PATENTE DE CORSO
El príncipe gitano
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 29 de Junio de 2009
Me manda un amigo un vídeo extraordinario, impagable, que está en Internet: el Príncipe Gitano vestido de smoking, con faja negra y pajarita, cantando en supuesto inglés una versión fascinante, friki total, del In the ghetto de Elvis Presley. «Vas a alucinar», me anuncia en el mensaje adjunto. Y no tengo más remedio que decirle: llegas tarde, chaval. A mí del Príncipe Gitano no se me despintan ni los andares. Lo tengo controlado desde hace mucho, e incluso más. La versión del Presley, y la que hizo un poco antes del Delilah de Tom Jones, ésta cantada en español y con estética vídeo años sesenta, que también anda disponible en los ciberespacios infinitos entre algunas otras, como Obladí obladá, por ejemplo, que la borda. Meterse eso en vena ya es droga dura. Pero te diré más, colega. Lo mío con ese jambo es historia vieja. Viene de cuando el Piloto –que se le parecía un poco, ojos azules incluidos, aunque de joven era todavía más guapo–, cuando volvíamos de alguna incursión marítima por fuera de la isla de Escombreras, lastrado su barquito con Winston y Johnnie Walker, me ponía en un chisme de música que había en una taberna del puerto, entre caña y caña, Tani, Cortijo de los Mimbrales y la que para mí siempre fue cúspide del Príncipe: Cariño de legionario, con una letra que empieza, nada menos: «Le di a una morita mora / morita mora / morita de mi alma / cariño... de legionario». Tela.
Pero es que hay más, chaval. A ver si te enteras. Enrique Castellón Vargas, de nombre artístico el suprascrito Príncipe, nacido en Valencia en 1928, hijo de gitanos dedicados a la venta ambulante, tenía una planta soberbia: alto y delgado, elegante –cuidaba mucho los trajes y el vestir–, mirada azul, pelo rizado. Para entendernos: se comía a las pavas sin pelar. Quiso ser torero de joven; pero tenía canguelo, y los cuernos se le daba mejor ponerlos él. También tenía buena voz, así que se dedicó al cante flamenco, del que tocó muchos palos, sobre todo zambras y rumbas. Hizo de torero en el cine –Brindis al cielo, se llamaba la peli–, y actuó con grandes compañías, incluida la de Carmen Morell y Pepe Blanco, y también una propia, con su hermana Dolores Vargas La Terremoto, en la que acogió a jóvenes artistas como Manolo Escobar, Rocío Jurado y Toni Leblanc, que era galán cómico. Con La Terremoto, por cierto, hizo el Príncipe en 1956 otra película, Veraneo en España, que está entre mis mitos del cine hispano por varias razones, lo cutre aparte. Una es cuando canta eso que dice: Un negro vestío / y una mujer sin marío. La otra, que para mí es lo máximo del megatop frikilandio, es cuando, en mitad de la peli, aparece cantando lo de la morita mora, morita de mi alma, vestido de lejía de arriba abajo, con chapiri de borla, despechugada la camisa y fusil al hombro. Sin complejos.
Me encantaba ese tío. Sin reservas. Su pinta de chuleta, su manera de cantar. Tuve, además, el privilegio de verlo actuar en persona. Eso fue a principios de los ochenta, cuando el Príncipe Gitano ya estaba en el tramo final –y absolutamente cuesta abajo– de su carrera artística. Cómo sería lo de la cuesta, que yo iba a verlo, cada noche que podía, a un garito infame que entonces todavía estaba abierto en la Gran Vía de Madrid. No recuerdo ahora si se trataba del J’Hay o de La Trompeta, pero era uno de esos dos. Sitios de música y puterío, con moqueta raída, camareros con pinta de rufianes y mesas donde servían champaña chungo a lumis maduras y jamonas vestidas con trajes largos, como las de toda la vida. Y allí, en un escenario crujiente y cochambroso, pisando cucarachas y alumbrado por un foco, el Príncipe Gitano, cincuentón lleno de arrugas y teñido el pelo, pero todavía gitano fino y apuesto en trajes de corte impecable –entallados, con patas y solapas anchas–, desgranaba una tras otra las canciones que en sus buenos tiempos le habían dado dinero y señoras de bandera. Y yo, emocionado en mi rincón, haciendo como que bebía aquellos mejunjes infames, me calzaba sus actuaciones canción tras canción, disfrutando como un gorrino en un charco. Y juro por las campanas de Linares de Manolo Caracol que las pavas –en aquel tiempo las putas eran casi todas españolas– le tiraban besos y aplaudían como locas, y gritaban: «¡Príncipe, otra!… ¡Canta otra, Príncipe!… ¡El reloj! ¡Tani! ¡Rosita de Alejandría! ¡Los Mimbrales!». Y le decían guapo. Y el artista, obsequioso, chulillo, aún flaco y elegante pese a los años, se erguía en aquel escenario infame, sobre el fondo de polvorientos cortinones de terciopelo rojo y grueso, levantaba una mano haciendo círculo con el índice y el pulgar, y cantaba lo de: «Segá por el brillo de su dinero / dehó ar shiquillo». Y las lumis, lo juro, lloraban como criaditas oyendo el serial de la radio. Y a mí, sentado en mi rincón con el vaso de matarratas en la mano, se me erizaba el pellejo. Y en este momento me ocurre exactamente lo mismo al recordar, mientras le doy a la tecla.
5 jul 2009
4 jul 2009
LA DOLCE VITA
Argumento: Federico Fellini (La strada, Amarcord) posa su aguda mirada en el mundo de los paparazzi en este caleidoscopio de una Roma poblada por personajes enfermos y saturados de hedonismo. Ganadora de un Oscar al mejor vestuario.
Película que refleja perfectamente el método de actúar de los paparazzis dentro de las empresas informativas. Periodistas sin escrúpulos en la mayoría de los casos, buscando siempre las celebridades. En el film, Marcello Rubini (interpretado por un genial Marcelo Mastroianni) se mueve con insatisfacción entre las fiestas que celebra la burguesía de la época. Un día es informado de que una célebre diva del mundo del cine, Sylvia, llega a la capital italiana. Marcello ve que es su gran oportunidad de conseguir una gran noticia, por lo que no duda en perseguir a la bella dama por las fiestas que tienen lugar en la ciudad. Siendo una película del año 60, parece ser que la labor que los medios de comunicación encargan a sus paparazzis, a sus corresponsales, no ha cambiado un ápice. En la mayoría de los casos, estos periodistas ponen su vida en peligro y la de los famosos a los que persiguen con el único fin de conseguir una exclusiva, unas declaraciones que llamen la atención tanto a la audiencia como a los jefes de estos grandes medios de comunicación. Dichos directivos son los realmente interesados en mantener la figura de los paparazzis en sus empresas, ya que saben de antemano que si se consiguen unos hechos o testimonios jugosos, la audiencia subirá, con lo cual él exito comercial y las inversiones publicitarias en sus medios crecerán. No hace falta recordar el destino de Lady Di debido a la persistencia de un paparazzi.
Durante el film, se percibe lo que la ciudadanía pensaba de los paparazzis, una concepción que no difiere mucho de la actual. Una especie de parásitos, alrededor del famoseo, que mendigan fotografías o historias sensacionalistas con las que alimentarse. A esto ha contribuido esencialmente los intereses de las empresas informativas al contratar los servicios de los paparazzis. Incluso encontramos un dilema moral al que muchos periodistas recurren a diario debido al encorsetamiento que sufren por parte de los medios donde trabajan: dudan si tienen talento para desarrollar una capacidad creativa como profesionales de la información. Además, el protagonista, duda si conformarse con la labor periodística que realiza, es decir, un periodista incompleto e insastifecho (referencia a los cambios laborales de un medio de comunicación a otro por parte de los periodistas).
A la audiencia le gusta el morbo, lo mezquino, ver la decandecia de las clases privilegiadas. Es así y siempre lo ha sido. Por eso no es extraño ver como estos atributos, acontecimientos son convertidos en noticia por las empresas informativas. En el largometraje aparecen personajes vacíos, que día a día como en la realidad, buscan su ser o no ser entre las bambalinas de programas de televisión, a veces bastante mediocres, donde la calidad se supedita a los índices de audiencia. Fellini hace una crítica dura hacia la prensa, que en ocasiones, resulta amoral.
Fotográfos y reporteros sin más objetivos que la caza de noticias sensacionalistas y de fotografías impactantes que se mueven en hordas con ese instinto del depredador que huele a su presa. Todo con el fin de reflejar el deambular frenético de las élites sociales, lo que hará que tener una exclusiva o una noticia bomba, te proporcione unas sumas de dinero apetitosas. Periodistas a la caza del instante decisivo, al más puro estilo Cartier-Bresson, solo que aquí se busca la fama, la celebridad, los cuerpos de mujeres hermosas, que es lo que interesa a los altos cargos de los grandes medios, yendo incluso en muchas ocasiones, a contracorriente de los deseos de los periodistas, que sueñan y desean realizar una labor más acorde con la función social que debe cumplir todo profesional del periodismo: informar. El director de La Strada nos muestra a periodistas con sueños rotos, que sueñan con ejecutar otras tareas, pero que no se atreven a dar el paso debido a la libertad que les da el dinero, ese tren de vida, el codearse con la aristocracia.
El periodismo, gracias a las intenciones de las empresas de comunicación, ha desembocado en alta medida, en un sensacionalismo brutal, por ejemplo, los tabloides británicos, donde no hay respeto ni por la privacidad ni por los sentimientos, agotando hasta el último recurso para obtener información, él éxito, la ventaja competitiva que otorgan las imágenes suculentas.
Obra maestra de Fellini, donde en ocasiones multitud de periodistas y fotográfos siguen los acontecimientos “populares”. Unos hechos popularizados por las grandes empresas informativas, tal y como sucede hoy en día. Gracias a La dolce vita, nació el término paparazzi, esos foto-reporteros o informadores gráficos que la sociedad ve como grupos a la caza de imágenes provocativas, indiscretas e inoportunas de personajes del mundo de la farándula.
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