Esa necesidad de reconocimiento... Después de mucho sin pasar por aquí o por allá, los saludos: "Hacía tiempo que no se le veía..." A veces tomo el camino que sólo yo conozco por detrás de la carretera, cuando bajo hasta Sanllehy. El verdor en medio del abandono es espléndido, y los celajes de nácar cubren hasta el horizonte. Parece en calma el mundo.
Los montones de libros me miran con resignación. Algún día, sí, los subiré a los anaqueles, que antes he de comprar. Y los papeles, los prospectos, las imágenes que -ya no sé cómo- se han atrevido a cruzar el umbral de la entrada.
Es dulce esta melancolía de primavera con los aguaceros, rayos y truenos sobre el mar ayer, pasada la medianoche.
Tendría que estar sonriendo, y lo estoy. El día en que nací no hubo periódicos, puesto que era lunes. El día también en que murió mi madre, lunes de diciembre, atardecer de otoño, fin de una época. ¿Tú mes ves tan extraño como yo a tu vida en la que fue vida mía?
Me enteré ayer, con el regalo de un ejemplar de La Vanguardia del martes 31 de agosto, y con él, seguí atentamente las noticias del día anterior, mientras a mi lado las nubes pasaban a cubrir el mar.
De siempre, por ser no ya lunes sino finales de agosto, mi cumpleaños era para celebrarlo en los trayectos, en la ida o en la vuelta.
Alguna vez, sí, hubo gente, niños como yo jugando en el jardín de casa, frente a la colina de San Roque, junto al barranco que iba hacia el horizonte.
Las nubes pasan con su carga, inagotables, también alegres de que el cielo les haya dado rienda suelta. Salidas de madre, las nubes, en su concilio ecuménico; todas las nubes del mundo han llegado para rozarse sobre la Colina, y a partir de ahí reír de lluvia hasta lo que venga.
Esa necesidad de reconocimiento, entre los mortales como yo, y, sin embargo. Y sin embargo...
Jose Carlos Cataño
30 may 2010
Nana de una Isla
Ella había nacido para el mar.
Las curvas de su espalda,
desde muy pequeñita,
tenían cumpleaños de olas.
Se despertaba
con rumores de playa en los costados,
con sus cabellos de alga en las arenas
y el pez de la sonrisa
nadándole los labios.
Crecíase hacia adentro,
hacia sus libertades submarinas,
que tomaban el sol abriéndole los ojos
en tirones de sueños y resacas.
Por la noche soñaba con sirenas.
Un día se fue al mar:
iba llorando soledades.
Una lágrima fue su salvavidas.
De ella tomó volcán, intimidad y contorno.
Y se quedó flotando entre las aguas.
Ahora es una isla que llaman Tenerife.
(Vuelta a la isla, 1968)
A mi sobrina
María de los Ángeles García Soto
Un día habrá una isla
que no sea silencio amordazado.
Que me entierren en ella,
donde mi libertad dé sus rumores
a todos los que pisen sus orillas.
Solo no estoy. Están conmigo siempre
horizontes y manos de esperanza,
aquellos que no cesan
de mirarse la cara en sus heridas,
aquellos que no pierden
el corazón y el rumbo en las tormentas,
los que lloran de rabia
y se tragan el tiempo en carne viva.
Y cuando mis palabras se liberen
del combate en que muero y en que vivo
la alegría del mar le pido a todos
cuantos partan su pan en esa isla
que no sea silencio amordazado.
(1964)
(Las islas en que vivo, 1971)
Islas del despertar
Basta de ser colillas apagadas
del cenicero de los mares.
Ombligos de la sed,
sólo un placer de humanidad nos puede.
Vivimos como ardemos y pensamos,
con nuestro sentimiento de volcanes
y la melancolía de estar solas.
La pirotecnia de un amor de fondo
nos acelera el ir aunque parezca,
de tan veloz, cronómetro parado.
Esperar no es un fin.
Borrón y cuenta nueva a la molicie
de rumiar soledades.
Nuestro malotaje de esperanzas
no oculta el puño de la rebeldía.
Y hemos roto el pijama del silencio.
Ni somos descendientes
de una lengua cortada
ni queremos sudar hiel y vinagre
ni seguir siendo súbditas
de una feria de olvidos.
No deseamos otras pertenencias
que no sean las alas de los vuelos.
(Ojos que no ven, 1977)
Piloto de mi muerte
Cuando el hielo le gane la partida
a la hoguera en que ardo,
cuando ya sea mito mi existencia,
enterradme en los bordes de la mar,
donde sigan las olas defendiendo
la libertad que siempre ha fecundado
la isla de mi cuerpo,
el timón nunca roto
que dio rumbo a mis pasos
y me llenó las venas de horizontes.
Vida tendré mientras mi sueño viva
y su rumor levante mi palabra
desde los pies del agua sin fronteras
hasta las sienes de la eternidad.
A La Mar voy todavía
A la mar voy todavía
A Luis Hernández Alfonso, en Madrid
Dime tú, mar, ahora ¿a qué naranja
he de tender mi frente?
¿Debo arrancar de cuajo tus arenas,
golpear tus rumores,
escupir tus espumas,
matar tus olas de gallina de oro
que sólo ponen huevos de esperanza?
La paz te he suplicado y me la niegas,
mi ternura te ofrezco y no la quieres.
Pero algo he de pedirte todavía:
que no hagas naufragar a mi palabra
ni apagar el amor que la mantiene.
Aún mi mano en la mar, así lo espero.
La Maldad
La maldad
Llegué a la Feria del Libro ayer tarde demasiado temprano y aun no estaban en sus estantes los escritores a los que fui a saludar, así que estuve tomando el fresco, y el sol, y una botella de agua, charlando con la librera Lola Larumbe, de la librería Rafael Alberti. No sé por qué la conversación, en medio de aquella abigarrada muchedumbre, derivó hacia la maldad y la bondad como elementos que hacen girar o avanzar el mundo.
Pero de eso estuvimos hablando, de la maldad a propósito y de la maldad involuntaria, de ese elemento que nos impulsa en un sentido o en otro, que genera la generosidad o la envidia, el odio o el amor; la maldad o la bondad son connaturales al ser humano, no se quitan o se ponen como se pone o se quitan el sol o un catarro, no es el resultado de una maldición o de una bendición; es, simplemente, el resultado de un ejercicio cotidiano de comprensión o de incomprensión, y uno ha de estar preparado si el elemento malo cobra más fuerza que el elemento que nos hace malvados, envidiosos o insolidarios.
De eso hablábamos, y entonces Lola me recomendó que viera una película, La cinta blanca. Y, claro, como ella me ha aconsejado tantos libros buenos y ha acertado, le haré caso e iré a ver esa película. Después de la conversación estuve saludando a mucha gente que estaba en la feria, empezando por Kirmen Uribe, el autor de Bilbao-Nueva York-Bilbao, que tiene en la mirada ese aire de estar recibiendo por primera vez una noticia, y ésta es buena. Junto a él, en la misma caseta de Alberti, estaba Hernán Rivera Letelier, que viene del desierto de Atacama, en Chile, y que aquí ha estado promoviendo, por toda España, su premio Alfaguara. Está entusiasmado porque ha conocido en varias ciudades españolas a lectores que le han mostrado un entusiasmo que se lleva como un regalo. Y se lleva el entusiasmo hoy, pues esta noche viaja a su casa en el desierto.
Escucho desierto y veo el mar, no sé si eso es locura o sólo locura pasajera. Por la noche estuve cenando con Ramiro Pinilla y con Fernando Aramburu, novelistas vascos como Kirmen, de generaciones distintas, Ramiro tiene más de ochenta años, y Fernando tiene 51.
Uno vive en Guecho y otro en Alemania. La feria los junta en Madrid, y aquí estuvimos hablando de la maldad y la bondad en la mirada que hay ahora (desde dentro y desde fuera) sobre este país que un día, hace poco, parecía que iba a ser feliz al menos un rato más. Y ahora no es feliz, pero la conversación fue feliz. Eso le dije a Javier Rioyo, que también estaba, cuando esperábamos un taxi después de la medianoche y la feria estaba a oscuras, como tantas veces la esperanza.
Juan Cruz
Llegué a la Feria del Libro ayer tarde demasiado temprano y aun no estaban en sus estantes los escritores a los que fui a saludar, así que estuve tomando el fresco, y el sol, y una botella de agua, charlando con la librera Lola Larumbe, de la librería Rafael Alberti. No sé por qué la conversación, en medio de aquella abigarrada muchedumbre, derivó hacia la maldad y la bondad como elementos que hacen girar o avanzar el mundo.
Pero de eso estuvimos hablando, de la maldad a propósito y de la maldad involuntaria, de ese elemento que nos impulsa en un sentido o en otro, que genera la generosidad o la envidia, el odio o el amor; la maldad o la bondad son connaturales al ser humano, no se quitan o se ponen como se pone o se quitan el sol o un catarro, no es el resultado de una maldición o de una bendición; es, simplemente, el resultado de un ejercicio cotidiano de comprensión o de incomprensión, y uno ha de estar preparado si el elemento malo cobra más fuerza que el elemento que nos hace malvados, envidiosos o insolidarios.
De eso hablábamos, y entonces Lola me recomendó que viera una película, La cinta blanca. Y, claro, como ella me ha aconsejado tantos libros buenos y ha acertado, le haré caso e iré a ver esa película. Después de la conversación estuve saludando a mucha gente que estaba en la feria, empezando por Kirmen Uribe, el autor de Bilbao-Nueva York-Bilbao, que tiene en la mirada ese aire de estar recibiendo por primera vez una noticia, y ésta es buena. Junto a él, en la misma caseta de Alberti, estaba Hernán Rivera Letelier, que viene del desierto de Atacama, en Chile, y que aquí ha estado promoviendo, por toda España, su premio Alfaguara. Está entusiasmado porque ha conocido en varias ciudades españolas a lectores que le han mostrado un entusiasmo que se lleva como un regalo. Y se lleva el entusiasmo hoy, pues esta noche viaja a su casa en el desierto.
Escucho desierto y veo el mar, no sé si eso es locura o sólo locura pasajera. Por la noche estuve cenando con Ramiro Pinilla y con Fernando Aramburu, novelistas vascos como Kirmen, de generaciones distintas, Ramiro tiene más de ochenta años, y Fernando tiene 51.
Uno vive en Guecho y otro en Alemania. La feria los junta en Madrid, y aquí estuvimos hablando de la maldad y la bondad en la mirada que hay ahora (desde dentro y desde fuera) sobre este país que un día, hace poco, parecía que iba a ser feliz al menos un rato más. Y ahora no es feliz, pero la conversación fue feliz. Eso le dije a Javier Rioyo, que también estaba, cuando esperábamos un taxi después de la medianoche y la feria estaba a oscuras, como tantas veces la esperanza.
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