Los guardias civiles son inocentes como criaturas. Tanto golpe de tricornio y bigotazo clásico, y luego salen pardillos vestidos de verde. A quién se le ocurre pedir instrucciones concretas al Gobierno español sobre cómo actuar en aguas próximas a Gibraltar, donde la Marina Real británica lleva tiempo acosándolos cuando sus Heineken se acercan a menos de tres millas del pedrusco, pese a que la colonia no tiene aguas jurisdiccionales. Cada vez que una lancha picolina anda por allí persiguiendo a narcotraficantes y demás gentuza, los de la Navy salen en plan flamenco a decirle que o ahueca el ala o se monta un desparrame, mientras la embajada británica denuncia «inaceptable violación de soberanía». Para más choteo, la marina de Su Graciosa usa boyas con la bandera española en sus prácticas de tiro, a fin de motivarse. Cada vez, nuestros sufridos guardias, «para evitar males mayores y siguiendo instrucciones», no tienen otra que dar media vuelta y enseñar la popa. Y claro. Como el papel es poco gallardo, algunas asociaciones profesionales de Picolandia piden que esas instrucciones se den de forma clara, para saber a qué atenerse. Porque hasta ahora, la única recibida de sus mandos es la de «seguir patrullando por las mismas aguas, pero evitar conflictos mayores». O sea, largarse de allí cada vez que los ingleses lo exijan. Que es cuando a éstos les sale del pitorro.
La verdad. No he hablado últimamente con el ministro Moratinos, ni con el ministro Pérez Rubalcaba. Ni últimamente, ni en mi puta vida. Pero eso no es obstáculo, u óbice, para que desde esta página me sienta cualificado –como cualquiera de ustedes– para despejar la incógnita que atormenta a nuestros picolinos náuticos. ¿Cuándo el ministerio español de Exteriores va a dar un puñetazo en la mesa?, preguntan. Y la respuesta es elemental, querido Watson. Nunca. Suponer a un ministro español dando puñetazos en una mesa inglesa, o somalí, requiere imaginación excesiva. Las instrucciones a la Guardia Civil puedo darlas yo mismo: obedecer toda intimación británica y no buscarle problemas al Gobierno, a riesgo de que los guardias chulitos acaben destinados forzosos en Bermeo, o por allí. Porque si insisten, y los detienen los ingleses, y se les ocurre resistirse a la detención, para qué le voy a contar, cabo Sánchez. Sujétese la teresiana. La instrucción, que ya regía en pleno esplendor cuando gobernaba el Pepé –a ése también se la endiñaban bien–, vale para todo incidente imaginable: desde ametrallamiento de bandera, a copita y puro de la Navy con las zódiacs de los narcos, pasando por submarinos nucleares con tubo de escape chungo y paradas navales con banda de música y majorettes. Por el mismo precio también incluye la opción de desembarco de los Royal Marines de maniobras en las playas de La Línea, como ocurrió hace unos años, y la sodomización sistemática de los agentes del servicio marítimo de la Guardia Civil o de Vigilancia Aduanera a quienes la marina inglesa, al mirarlos con prismáticos, encuentre atractivos. Todo sea por evitar conflictos mayores.
Y ahora, una vez claras las instrucciones –luego no digan que no son concretas–, una sugerencia: podríamos dejarnos ya de mascaradas. De teatro estúpido que ofende la inteligencia del personal, guardias civiles incluidos. Gibraltar no va a ser devuelto a España jamás, y ninguno de los gobiernos pasados, presentes ni futuros de este país miserable, con el Estado sometido a demolición sistemática y los ciudadanos en absoluta indefensión, está capacitado para sostener reivindicación ninguna, ni en Gibraltar ni en Móstoles. Y no es ya que los gibraltareños abominen de ser españoles. En esta España incierta y analfabeta, desgobernada desde hace siglos por sinvergüenzas que han hecho de ella su puerco negocio, lo que desearíamos algunos es ser gibraltareños, o franceses, o ingleses. Lo que sea, con tal de escapar de esta trampa. Huir de tanta impotencia, tanta ineptitud, tanta demagogia, tanto oportunismo y tanta mierda. Largarnos a cualquier sitio normal, donde no se te caiga la cara de vergüenza cuando ves el telediario. Lejos de esta sociedad apática, acrítica, suicida, históricamente enferma.
Podrían dejarse de cuentos chinos. Reconocer que España es el payaso de Europa, y que Gibraltar pertenece a quienes desde hace tres siglos lo defienden con eficacia, en buena parte porque nadie ha sabido disputárselo. Y porque la Costa del Sol, donde los gibraltareños y sus compadres británicos tienen las casas, el dinero y los negocios, se nutre de la colonia; y sin ésta esa tierra sería un escenario más, como tantos, de paro y miseria. Así que declaremos Gibraltar inglés de una maldita vez. Acabemos con este sainete imbécil, asumiendo los hechos. La Historia demuestra que la razón es de quien tiene el coraje de sostenerla. Nunca de las ratas cobardes, escondidas en su albañal mientras otros tiran de la cadena.
16 dic 2009
13 dic 2009
ANTONIO MUÑOZ MOLINA IDA Y VUELTA
La muerte de alguien empuja el tiempo de su vida hacia el pasado. Cuando uno va cumpliendo años, ese pasado de los que se han ido empieza a ser el suyo.
Con cada muerte sucesiva una parte de la propia vida se va quedando más lejos, y uno descubre con gradual estupor que tiene recuerdos muy claros de cosas que para muchos otros, más jóvenes que él, están al otro lado de la frontera misteriosa del nacimiento.
Yo no conocí ni a Jordi Solé Tura ni a Pedro Altares, pero sus dos muertes tan cercanas entre sí me han removido la memoria de los tiempos en los que era muy joven y encontraba sus nombres en las revistas del antifranquismo y la transición, el uno en Triunfo, el otro en Cuadernos para el Diálogo, y luego en la actualidad política de aquellos tan convulsos, tan mal recordados.
Ahora me doy cuenta de lo improbable que se ha vuelto alguien como Solé Tura: un militante comunista ilustrado que como tantísimos otros estuvo en el Partido, por usar la mayúscula propia de entonces, en virtud de la muy razonable convicción de que era la fuerza política mejor equipada para ayudar al establecimiento de la democracia; un catalanista comprometido de corazón con un proyecto progresista para toda España: un patriota, en el sentido primitivo y liberal de la palabra.
A las personas más jóvenes y ya plenamente adultas uno tiene a veces que explicarles que no hace demasiados años, antes de que ellos nacieran, la libertad, la cultura y el idioma de Cataluña eran parte de la causa común que defendíamos todos los antifranquistas, aunque viviéramos en Madrid, en Granada o en Jaén, y que esa España siempre enfrentada a los catalanes y permanentemente hostil a ellos es un invento de las castas políticas de ahora.
Jordi Solé Tura era tan uno de los nuestros como Lluís Llach o Salvador Espriu o Comediants. Lo eran más por ser catalanes, y nadie pensaba que su diferencia pudiera alejarlos de nosotros, porque nos enriquecía, formaba parte del gran sueño de pluralismo y gozosa libertad que ambicionábamos por igual para todos, y que parecía tan difícil, tan frágil cuando empezaba a lograrse, cuando estaba a punto de perderse.
"Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", dice el verso de Luis Cernuda. Me he acordado de tener veinte años y de esperar cada semana la llegada de Triunfo, cada mes la de Cuadernos para el Diálogo, que era visualmente una revista más austera, con letra apretada, con artículos firmados por personas que para mí estaban muy lejos, en el mundo del periodismo y de los adultos, en aquel Madrid remoto del que las cosas tardaban varios días más en llegar a nuestra provincia.
Pedro Altares era una firma, ni siquiera una cara en una fotografía, el nombre de alguien a quien uno no había visto nunca pero que formaba parte de la misma conspiración a la que uno quería vagamente sumarse.
Ahora parece que todo aquello fue muy fácil, y que no tuvo ningún mérito, un simulacro de democracia concedido por los herederos de Franco y aceptado con mansedumbre y cobardía por quienes no fueron capaces de derribar el régimen. En ese artículo tan lleno de melancolía que dejó escrito antes de morir Pedro Altares invocaba las incertidumbres terribles de aquellos años, la sensación que tuvimos tantas veces de que los partidarios de la negrura y del crimen nos iban a arrebatar las libertades recién logradas y siempre en peligro.
Quien no haya vivido la noche de enero de 1977 en la que se empezó a difundir la noticia del asesinato a quemarropa de los abogados del despacho laboralista en la calle de Atocha difícilmente podrá imaginar el pánico, el sentimiento de derrumbe. Nunca estuvo más claro que los pistoleros que mataban y secuestraban en nombre de la patria vasca o de la España eterna o de la revolución comunista pertenecían a la misma especie de chacales.
Yo me acuerdo de esa noche, muy tarde, en Granada, en un piso de estudiantes pobres, con muebles viejos y pósters de La Pasionaria y del Guernica por las paredes, con mugre de desorden y olor a tabaco negro y a frituras baratas, con ceniceros llenos de colillas y revistas y libros por todas partes, la vida entera pendiente de un hilo, de las informaciones temibles que daba la radio: ahora, retrospectivamente, estaba claro que tan sólo dos meses después el Partido Comunista iba a ser legalizado, y que en junio habría unas elecciones; también se puede predecir con desgana que un año más tarde, a pesar de la crisis económica y de la inflación desbocada, de los asesinatos terroristas casi a diario, del clamor de la extrema derecha por un golpe militar, la constitución entre cuyos redactores estaría Jordi Solé Tura iba a ser aprobada. Pero quién, dentro o fuera de España, habría apostado que pudiera durar; quién no sintió de nuevo, otra noche de invierno, en febrero de 1981, como un aliento frío en la nuca, la irrupción de los mismos fantasmas arcaicos, ahora renovados con imágenes como pesadillas en blanco y negro de los golpes militares tan recientes todavía en América Latina: Chile en 1973, Uruguay en 1974, Argentina en 1976.
No idealizo el pasado; no me abandono a la nostalgia. Hombres como Pedro Altares y Jordi Solé Tura tuvieron la mezcla de imaginación política y de templanza necesaria para creer en la viabilidad de un sistema democrático en el que hubiera sitio para todos, pero muchos de nosotros tardamos en aceptarlo de verdad.
Nos habíamos rebelado contra la dictadura, pero en realidad no éramos demócratas. Nuestros amigos comunistas habían obedecido a regañadientes la consigna de acatar la bandera roja y amarilla y la monarquía, pero en las asambleas universitarias lo que se debatía alucinadamente era la dictadura del proletariado o la superioridad del modelo chino o el modelo cubano, la vigencia del proyecto de revolución mundial de Trotski o la dudosa posibilidad del tránsito al socialismo desde la legalidad burguesa.
Fue la democracia la que nos hizo poco a poco demócratas; empezamos a serlo en 1977, quizás lo fuimos del todo por primera vez la noche del 24 de febrero de 1981, cuando nos echamos a la calle en una fraternidad provocada de golpe por la conciencia de lo que habíamos estado a punto de perder.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. En la mañana de diciembre en que leo en el periódico la muerte de Pedro Altares una cola larguísima de gente apacible y festiva aguarda turno para visitar el Congreso de los Diputados, abierto al público en el aniversario de la Constitución.
La cola se extiende por el paseo del Prado y la calle de Alcalá hasta la esquina del Círculo de Bellas Artes. Me doy cuenta de que hasta ahora no había pensado de verdad en el doble imperativo que hay en el verso de Cernuda: tan necesario como el recuerdo es el deber civil de contar lo que uno vio con sus propios ojos a quienes han venido después. En 1977, personas como Pedro Altares y Jordi Solé Tura estaban haciendo posible este tiempo presente, esta mañana de diciembre.
Con cada muerte sucesiva una parte de la propia vida se va quedando más lejos, y uno descubre con gradual estupor que tiene recuerdos muy claros de cosas que para muchos otros, más jóvenes que él, están al otro lado de la frontera misteriosa del nacimiento.
Yo no conocí ni a Jordi Solé Tura ni a Pedro Altares, pero sus dos muertes tan cercanas entre sí me han removido la memoria de los tiempos en los que era muy joven y encontraba sus nombres en las revistas del antifranquismo y la transición, el uno en Triunfo, el otro en Cuadernos para el Diálogo, y luego en la actualidad política de aquellos tan convulsos, tan mal recordados.
Ahora me doy cuenta de lo improbable que se ha vuelto alguien como Solé Tura: un militante comunista ilustrado que como tantísimos otros estuvo en el Partido, por usar la mayúscula propia de entonces, en virtud de la muy razonable convicción de que era la fuerza política mejor equipada para ayudar al establecimiento de la democracia; un catalanista comprometido de corazón con un proyecto progresista para toda España: un patriota, en el sentido primitivo y liberal de la palabra.
A las personas más jóvenes y ya plenamente adultas uno tiene a veces que explicarles que no hace demasiados años, antes de que ellos nacieran, la libertad, la cultura y el idioma de Cataluña eran parte de la causa común que defendíamos todos los antifranquistas, aunque viviéramos en Madrid, en Granada o en Jaén, y que esa España siempre enfrentada a los catalanes y permanentemente hostil a ellos es un invento de las castas políticas de ahora.
Jordi Solé Tura era tan uno de los nuestros como Lluís Llach o Salvador Espriu o Comediants. Lo eran más por ser catalanes, y nadie pensaba que su diferencia pudiera alejarlos de nosotros, porque nos enriquecía, formaba parte del gran sueño de pluralismo y gozosa libertad que ambicionábamos por igual para todos, y que parecía tan difícil, tan frágil cuando empezaba a lograrse, cuando estaba a punto de perderse.
"Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", dice el verso de Luis Cernuda. Me he acordado de tener veinte años y de esperar cada semana la llegada de Triunfo, cada mes la de Cuadernos para el Diálogo, que era visualmente una revista más austera, con letra apretada, con artículos firmados por personas que para mí estaban muy lejos, en el mundo del periodismo y de los adultos, en aquel Madrid remoto del que las cosas tardaban varios días más en llegar a nuestra provincia.
Pedro Altares era una firma, ni siquiera una cara en una fotografía, el nombre de alguien a quien uno no había visto nunca pero que formaba parte de la misma conspiración a la que uno quería vagamente sumarse.
Ahora parece que todo aquello fue muy fácil, y que no tuvo ningún mérito, un simulacro de democracia concedido por los herederos de Franco y aceptado con mansedumbre y cobardía por quienes no fueron capaces de derribar el régimen. En ese artículo tan lleno de melancolía que dejó escrito antes de morir Pedro Altares invocaba las incertidumbres terribles de aquellos años, la sensación que tuvimos tantas veces de que los partidarios de la negrura y del crimen nos iban a arrebatar las libertades recién logradas y siempre en peligro.
Quien no haya vivido la noche de enero de 1977 en la que se empezó a difundir la noticia del asesinato a quemarropa de los abogados del despacho laboralista en la calle de Atocha difícilmente podrá imaginar el pánico, el sentimiento de derrumbe. Nunca estuvo más claro que los pistoleros que mataban y secuestraban en nombre de la patria vasca o de la España eterna o de la revolución comunista pertenecían a la misma especie de chacales.
Yo me acuerdo de esa noche, muy tarde, en Granada, en un piso de estudiantes pobres, con muebles viejos y pósters de La Pasionaria y del Guernica por las paredes, con mugre de desorden y olor a tabaco negro y a frituras baratas, con ceniceros llenos de colillas y revistas y libros por todas partes, la vida entera pendiente de un hilo, de las informaciones temibles que daba la radio: ahora, retrospectivamente, estaba claro que tan sólo dos meses después el Partido Comunista iba a ser legalizado, y que en junio habría unas elecciones; también se puede predecir con desgana que un año más tarde, a pesar de la crisis económica y de la inflación desbocada, de los asesinatos terroristas casi a diario, del clamor de la extrema derecha por un golpe militar, la constitución entre cuyos redactores estaría Jordi Solé Tura iba a ser aprobada. Pero quién, dentro o fuera de España, habría apostado que pudiera durar; quién no sintió de nuevo, otra noche de invierno, en febrero de 1981, como un aliento frío en la nuca, la irrupción de los mismos fantasmas arcaicos, ahora renovados con imágenes como pesadillas en blanco y negro de los golpes militares tan recientes todavía en América Latina: Chile en 1973, Uruguay en 1974, Argentina en 1976.
No idealizo el pasado; no me abandono a la nostalgia. Hombres como Pedro Altares y Jordi Solé Tura tuvieron la mezcla de imaginación política y de templanza necesaria para creer en la viabilidad de un sistema democrático en el que hubiera sitio para todos, pero muchos de nosotros tardamos en aceptarlo de verdad.
Nos habíamos rebelado contra la dictadura, pero en realidad no éramos demócratas. Nuestros amigos comunistas habían obedecido a regañadientes la consigna de acatar la bandera roja y amarilla y la monarquía, pero en las asambleas universitarias lo que se debatía alucinadamente era la dictadura del proletariado o la superioridad del modelo chino o el modelo cubano, la vigencia del proyecto de revolución mundial de Trotski o la dudosa posibilidad del tránsito al socialismo desde la legalidad burguesa.
Fue la democracia la que nos hizo poco a poco demócratas; empezamos a serlo en 1977, quizás lo fuimos del todo por primera vez la noche del 24 de febrero de 1981, cuando nos echamos a la calle en una fraternidad provocada de golpe por la conciencia de lo que habíamos estado a punto de perder.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. En la mañana de diciembre en que leo en el periódico la muerte de Pedro Altares una cola larguísima de gente apacible y festiva aguarda turno para visitar el Congreso de los Diputados, abierto al público en el aniversario de la Constitución.
La cola se extiende por el paseo del Prado y la calle de Alcalá hasta la esquina del Círculo de Bellas Artes. Me doy cuenta de que hasta ahora no había pensado de verdad en el doble imperativo que hay en el verso de Cernuda: tan necesario como el recuerdo es el deber civil de contar lo que uno vio con sus propios ojos a quienes han venido después. En 1977, personas como Pedro Altares y Jordi Solé Tura estaban haciendo posible este tiempo presente, esta mañana de diciembre.
La gaviota que escucha a Manuel Rivas
La gaviota que escucha a Manuel Rivas
Manuel Rivas leyó ayer su discurso de ingreso en la Real Academia Gallega y mientras lo hizo, en el Paraninfo de la Universidad de A Coruña, que fue una antigua fábrica de armas, vimos que le escuchaba una gaviota. Atenta, aupada en una de las farolas del paseo marítimo coruñés, la gaviota era parte de un paisaje bellísimo: detrás de donde habló Rivas, el mar, los barcos de recreo, los contenedores, una mañana muy feliz de Galicia, sol, aire limpio.
El escritor llegó al sitio con un tojo que le había traído su hermano Paco del monte, hizo su discurso, una excursión emocionante por la historia literaria de su pueblo, asustado a veces por el drama de la historia, y firme siempre su reivindicación de la salud y la libertad como modos de vivir en la tierra. Su asunto era A boca da literatura.
Memoria, ecoloxía, lingua, y su propósito era narrar la raíz de su propia literatura a partir de la vida y la literatura de los que le han precedido. Rivas convierte la memoria de los que le precedieron en la memoria propia, y de ello, de esa experiencia que tiene raíces ancestrales, en la antigüedad de su pueblo, de su país y de su familia, ha hecho una gran literatura emocional, que se agarra a los riscos de Galicia tanto como se agarra al alma con la que vive.
El académico que le respondió, Xosé Luis Axeitos, dijo que Los libros arden mal es el libro en el que Rivas vuelca lo mejor de sí, la novela que lo representa como poeta, como escritor, como gallego y como ser humano, uno de los más nobles tipos que yo he conocido en mi ya larga vida de acompañante de escritores. Y es cierto, esa novela, que tiene más de setecientas páginas, indaga sobre el momento en que se interrumpe la libertad en Coruña, comienza la guerra civil y se inicia la persecución de los hombres y de su más preciado alimento, las ideas, la palabra, la cultura. Rivas quiso hacer este acto de ayer en la cárcel coruñesa, que tanto tiene que ver con ese símbolo y que durante un tiempo fue también paisaje del escritor.
Finalmente la Academia no pudo disponer de esas instalaciones penitenciarias y convirtió el hermoso paisaje del Paraninfo en el lugar donde el autor de La lengua de las mariposas congregó a sus antepasados literarios y familiares, y donde se juntaron sus amigos, sus lectores y lectoras, sus familiares más cercanos, y los académicos que le dieron la bienvenida al más joven de los miembros de esta docta institución.
La excursión que hizo Rivas por la historia personal y literaria que le vincula hondamente con su pueblo levantó de sus sillas a los concurrentes. Esta mañana le escribía Anton Reixa a Manolo en su columna de Xornal, el periódico gallego: "Eu, Manolo, tiven unha visión epifánica da sombra curvadamente orgullosa de Lois Pereiro polo corredor daquel andar madrileño do Paseo de Extremadura e do brillo nos ollos e a dozura da tua irmá María na Porta Faxeiras mostrándome un dos teus primeiros artigos no Ideal Gallego".
Muchos tenemos esa imagen de María, y de sus padres, y de Isabel y de sus hijos, de los numerosos hermanos de Isabel Mariño, la esposa de Manuel, y muchos tenemos esa imagen fresca, comprometida, humilde y generosa, fuerte, que a lo largo de los años, y ya tiene más de medio siglo, han convertido a Rivas en un escritor inspirado que inspira. Cuando acabó el acto, un joven vino a saludarme, y yo apunté en una esquina del libro que reproduce el discurso lo que el muchacho me dijo mirándome a los ojos: "Este es un momento histórico".
Lo comenté con José Luis Cuerda, el director de la versión en cine de La lengua de las mariposas, cuyo guión es también de Rafael Azcona. Y Cuerda me dijo: "Pues tiene razón ese chico, tuve esa misma sensación mientras estaba en el Paraninfo, que este es un momento histórico". Le comenté a Rivas aquella anécdota de la gaviota sentada, tan atenta a su discurso. Y cómo él había hablado en su discurso de lo importante que es escuchar me dijo: "A lo mejor estaba escuchando el mar".
Manuel Rivas leyó ayer su discurso de ingreso en la Real Academia Gallega y mientras lo hizo, en el Paraninfo de la Universidad de A Coruña, que fue una antigua fábrica de armas, vimos que le escuchaba una gaviota. Atenta, aupada en una de las farolas del paseo marítimo coruñés, la gaviota era parte de un paisaje bellísimo: detrás de donde habló Rivas, el mar, los barcos de recreo, los contenedores, una mañana muy feliz de Galicia, sol, aire limpio.
El escritor llegó al sitio con un tojo que le había traído su hermano Paco del monte, hizo su discurso, una excursión emocionante por la historia literaria de su pueblo, asustado a veces por el drama de la historia, y firme siempre su reivindicación de la salud y la libertad como modos de vivir en la tierra. Su asunto era A boca da literatura.
Memoria, ecoloxía, lingua, y su propósito era narrar la raíz de su propia literatura a partir de la vida y la literatura de los que le han precedido. Rivas convierte la memoria de los que le precedieron en la memoria propia, y de ello, de esa experiencia que tiene raíces ancestrales, en la antigüedad de su pueblo, de su país y de su familia, ha hecho una gran literatura emocional, que se agarra a los riscos de Galicia tanto como se agarra al alma con la que vive.
El académico que le respondió, Xosé Luis Axeitos, dijo que Los libros arden mal es el libro en el que Rivas vuelca lo mejor de sí, la novela que lo representa como poeta, como escritor, como gallego y como ser humano, uno de los más nobles tipos que yo he conocido en mi ya larga vida de acompañante de escritores. Y es cierto, esa novela, que tiene más de setecientas páginas, indaga sobre el momento en que se interrumpe la libertad en Coruña, comienza la guerra civil y se inicia la persecución de los hombres y de su más preciado alimento, las ideas, la palabra, la cultura. Rivas quiso hacer este acto de ayer en la cárcel coruñesa, que tanto tiene que ver con ese símbolo y que durante un tiempo fue también paisaje del escritor.
Finalmente la Academia no pudo disponer de esas instalaciones penitenciarias y convirtió el hermoso paisaje del Paraninfo en el lugar donde el autor de La lengua de las mariposas congregó a sus antepasados literarios y familiares, y donde se juntaron sus amigos, sus lectores y lectoras, sus familiares más cercanos, y los académicos que le dieron la bienvenida al más joven de los miembros de esta docta institución.
La excursión que hizo Rivas por la historia personal y literaria que le vincula hondamente con su pueblo levantó de sus sillas a los concurrentes. Esta mañana le escribía Anton Reixa a Manolo en su columna de Xornal, el periódico gallego: "Eu, Manolo, tiven unha visión epifánica da sombra curvadamente orgullosa de Lois Pereiro polo corredor daquel andar madrileño do Paseo de Extremadura e do brillo nos ollos e a dozura da tua irmá María na Porta Faxeiras mostrándome un dos teus primeiros artigos no Ideal Gallego".
Muchos tenemos esa imagen de María, y de sus padres, y de Isabel y de sus hijos, de los numerosos hermanos de Isabel Mariño, la esposa de Manuel, y muchos tenemos esa imagen fresca, comprometida, humilde y generosa, fuerte, que a lo largo de los años, y ya tiene más de medio siglo, han convertido a Rivas en un escritor inspirado que inspira. Cuando acabó el acto, un joven vino a saludarme, y yo apunté en una esquina del libro que reproduce el discurso lo que el muchacho me dijo mirándome a los ojos: "Este es un momento histórico".
Lo comenté con José Luis Cuerda, el director de la versión en cine de La lengua de las mariposas, cuyo guión es también de Rafael Azcona. Y Cuerda me dijo: "Pues tiene razón ese chico, tuve esa misma sensación mientras estaba en el Paraninfo, que este es un momento histórico". Le comenté a Rivas aquella anécdota de la gaviota sentada, tan atenta a su discurso. Y cómo él había hablado en su discurso de lo importante que es escuchar me dijo: "A lo mejor estaba escuchando el mar".
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