausto gachupín que, para colmo, le lee a Novalis un fragmento de la Crónica mexicana de Hernando de Alvarado; no sólo eso: después de preguntar a Novalis si su Enrique de Ofterdingen finalmente hallará la flor azul, este Fausto movedizo lo desconcierta con una referencia nada menos que a José María Arguedas. Monólogos (o diálogos) dramáticos, como los que Guillermo Sucre estudió en la poesía de Borges, pero aquí potenciados por una malicia lúdica e impúdica: la de un profesor que, una vez vacío el salón de clases, abre su cajón de disfraces y se entrega a montar en solitario una comedia beckettiana llamada “La literatura moderna”. Otras dos de estas recreaciones ficticias: Oliverio Girondo, en su cuarto, despotricando en español bien mexicano contra la muerte, y la muerte, una calaca medio muertesinfín, huyendo del cuarto de Girondo, “espantada, en pánico, asqueada, pero muy excitada; se le endurecieron los pezones”; el pequeño Arthur Rimbaud, quejándose y mascullando barbaridades, echando mano de geniales mexicanismos (“¿Por qué siempre tan sobrio Baudelaire? Aun así se peló joven”), preguntándose “¿por qué no nací sinestésico?” y rehaciendo su famoso soneto: “A ver… ¿Qué color tendrá la A jodida? ‘A jodida, E chingada, I bien erecta, O se me antoja, U como un culo grandote’. Como el culo de Paul.”
Aquí han asomado ya, por cierto, los dosificados coloquialismos de Kurz y su enorme carácter disonante: no sólo porque aparezcan, por ejemplo, en medio de otro monólogo ficticio, la sofisticada perorata del doctor Flechsig, psiquiatra del jurista Daniel Paul Schreber, sino porque rompen la ilusión del discurso: uno lee y supone, o asume más bien, que las palabras de Flechsig estarían en alemán, es decir traducidas del alemán, hasta que nos topamos con su descripción de la esposa de Schreber: “veinteañera apenas y muy ganosa”. Kurz, así, pone en acto uno de los argumentos anticratílicos que ni Sócrates ni Gómez de la Cortina, entre otros, quisieron contemplar: si no hay arbitrariedad del signo, si la lengua dice directamente el mundo e incluso lo crea, sin mediaciones, ¿qué pasa cuando nuestras disquisiciones sobre el poder mimético de las palabras se ven reducidas a cenizas o a disparates al confrontarse con las palabras y las particularidades sonoras de otras lenguas?(2)
(3. La escritura en español de Andreas Kurz: bastaría con señalar que el español no es su lengua materna y que no obstante su prosa es más precisa, dúctil y expresiva que la de muchos a quienes leemos en suplementos, revistas y desde luego libros. Y a ello podría agregarse la libertad que le da el conocer los coloquialismos, los giros populares, los usos “vulgares” —también los usos “cultos”—, conocer sus efectos pero, digamos, sin experimentarlos, sin sentir asco ni vergüenza: una especie de esqueleto connotativo ligeramente descoyuntado del cuerpo.)
4. Porque, a todo esto, ¿de qué trata el libro? Para empezar, de la torre de Babel: una vez que, por ejemplo, Franz Bopp demuestra en el siglo XIX la imposibilidad de reconstruir el pretendido lenguaje humano original, y demuestra también que el sánscrito, la lengua conocida más antigua, no es precisamente mimético, la literatura se encargará, dice Kurz, del sueño del cratilismo. Y entonces aparece uno de sus momentos paradigmáticos: el nacionalismo decimonónico. Así en el caso mexicano, en el ya referido de don Gómez de la Cortina y Gómez de la Cortina según lo hace hablar Kurz: “Un poeta mexicano, si lo hubiera, podría hacer surgir de la nada la nación nueva llamada México”, es decir: un poema —ya no digamos una constitución, otro artefacto lingüístico— puede construir un país e inventarle todo aquello —comida, “tradiciones”, paisaje, etc.— que luego llamaremos nuestra cultura, nuestra identidad: somos lo que el poema dice que somos, o mejor aún: somos porque el poema ha dicho que somos: si don Andrés Bello habla de plátanos y magueyes no es sólo por levantar un registro de la flora americana, sino porque América es eso: plátanos y magueyes.(3)
En Cratilismo… esta reflexión, así como los capítulos sobre Rimbaud, Novalis, Bernardo Couto o Franz Grillparzer, sostienen el que me parece su asunto central: la posibilidad de que la llamada Teoría (Althusser, Lacan, Foucault, Adorno, ahora Žižek, etc.) represente la más reciente encarnación del cratilismo: “El cratilismo experimenta una transformación más, muy probablemente no la última. Su portador ya no son las letras o los sonidos, ni tampoco los rasgos fisiológicos de nuestro aparato lingüístico, ni siquiera el texto como entidad tangible. El discurso intelectual —abstracto, multifacético y heterogéneo en sus manifestaciones divergentes— se adjudica la función mimética que —sin exageración— crea ya no realidades específicas y limitadas a entornos individuales, sino mundos enteros”. Como origen de esta deriva Kurz sugiere el “sentimiento de superioridad” de algunos de los grandes filólogos de entre siglos, quienes prepararon el terreno —abonado por grandes académicos del XX, como Hinterhäuser— para que este discurso encantador, interdisciplinario (ahora incluso por decreto gubernamental), la Teoría, que se propone no como una humilde contribución a la elucidación de un pequeño hecho concreto sino como explicación suficiente del mundo en general gracias a su alta dosis de creatividad (es decir, de literatura), termine produciendo “la realidad siguiendo el mismo mecanismo que [Edward] Said había descrito para la invención de Oriente”.
Sobra decir que el libro de Kurz no es un panfleto antiteórico, el trasnochado rechazo positivista a todo aquello no susceptible de verificación ni guardado bajo las siete llaves de la clasificación disciplinar. Para empezar, porque sus prevenciones o matices se dirigen no sólo a la Teoría sino a la frecuencia con que se olvida el componente lúdico que la conforma y, sobre todo, a la frecuencia con que se la convierte en una interpretación general del mundo: Kurz se muestra más cauteloso que categórico, cuidadoso de que sus propios argumentos sobre la Teoría no terminen convirtiéndose en un nuevo fragmento cratílico y encantador, pero igualmente puntilloso en el difícil intento de desmontar este paradigma que nos rodea casi como el aire. En algo recuerda al Jorge Cuesta que en los años treinta daba dos pasos a un lado y hallaba en el marxismo no una ciencia ni una metodología sino una fe.
Pero sobre todo, porque el eje subterráneo que atraviesa el libro no es el de una crítica a todo cratilismo posible. Desde el inicio, Kurz defiende “la creencia en la mímesis literaria”, pero entendida efectivamente como creencia, como algo asumido tras el desengaño operado por Saussure y sus descendientes: primero ha de perderse la inocencia para entonces poder confiar en aquello que, ya se sabe, no es más que humo: sólo en el descreído es posible la creencia, o más bien: el empeño en creer. Así, uno de los motivos centrales de Cratilismo… es la vanidad, que, como vimos, asomaba en las primeras reflexiones sobre el género ensayístico y que reaparece en varios episodios, por ejemplo con los románticos sucesores de Hamann, quienes confundieron justamente el empeño en la creencia con la ilusión de hallarse en medio ya no de la creencia sino de la realidad, utopía que, para Kurz, constituye “el engaño más desastroso de la historia literaria que nos legó los conceptos peligrosos, y mil veces abusados, de la genialidad y la originalidad”; por ejemplo también con Hugo von Hofmannsthal, quien, según se expone en el libro, tiró el anzuelo de su “Carta de Lord Chandos” para disimular su verdadera condición de filólogo, de privilegiado dueño del idioma. Podría decirse entonces que lo que está en juego no es la vanidad sino el poder, ese deseo de imponer una visión del mundo y de sentirse autorizado a ello y merecedor de recompensas por ello, que a menudo ha venido asociado al cratilismo. Lo cual nos lleva de vuelta a aquel empeño en la creencia, y a un episodio justo a la mitad del libro y que le da al volumen su tonalidad secreta pero esencial, la de una profunda melancolía: el relato “El pobre juglar”, de Grillparzer, donde una música de violín resulta atroz y desagradable para quienes la escuchan pero una música celestial, la música absoluta para quien toca el instrumento. Primera conclusión: “sí hay un lenguaje creador, y sí hay los que lo hablan, pero nadie lo entiende”.(4) Segunda conclusión: que esa música —o ese poema, esa novela— sea percibida como un balbuceo, tonadas ilegibles de un desquiciado, conduce inevitablemente al aislamiento social de quien la emite. Última conclusión: como el Quijote —y agrego, como ese hermano perfecto del personaje de Grillparzer que es “El vagabundo” de Torri—, el juglar acaso se da cuenta de que su percepción cratílica es una insensatez, pero “la prefiere a la mentira y a la intriga políticamente exitosas”.
Que esto lo aparte de la generalidad, que lo señale como uno entre unos cuantos seres diferentes no debe confundirnos, a estas alturas de Cratilismo…, con la diferencia deseada, promovida y arrancada a mordiscos de los genios vanidosos y reconocidos hasta en los aeropuertos.
Pero para no terminar mi reseña con una frase tan simplona como esta última, dejo la palabra a Kurz, unas frases que bajan magistralmente el telón: “La literatura en Grillparzer, como también en Cervantes, toma la función de la orgía.
A través de ella el lector se puede emborrachar con la muerte y perderle el miedo. La literatura, esta literatura, se vuelve melancólica porque insiste en una forma de ser que necesariamente es atemporal, al margen de cualquier entorno histórico y social.
Precisamente la conciencia de la a-temporalidad y de ser diferente, de haberse decidido por un camino evolutivo no exitoso, posibilita el baile hacia la muerte, la orgía que pretende borrar la dolorosa —por lo menos así nos la imaginamos— cesura entre el aquí y ahora, y el allá sin tiempo. Entonces la melancolía no es triste, sino vital y consoladora.”
Suscribirse a:
Entradas (Atom)