Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles:
fue la humedad y la espesura, el trueno
sin nombre todavía, las pampas planetarias.
El hombre tierra fue, vasija, párpado
del barro trémulo, forma de la arcilla,
fue cántaro caribe, piedra chibcha,
copa imperial o sílice araucana.
Tierno y sangriento fue, pero en la empuñadura
de su arma de cristal humedecido,
las iniciales de la tierra estaban
escritas.
Nadie pudo
recordarlas después: el viento
las olvidó, el idioma del agua
fue enterrado, las claves se perdieron
o se inundaron de silencio o sangre.
3 dic 2009
¿Qué hacemos con Aminetu Haidar?
Henos aquí con un serio problema, un callejón sin salida que empieza a incomodar al Gobierno. ¿Qué hacemos con esta mujer tozuda que se niega a aceptar lo que la ofrecemos y que, a este paso, se nos queda en una sala del aeropuerto de Lanzarote? ¿Qué hacemos con Aminetu Haidar? ¿Por qué su malintencionado entorno no nos ayuda a ayudarla, no la convence de que acepte lo que con tan buena voluntad le ofrecemos?
Bien, a nuestro modesto entender, en esta época de falta de fe en la política, en nuestros representantes, es reconfortante ver cómo una sola mujer, un solo ser humano que se atreve a decir no y sostener su decisión, su creencia de lo que es justo, aún a costa de su vida, pone nerviosos a los miembros de un gobierno. Independientemente de lo que cada uno piense de esta mujer, desde que es una heroína, una defensora de los Derechos Humanos, hasta que es un personaje cerril y enojoso, lo que parece indiscutible es que su actitud pone en valor al individuo frente al sistema y su razón de Estado.
¿Ofrecerle un pasaporte español? ¿Para qué? Ella podría tenerlo si quisiera, su madre es española. No deja de ser un gesto a la galería.
¿Por qué no entonces amplificar el gesto y conceder la ciudadanía a los cientos de miles de saharauis que viven abandonados en el desierto más árido del mundo, ignorados por todos?
Señores del Gobierno, el valor de Aminetu Haidar es el de haberse convertido en un recordatorio fuerte, inmediato y sin paliativos de una ignominia que va mucho más allá de su problema personal.
Aminetu Haidar nos lanza a la cara una injusticia que no puede ignorarse por más tiempo: la postura de dejadez de todos, y queremos subrayar este todos, pasados y presentes, los gobiernos de este país respecto al problema del Sahara Occidental, del pueblo saharaui.
Es un caso curioso, que debería ser de estudio obligatorio en las clases de Ciencias Políticas, cómo un tema tan espinoso como este es el único en el que han estado de acuerdo todos los gobiernos de este país desde la muerte del dictador hasta ahora, fueran de centro, de izquierda o de derechas. Es un ejemplo perfecto para entender conceptos como razón de estado o posibilismo político.
Aminetu Haidar nos plantea ahora un problema irresoluble en apariencia, de tintes kafkianos, pero que nace de la postura de todos nuestros gobiernos, del abandono de un pueblo, de una gente que, no lo olvidemos nunca- y nosotros hemos tenido la oportunidad de ver en sus campamentos cómo atesoran aún sus antiguos DNI y cartillas militares- no eran súbditos coloniales sino españoles de pleno derecho. Los abandonamos, los dejamos a su suerte en manos de una pseudo democracia como la marroquí.
Sufren tortura y exilio, y si aún no se han extinguido- ese parece ser el objetivo del gobierno marroquí con la aquiescencia de sus aliados de Moncloa y el Eliseo-, es gracias a la ayuda volcada y generosa de gran parte de la sociedad civil española. En este caso, muy por encima de la talla moral de sus gobiernos.
¿Qué hacer con esta mujer tan cabezota e ingrata? Señores, lo que hay que hacer es dejar de pensar tanto en no ofender a un "aliado", en nuestra balanza comercial con Marruecos, en Ceuta y Melilla, y recuperar la iniciativa diplomática para desbloquear de una vez por todas el problema del Sahara.
Bien, a nuestro modesto entender, en esta época de falta de fe en la política, en nuestros representantes, es reconfortante ver cómo una sola mujer, un solo ser humano que se atreve a decir no y sostener su decisión, su creencia de lo que es justo, aún a costa de su vida, pone nerviosos a los miembros de un gobierno. Independientemente de lo que cada uno piense de esta mujer, desde que es una heroína, una defensora de los Derechos Humanos, hasta que es un personaje cerril y enojoso, lo que parece indiscutible es que su actitud pone en valor al individuo frente al sistema y su razón de Estado.
¿Ofrecerle un pasaporte español? ¿Para qué? Ella podría tenerlo si quisiera, su madre es española. No deja de ser un gesto a la galería.
¿Por qué no entonces amplificar el gesto y conceder la ciudadanía a los cientos de miles de saharauis que viven abandonados en el desierto más árido del mundo, ignorados por todos?
Señores del Gobierno, el valor de Aminetu Haidar es el de haberse convertido en un recordatorio fuerte, inmediato y sin paliativos de una ignominia que va mucho más allá de su problema personal.
Aminetu Haidar nos lanza a la cara una injusticia que no puede ignorarse por más tiempo: la postura de dejadez de todos, y queremos subrayar este todos, pasados y presentes, los gobiernos de este país respecto al problema del Sahara Occidental, del pueblo saharaui.
Es un caso curioso, que debería ser de estudio obligatorio en las clases de Ciencias Políticas, cómo un tema tan espinoso como este es el único en el que han estado de acuerdo todos los gobiernos de este país desde la muerte del dictador hasta ahora, fueran de centro, de izquierda o de derechas. Es un ejemplo perfecto para entender conceptos como razón de estado o posibilismo político.
Aminetu Haidar nos plantea ahora un problema irresoluble en apariencia, de tintes kafkianos, pero que nace de la postura de todos nuestros gobiernos, del abandono de un pueblo, de una gente que, no lo olvidemos nunca- y nosotros hemos tenido la oportunidad de ver en sus campamentos cómo atesoran aún sus antiguos DNI y cartillas militares- no eran súbditos coloniales sino españoles de pleno derecho. Los abandonamos, los dejamos a su suerte en manos de una pseudo democracia como la marroquí.
Sufren tortura y exilio, y si aún no se han extinguido- ese parece ser el objetivo del gobierno marroquí con la aquiescencia de sus aliados de Moncloa y el Eliseo-, es gracias a la ayuda volcada y generosa de gran parte de la sociedad civil española. En este caso, muy por encima de la talla moral de sus gobiernos.
¿Qué hacer con esta mujer tan cabezota e ingrata? Señores, lo que hay que hacer es dejar de pensar tanto en no ofender a un "aliado", en nuestra balanza comercial con Marruecos, en Ceuta y Melilla, y recuperar la iniciativa diplomática para desbloquear de una vez por todas el problema del Sahara.
30 nov 2009
Putimadrid la nuit
En una ciudad normal –según tengo entendido–, cuando uno quiere intercambios carnales de tipo mercenario, o sea, pagando, y es forastero o no conoce el percal, sube a un taxi y dice: «Al barrio de las putas, hágame usted el favor». Y de camino, si el taxista es un tío enrollado, te ilustra sobre las mejores esquinas, los antros adecuados para tomar algo, e incluso recomienda que una vez metido en faena preguntes por Greta, por Ivonne, por Makarova o por la casa de madame Lumumba, que son limpias y de confianza. Detalles útiles y cosas así. Luego, al llegar a la zona de lanzamiento, le das una propina al taxista, te buscas la vida, y al que Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. Lo de siempre.
En Madrid, capital de las Españas, es distinto. Una ventaja de esta ciudad es que te ahorras el taxi. Quien desee irse de putas las encuentra con facilidad en el centro mismo, a cualquier hora. Incluso quien no tiene la menor intención de tocar ese registro, se las tropieza con una frecuencia pasmosa. Basta dar una vuelta por el corazón turístico y comercial de la urbe para observar un surtido panorama. Eso no ocurre en otras capitales de Europa, donde, por el qué dirán o por lo que sea, el puterío se limita a calles tradicionales y discretas, alejadas de las grandes vías de tránsito peatonal. No ya porque el comercio venéreo tenga un punto vergonzoso y bajuno –que lo tiene– ni porque la gentuza que suele pulular en torno sea todo menos ejemplar, sino por razones de pura estética urbana. No recuerdo, salvo error u omisión, haber visto nunca las aceras del bulevar Saint Germain, el Chiado lisboeta o las inmediaciones de la plaza Navona, por ejemplo, llenas de lumis. En Madrid, sin embargo, sus equivalentes están hasta los topes. Y la verdad: queda feo. Cada cosa es cada cosa. Como dicen en Culiacán, Sinaloa, cada chango en su mecate.
No tengo nada contra las lumis, ojo. Alguien tiene que parir a ciertos políticos de los que mojan en nuestras diecisiete salsas y nos animan el telediario. Lo que pasa es que, a veces, la situación puede ser incómoda. La otra noche paseaba, después de cenar, con unos amigos guiris camino de su hotel en la Gran Vía. Y subiendo de la puerta del Sol junto a los cines de la calle principal del centro de Madrid, entre la basura y suciedad acumulada por todas partes, pasamos revista a un variopinto surtido puteril –todo de importación– comparado con el cual, aquellas busconas nacionales de antaño, tan arregladas ellas, con su bolso y su cigarrillo en los labios fríos como la Lirio, apoyadas en el quicio de la mancebía, parecían condesas de Romanones, o por ahí. Las señoras que venían en el grupo de mis amigos, que al principio miraban el paisaje entre curiosas y sorprendidas, terminaron por acojonarse, sobre todo a causa del ganado masculino que circulaba cerca, incluidos los fulanos que se empeñaban en darnos a todos tarjetitas sobre pornotiendas y puticlubs ad hoc situados, supongo, en las cercanías.
El caso es que, a medio paseo, una de las guiris, Silvie, que es gabacha, me preguntó: «¿Siempre es esto así, tan elegante?». Y no tuve más remedio que confirmarle que sí, y que no sólo de noche. Que también de día, la vieja prostitución antes limitada a la cercana calle de la Ballesta hace tiempo desbordó los límites para desparramarse por las cercanías de la puerta del Sol, sin que el Ayuntamiento pueda o quiera impedirlo, aunque a los vecinos y comerciantes se los llevan los diablos. «¿Y no hay normas que regulen esto?», preguntó Silvie, toda ingenua. Entonces tuve que emplear unos diez minutos de paseo –a razón de una puta presente cada quince segundos– para explicarle que esto es España, niña. La democracia más avanzada y puntera de Europa. ¿Lo captas? El pasmo del mundo y de Triana, o sea. ¿Nunca oíste hablar de la Alianza de Putilizaciones? Cualquiera que estorbe a una extranjera, por ejemplo, el libre ejercicio de su chichi en donde le apetezca a ella y a su chulo, es un xenófobo y un fascista. Es algo parecido –añadí– a lo de aquel mendigo español que antes tuvimos que esquivar porque estaba tirado en el suelo, cortándonos el paso en la acera. Si un guardia le pide que circule, la gente increpará al guardia, y con razón, por abuso de autoridad. Y lo mismo hasta le dan de hostias. Al guardia.
Después de escuchar aquello, Silvie no volvió a abrir la boca. Yo adivinaba sus pensamientos: una ciudad donde nadie puede controlar el lugar donde cualquiera campa por sus respetos es una auténtica mierda; pero cada cual tiene las ciudades que se merece. Advertí que eso era lo que estaba pensando. Aunque, por suerte, no lo dijo. Silvie es una chica educada. Me habría puesto en un compromiso.
En Madrid, capital de las Españas, es distinto. Una ventaja de esta ciudad es que te ahorras el taxi. Quien desee irse de putas las encuentra con facilidad en el centro mismo, a cualquier hora. Incluso quien no tiene la menor intención de tocar ese registro, se las tropieza con una frecuencia pasmosa. Basta dar una vuelta por el corazón turístico y comercial de la urbe para observar un surtido panorama. Eso no ocurre en otras capitales de Europa, donde, por el qué dirán o por lo que sea, el puterío se limita a calles tradicionales y discretas, alejadas de las grandes vías de tránsito peatonal. No ya porque el comercio venéreo tenga un punto vergonzoso y bajuno –que lo tiene– ni porque la gentuza que suele pulular en torno sea todo menos ejemplar, sino por razones de pura estética urbana. No recuerdo, salvo error u omisión, haber visto nunca las aceras del bulevar Saint Germain, el Chiado lisboeta o las inmediaciones de la plaza Navona, por ejemplo, llenas de lumis. En Madrid, sin embargo, sus equivalentes están hasta los topes. Y la verdad: queda feo. Cada cosa es cada cosa. Como dicen en Culiacán, Sinaloa, cada chango en su mecate.
No tengo nada contra las lumis, ojo. Alguien tiene que parir a ciertos políticos de los que mojan en nuestras diecisiete salsas y nos animan el telediario. Lo que pasa es que, a veces, la situación puede ser incómoda. La otra noche paseaba, después de cenar, con unos amigos guiris camino de su hotel en la Gran Vía. Y subiendo de la puerta del Sol junto a los cines de la calle principal del centro de Madrid, entre la basura y suciedad acumulada por todas partes, pasamos revista a un variopinto surtido puteril –todo de importación– comparado con el cual, aquellas busconas nacionales de antaño, tan arregladas ellas, con su bolso y su cigarrillo en los labios fríos como la Lirio, apoyadas en el quicio de la mancebía, parecían condesas de Romanones, o por ahí. Las señoras que venían en el grupo de mis amigos, que al principio miraban el paisaje entre curiosas y sorprendidas, terminaron por acojonarse, sobre todo a causa del ganado masculino que circulaba cerca, incluidos los fulanos que se empeñaban en darnos a todos tarjetitas sobre pornotiendas y puticlubs ad hoc situados, supongo, en las cercanías.
El caso es que, a medio paseo, una de las guiris, Silvie, que es gabacha, me preguntó: «¿Siempre es esto así, tan elegante?». Y no tuve más remedio que confirmarle que sí, y que no sólo de noche. Que también de día, la vieja prostitución antes limitada a la cercana calle de la Ballesta hace tiempo desbordó los límites para desparramarse por las cercanías de la puerta del Sol, sin que el Ayuntamiento pueda o quiera impedirlo, aunque a los vecinos y comerciantes se los llevan los diablos. «¿Y no hay normas que regulen esto?», preguntó Silvie, toda ingenua. Entonces tuve que emplear unos diez minutos de paseo –a razón de una puta presente cada quince segundos– para explicarle que esto es España, niña. La democracia más avanzada y puntera de Europa. ¿Lo captas? El pasmo del mundo y de Triana, o sea. ¿Nunca oíste hablar de la Alianza de Putilizaciones? Cualquiera que estorbe a una extranjera, por ejemplo, el libre ejercicio de su chichi en donde le apetezca a ella y a su chulo, es un xenófobo y un fascista. Es algo parecido –añadí– a lo de aquel mendigo español que antes tuvimos que esquivar porque estaba tirado en el suelo, cortándonos el paso en la acera. Si un guardia le pide que circule, la gente increpará al guardia, y con razón, por abuso de autoridad. Y lo mismo hasta le dan de hostias. Al guardia.
Después de escuchar aquello, Silvie no volvió a abrir la boca. Yo adivinaba sus pensamientos: una ciudad donde nadie puede controlar el lugar donde cualquiera campa por sus respetos es una auténtica mierda; pero cada cual tiene las ciudades que se merece. Advertí que eso era lo que estaba pensando. Aunque, por suerte, no lo dijo. Silvie es una chica educada. Me habría puesto en un compromiso.
PATENTE DE CORSO La curva diabólica
Hace unos meses me calzaron una multa. Tomé a 123 kilómetros por hora, en la autovía de Madrid a Sevilla, una curva suave con velocidad limitada a 100.
La pagué sin rechistar, aunque esa curva era imposible tomarla a la velocidad indicada.
Iba yo a mi marcha normal, en una recta, atento a que la aguja del velocímetro no superase los 120 kilómetros por hora; y de pronto, mientras adelantaba a otro coche, me encontré con el inesperado cartel de todo a cien.
Mientras intentaba reaccionar ante la señal imprevista, miraba por el retrovisor, concluía el adelantamiento y regresaba al carril derecho, un radar oculto me hizo la foto.
Pagué, como digo, sin darle más vueltas; aunque preguntándome a qué hijo de la gran puta de la Dirección General de Tráfico se le había ocurrido poner una limitación de 100 kilómetros por hora y un radar oculto en un lugar donde maldita la falta que hace, y donde hasta los más correctos conductores tienen difícil reducir de pronto veinte kilómetros la velocidad sin dar un frenazo.
Recuerdo que antes había –todavía queda alguna, aunque pocas– señales cuadradas, azules, recomendando reducir la velocidad en algunos tramos. Pero no es lo mismo, claro. Con recomendaciones no se expolia al ciudadano. No se recauda viruta.
En mi siguiente viaje a Andalucía, hace una semana, decidí respetar escrupulosamente cada señal que se pusiera a tiro: autopistas a 120, curvas de autovía a 80 y demás parafernalia limitadora.
Y ya se lo pueden imaginar: mientras por mi lado pasaban zumbando coches abonados al carril izquierdo, con una seguridad pasmosa, basada, supongo, en los Gepetos, o como se llamen, que te chivan «radar en curva tal, limitación en tramo cual, puticlub en vía de servicio», yo iba como un gilipollas, despacito, doliéndome los ojos de mirar el velocímetro.
Más atento a la aguja que a la carretera. Si llega a verme la Guardia Civil, me paran a fin de besarme en la boca. Con lengua.
Entonces llegué a la curva diabólica. No era la misma de la multa, aunque se parecía.
Esta vez, el funcionario encargado de trabajar el asunto había echado el resto, esmerándose hasta extremos maquiavélicos.
Ni mi amigo el Gringo, que montaba emboscadas en Nicaragua con astutas combinaciones de minas Claymore, ametralladoras y fuego cruzado, tenía la mitad del talento que este profesor Moriarty del tráfico por carretera.
Primero, al final de una larga recta de la autovía, una señal de limitación a 100 y un aviso de radar obligaban a reducir la velocidad en una curva suave, a cuya salida, en otra larguísima recta, no había ninguna señal de retorno a los 120.
Eso obligaba a rodar durante un buen tramo con la incertidumbre de si podías acelerar un poco, o no. Al fin, a los dos tercios de la recta, aparecía el 120. Y justo cuando pisabas acelerador para ponerte a esa velocidad, ante una curva en forma de suave doble ese, una limitación a 100 te hacía frenar de nuevo. Así lo hice. Y lie una pajarraca de cojón de pato.
A ver si me explico. La señal la vi mientras adelantaba a un enorme camión trailer, que rodaba a unos cuarenta metros de otro que lo precedía.
Consciente de que si continuaba rebasaría la velocidad permitida, me pasé al carril derecho, entre los dos camiones. Pero éstos no circulaban a 100 kilómetros por hora, sino a más.
En un instante tuve un pavoroso y descomunal radiador pegado a la chepa. Incómodo con mi maniobra de conductor ejemplar, el camionero me dio las luces, tocó el claxon y, supongo, mentó a mi madre.
Angustiado, asomé un poco a ver si podía, con un acelerón intrépido, adelantar al camión que tenía delante y salir de aquella trampa saducea.
Entonces, entre curva y curva, mientras pasaban coches zumbando por mi izquierda sin hacer caso de mi intermitente, vi una señal de limitación a 90. A todo esto, el gigantesco radiador de atrás me desbordaba el retrovisor: lo tenía a un palmo. De perdidos al río, dije.
Aceleré adelantando al camión de delante, la aguja subió a 130, y en ese momento vi otra señal de limitación de velocidad, ésta de 80 kilómetros por hora. Frené, ya en el carril izquierdo, poniéndome a 90; y el camión de atrás, que había iniciado la maniobra de adelantarme, soltó otro bocinazo. A esas alturas de la vida ya me daba todo igual, así que pisé hasta 140, me puse delante del primer trailer y frené para reducir hasta 100.
El claxon de ese camión hizo vibrar mis cristales. Me hallaba, comprobé cuando al fin levanté los ojos del velocímetro y dejé de mirar el retrovisor, en una sucesión de curvas suaves, pero no tenía ni puta idea de cuál era la velocidad correcta allí: si 80 o 120.
Me puse a 90, por si las moscas. Entonces los dos camiones me adelantaron, uno tras otro, y tras ellos la fila de coches que la maniobra había amontonado detrás. Algunos conductores se volvían a mirarme. Ciscándose, imagino, en todos mis muertos.
Ignoro si los picoletos estarían cerca, haciendo fotos o grabándome. De ser así, sugiero colgarlo en Youtube, e ir a medias. Nos íbamos a forrar.
La pagué sin rechistar, aunque esa curva era imposible tomarla a la velocidad indicada.
Iba yo a mi marcha normal, en una recta, atento a que la aguja del velocímetro no superase los 120 kilómetros por hora; y de pronto, mientras adelantaba a otro coche, me encontré con el inesperado cartel de todo a cien.
Mientras intentaba reaccionar ante la señal imprevista, miraba por el retrovisor, concluía el adelantamiento y regresaba al carril derecho, un radar oculto me hizo la foto.
Pagué, como digo, sin darle más vueltas; aunque preguntándome a qué hijo de la gran puta de la Dirección General de Tráfico se le había ocurrido poner una limitación de 100 kilómetros por hora y un radar oculto en un lugar donde maldita la falta que hace, y donde hasta los más correctos conductores tienen difícil reducir de pronto veinte kilómetros la velocidad sin dar un frenazo.
Recuerdo que antes había –todavía queda alguna, aunque pocas– señales cuadradas, azules, recomendando reducir la velocidad en algunos tramos. Pero no es lo mismo, claro. Con recomendaciones no se expolia al ciudadano. No se recauda viruta.
En mi siguiente viaje a Andalucía, hace una semana, decidí respetar escrupulosamente cada señal que se pusiera a tiro: autopistas a 120, curvas de autovía a 80 y demás parafernalia limitadora.
Y ya se lo pueden imaginar: mientras por mi lado pasaban zumbando coches abonados al carril izquierdo, con una seguridad pasmosa, basada, supongo, en los Gepetos, o como se llamen, que te chivan «radar en curva tal, limitación en tramo cual, puticlub en vía de servicio», yo iba como un gilipollas, despacito, doliéndome los ojos de mirar el velocímetro.
Más atento a la aguja que a la carretera. Si llega a verme la Guardia Civil, me paran a fin de besarme en la boca. Con lengua.
Entonces llegué a la curva diabólica. No era la misma de la multa, aunque se parecía.
Esta vez, el funcionario encargado de trabajar el asunto había echado el resto, esmerándose hasta extremos maquiavélicos.
Ni mi amigo el Gringo, que montaba emboscadas en Nicaragua con astutas combinaciones de minas Claymore, ametralladoras y fuego cruzado, tenía la mitad del talento que este profesor Moriarty del tráfico por carretera.
Primero, al final de una larga recta de la autovía, una señal de limitación a 100 y un aviso de radar obligaban a reducir la velocidad en una curva suave, a cuya salida, en otra larguísima recta, no había ninguna señal de retorno a los 120.
Eso obligaba a rodar durante un buen tramo con la incertidumbre de si podías acelerar un poco, o no. Al fin, a los dos tercios de la recta, aparecía el 120. Y justo cuando pisabas acelerador para ponerte a esa velocidad, ante una curva en forma de suave doble ese, una limitación a 100 te hacía frenar de nuevo. Así lo hice. Y lie una pajarraca de cojón de pato.
A ver si me explico. La señal la vi mientras adelantaba a un enorme camión trailer, que rodaba a unos cuarenta metros de otro que lo precedía.
Consciente de que si continuaba rebasaría la velocidad permitida, me pasé al carril derecho, entre los dos camiones. Pero éstos no circulaban a 100 kilómetros por hora, sino a más.
En un instante tuve un pavoroso y descomunal radiador pegado a la chepa. Incómodo con mi maniobra de conductor ejemplar, el camionero me dio las luces, tocó el claxon y, supongo, mentó a mi madre.
Angustiado, asomé un poco a ver si podía, con un acelerón intrépido, adelantar al camión que tenía delante y salir de aquella trampa saducea.
Entonces, entre curva y curva, mientras pasaban coches zumbando por mi izquierda sin hacer caso de mi intermitente, vi una señal de limitación a 90. A todo esto, el gigantesco radiador de atrás me desbordaba el retrovisor: lo tenía a un palmo. De perdidos al río, dije.
Aceleré adelantando al camión de delante, la aguja subió a 130, y en ese momento vi otra señal de limitación de velocidad, ésta de 80 kilómetros por hora. Frené, ya en el carril izquierdo, poniéndome a 90; y el camión de atrás, que había iniciado la maniobra de adelantarme, soltó otro bocinazo. A esas alturas de la vida ya me daba todo igual, así que pisé hasta 140, me puse delante del primer trailer y frené para reducir hasta 100.
El claxon de ese camión hizo vibrar mis cristales. Me hallaba, comprobé cuando al fin levanté los ojos del velocímetro y dejé de mirar el retrovisor, en una sucesión de curvas suaves, pero no tenía ni puta idea de cuál era la velocidad correcta allí: si 80 o 120.
Me puse a 90, por si las moscas. Entonces los dos camiones me adelantaron, uno tras otro, y tras ellos la fila de coches que la maniobra había amontonado detrás. Algunos conductores se volvían a mirarme. Ciscándose, imagino, en todos mis muertos.
Ignoro si los picoletos estarían cerca, haciendo fotos o grabándome. De ser así, sugiero colgarlo en Youtube, e ir a medias. Nos íbamos a forrar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)