31 may 2010
Los álamos ya crecen a toda máquina.
Los álamos ya crecen a toda máquina. Da goce verlos recortados contra los cielos previos al crepúsculo, un cielo de nimbos oscuros y bordes refulgentes, entre los cuales continúa el azul del día, en la placidez de saber que ya nadie lo mira.
A toda máquina, como si la naturaleza pulsara los émbolos de una energía oceánica primordial.
Los cinamomos empiezan a colgar sus bayas ya doradas, como las suyas las acacias. Hasta el árbol raquítico de la calle enarbola su pequeña bandera verde.
Escribo en la barra, en familia, el lector perenne a un extremo, libro en mano, comentando las leyes del fútbol universales. Da gusto sentirse así. Fa goig..., en armonía con los hombres, indiferente a las féminas que esta tarde fresca echaban a pasear sus mejores posaderas, que se diría que no rozan nada banal ni matérico de este mundo, moldeadas tras un duro invierno.
Da gusto..., sabiéndose uno más en la barra del bar, sin criticar a nadie. Sin sarcasmos para luego.
Las palomas pasaban como a escondidas, avergonzadas y torpes de tan mala prensa urbana, y el desapercibido gorrión valdeaba el aire, en alto los vencejos girando ampliamente y todavía callados, callados de éxtasis venidero.
Fa goig viure i dir que sí.
Jose Carlos Cataño
Pensamos, todo el tiempo, y no sabemos en qué estamos.
Pensamos, todo el tiempo, y no sabemos en qué estamos.
La mente va y viene, se interna a través de cavidades que a nosotros no nos llevarían a ninguna parte, trepa a nubes fantásticas poco antes de que se desvanezcan.
La mente, con su rémora de pensamientos, recupera sin querer un olor, una sensación, un rostro, un desagrado o malestar, y continúa, también sin propósito definido.
De hecho, miramos su deambular como si se tratara de un organismo con entidad propia, vagamente emparentado con nosotros, pero nada más. Brilla porque el sol lo hace; se nubla porque el cielo se cubre de nubes.
Nosotros seguimos a la mente aquella desde lejos. En algún momento regresará, pensamos. En algún momento, quizá, abra su preciado contenido como la flor de la chumbera que se alza en los cascajos.
Seguimos, pero no nos movemos. Y, sin embargo, la observación mental se prolonga por horas y días, por duraciones de tiempo imposible de contabilizar. También con los ojos puestos en la punta del lápiz, mientras dibujamos, hablamos con lo ausente, y no sabemos qué le decimos.
En esto de la mente, y en los pensamientos que acarrea, hay esa mente lejana de la que hablo y hay esta otra que permanece a nuestro lado.
Es una mente doméstica, corporal. Quizá cobarde, asustadiza, sostenida por el temor. Y, sin embargo, gracias a ella seguimos en contacto con la lejana.
La mente a lo lejos, ya lo he dicho, tiene en nosotros una esperanza de retorno. La mente doméstica, pese a su función de médium, nos sigue de cerca, se enreda entre nuestras piernas, y nos hace tropezar.
Nos levanta, y nos recuerda los deberes. La mente lejana es un pájaro de mercurio que atraviesa el sol, sondea los océanos de la noche, palpa las paredes del pasado, aspira con la boca ciega el porvenir.
La mente doméstica, su recua de mil pensamientos intrascendentes, todos ellos advertencias y recordatorios de índole práctica, mantiene nuestra esperanza de que la otra, la del vuelo de fuego, nos recupere y se encarne otra vez en nosotros.
¿Volverá alguna vez la saboreadora de espacios infinitos? ¿Nos quedaremos para siempre con la mente de andar por casa? Ésta no ama porque conoce los ínfimos, banales detalles de nuestra vida. Aquélla... ¿cómo saber, si se acercara hasta nosotros, que no significaremos carne para su desprecio?
Alisio sobre la plaza del Adelantado.
Alisio sobre la plaza del Adelantado.
En esta ciudad nada puede quedar en pie. Por eso es la reina de las nubes que pasan, y de las aguas subterráneas y estancadas.
Enemigos de la memoria, estos castellanos de ínsula. Bárbaros amadores del olvido. Florece la jacaranda de milagro.
Y ahí, donde estuvo mi casa de nacimiento y niñez, donde levantaron después otra estulticia con pretensiones arquitectónicas tan propia del país, han vuelto a demoler el aire y a dejar visible -sí, gracias, mientras dure el momento- las laderas de la colina de San Roque.
"Han derribado otra vez tu casa", me han dicho, con su mejor humor, algunos saludados.
La luna asoma en lo alto de la colina. El mar, inmediatamente detrás, corre hacia el fin de la Corriente de Canarias.
Jose Carlos Cataño.
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