Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

30 nov 2014

Muere Mark Strand, poeta de la ausencia.............................................................. Vicente Jiménez

El escritor y pintor norteamericano fallece en Nueva York a los 80 años.

El poeta Mark Strand con el escritor mexicano Octavio Paz en 1995. / AP

Mark Strand se murió en Brooklyn cuando el invierno, ausente todavía, comienza a asomar su luz esquiva.
 Fue el sábado, en pleno puente de Acción de Gracias, con frío en la ciudad y nieve en los suburbios, los únicos días del año en que la metrópolis se muestra ausente, casi silenciosa, desarraigada, como si fuera víctima de una suerte de extrañamiento.
 Mark Strand, de 80 años, se murió cuando Nueva York más se parece a su poesía.
“En un campo/ yo soy la ausencia / de campo. / Esto es / siempre así. / Donde sea que esté / yo soy lo que falta. / Cuando camino /parto el aire / y siempre / el aire ingresa / a llenar los espacios / donde ha estado mi cuerpo./ Todos tenemos / razones / para movernos. / Yo me muevo / para dejar las cosas intactas”, escribió en su primer poemario, Durmiendo con un ojo abierto (1964).
Strand pasó sus últimos años en España, en Madrid, en su casa de la calle Monte Esquinza, donde convivía con la marchante de arte Maricruz Bilbao.
 Cuando el cáncer asomó en la pasada primavera, regresó a Nueva York con su hija Jessica, fruto del primero de sus dos fracasados matrimonios, tal vez en busca de esos paisajes urbanos ralos y silenciosos de Edward Hopper, pintor al que tanto admiró y al que dedicó uno de sus principales ensayos.
 “Los cuadros de Hooper son los de un viajero que pasa por ahí y mira a quienes están dentro. Sus cuadros te enfrentan con fragmentos aislados de una narrativa”, declaró a Andrea Aguilar en una entrevista que EL PAÍS publicó en 2010.

Pintor poeta y poeta pintor, Strand escribía como pintaba y pintaba como escribía. En corto, meditabundo, en busca de las emociones ordinarias
Pintor poeta y poeta pintor, Strand escribía como pintaba y pintaba como escribía. En corto, meditabundo, en busca de las emociones ordinarias. Chus Visor, su editor en España, habla de su minuciosidad, de su búsqueda de las cosas concretas, de aquello que podía ocurrir a su alrededor, siempre a la caza del “cálculo exacto de la palabra”.
Pese a que la poesía de Strand guarda algo de ese silencio que dejan las nevadas, entre la meditación y la contemplación, vivió su vida con plenitud, acompañado de un físico imponente, entre Paul Newman y Clint Eastwood.
 Nació en Prince Island, en Canadá, en 1934
. Su condición insular no le impidió ser un viajero impenitente, alentado desde niño por continuos traslados debidos a la condición de directivo de Pepsi Cola de su padre
. Pasó su infancia en Cleveland, Halifax, Montreal, Nueva York y Filadelfia.
 Siendo adolescente, estuvo en Colombia, México y Perú, donde aprendió un español suficiente para leer y entender a Rafael Alberti y Octavio Paz, poetas ambos a los que tradujo.
 Ya de adulto pasó largas temporadas en Brasil, Italia y España, donde alternaba su afición por los toros con su gusto por la comida y largas conversaciones en las tabernas.
Su primera pasión fue la pintura.
 Como reconoció más tarde, la idea de convertirse en poeta, no figuraba en su cuadro de mando inicial.
 Pero fue durante su licenciatura en Bellas Artes en Ohio, en 1957, cuando descubrió las palabras. Estudió poesía italiana en Italia en 1960 con una beca Fullbright.
 En los años setenta ya era un poeta reconocido, aunque los galardones llegaron más tarde: Poeta Laureado de Estados Unidos en 1990 y Premio Pulitzer en 1999, entre otros.
 Deja 12 libros de poemas, además de relatos, ensayos y libros infantiles.
 Su últimas creaciones fueron collages, expuestos este otoño en Nueva York.
 Su último libro, una antología de su obra poética, también se publicó este año.
Con Mark Strand se va uno de los poetas más personales y admirados de Estados Unidos, un creador de la muerte, el vacío y la ausencia, una voz mística en un cuerpo mundano
Strand describió su territorio poético en una entrevista de 1998 como “el yo, el borde del yo y el borde del mundo”
. “El tiempo transcurre rápidamente, / nuestras penas no se transforman en poemas, / y lo invisible permanece como es. / El deseo havolado, / dejando sólo un rastro de perfume tras de sí”, escribió en Tormenta de uno, uno de sus libros más importantes.
Con Mark Strand se va uno de los poetas más personales y admirados de Estados Unidos, un creador de la muerte, el vacío y la ausencia, una voz mística en un cuerpo mundano, irresistiblemente abierto al mundo y en permanente despedida.
 “Me vacío de los nombres de los otros. Vacío mis bolsillos. / Vacío mis zapatos y los dejo al lado del camino. / Cuando se hace de noche atraso los relojes. / Abro el álbum de fotos familiares y me miro de chico. / ¿De qué sirve? Las horas hicieron su trabajo. / Digo mi propio nombre. / Me despido” (Más oscuro, 1970).

 

La joven que buscó a las madres de sus acosadores


La joven que buscó a las madres de sus acosadores

Alanah Pearce es una joven australiana que trabaja haciendo haciendo críticas de videojuegos para diferentes emisoras de radio y televisión.
 Tiene un canal de YouTube propio, donde, como lamentablemente viene siendo habitual cuando hablamos de mujeres y videojuegos, el ciberacoso hace acto de presencia.
 La joven ha sido acosada a través de Facebook con múltiples amenazas de violación.
 No era la primera vez que le pasaba.
 En 2013 escribió en la web Kotaku un resumen del sexismo que sufre en su trabajo, bajo el título 30 days of sexism.
 Cansada de este acoso,  esta vez ha tomado medidas. Alanah consiguió localizar a las madres de sus acosadores -cuatro adolescentes- a las que reenvió todos los mensajes ofensivos que recibía, para que supieran lo que sus hijos hacían
. De momento sólo ha recibido respuesta de una de ellas. “Resulta que la mayoría de mis acosadores eran chavales, así que responder de forma racional no resolvería el problema. Llegó a un punto en el que sus comentarios me hicieron sentir muy incómoda”, explica en The Guardian.

NiñaJuguetes

Alanah no tuvo muchos problemas en contactar con las madres, sobre todo porque la mayoría de los acosadores la escribían a través de sus páginas personales de Facebook.
La conversación con esta madre, tal y como ella ha publicado, fue así:
-Hola Anna, no te conozco, pero me preguntaba si X es tu hijo.
-Sí, lo es. ¿Por qué?
-Nunca he hablado con él antes, pero él me ha enviado hoy un mensaje a mi página personal de Facebook que igual a ti te interesaría discutir con él. (Inserta captura de pantalla en la que se ve cómo el hijo de Anna ha escrito: “Te violaré si alguna vez te veo, zorra”)
Oh, Dios mío. Pequeño mierdicilla. Lo siento tanto
. ¡Por supuesto que hablaré con él! Al hilo de toda la polémica que ha generado el Gamergate y las constantes amenazas que se están viviendo entre el sector femenino en la industria del videojuego, la joven ha publicado todos los mensajes con las amenazas y los insultos en su cuenta de Twitter
 . La respuesta en las redes sociales no tardó en llegar: alcanzó 40.000 RT cuando twitteó la conversación con la madre de uno de sus acosadores.

Mira lo que hago................................................................Javier Marías

Mucha gente quiere ser cada vez más como la gente de ficción (y cretina) de la mayoría de los anuncios televisivos, y éstos han popularizado dos 'slogans' particularmente nefastos: “Yo estuve allí”.

No por sabida la situación, impresionaba menos la fotografía que ilustraba el reportaje de Guillermo Altares del 1 de octubre en este diario: una patulea de sujetos ante La Gioconda, en el Museo del Louvre
. El batiburrillo es tal que cuesta individualizarlos y contarlos, pero creo que son unos treinta (más no captaba el objetivo, pero seguro que más había), de los cuales sólo tres se puede asegurar que estén mirando –intentando mirar, mejor dicho– el pequeño cuadro
. Mirándolo de veras.
 El resto está dedicado a hacerle estúpidas fotos con sus estúpidos móviles
. Aún habría sido posible una imagen más escalofriante o deprimente, por lo que relataba el reportaje: la de una patulea equivalente dándole la espalda al famoso retrato (no muy atractivo, según mi criterio) para hacerse un selfie en el que se viera a cada visitante con la pintura al fondo, como adorno.
 Las últimas veces que estuve en esa sala, hace ya años, el panorama era desolador, pero no tanto.
 La gente se agolpaba ante La Gioconda –no recuerdo si se permitía fotografiarla entonces–, mientras desdeñaba uno o dos cuadros más de Leonardo da Vinci que se hallaban allí mismo, no digamos las maravillas de otros maestros repartidas por el museo.
 Pero al menos la marabunta no daba la espalda al objeto de veneración superficial, es decir, la “obra maestra” no había pasado a ser un mero escenario, un mero decorado de lo verdaderamente importante: uno mismo.
Es innegable que una de las causas de la imbecilización del mundo es la publicidad; que la humanidad lleve décadas sometida a ella –a un perpetuo bombardeo de ella– ha traído sus consecuencias.
 Mucha gente quiere ser cada vez más como la gente de ficción (y cretina) de la mayoría de los anuncios televisivos, y éstos han popularizado dos slogans particularmente nefastos: “Yo estuve allí” y “Este es un acontecimiento histórico e irrepetible”.
 Se considera “acontecimiento histórico” cualquier chorrada; desde la entrada de una tonadillera en la cárcel hasta la primera vez que Messi sale al campo disfrazado de senyera.
 Y sí, claro, todo es “histórico e irrepetible”, también este trivial momento en que yo escribo este artículo, pero a quién diablos le importa tamaña insignificancia.
A cada individuo que presuma de “haber estado allí”, sea “allí” el Camp Nou con Messi vestido de bandera o la caída del Muro de Berlín en su día, habría que contestarle con crueldad merecida: “¿Y? ¿Tuvo usted alguna influencia? ¿Habría dejado de suceder la cosa si se hubiera ausentado? ¿Es usted mejor por haber formado parte de una masa? ¿No sabe que por televisión millones han visto lo mismo y podrían afirmar haber estado también allí, aunque no fuera cierto, y contarlo probablemente con más detalle?”
 Supongo que para combatir esta última pregunta están los selfies: “He aquí la prueba, véanme con La Gioconda como ornamento, o con el Adán de Miguel Ángel y su dedo”.
 Pero claro, resulta que la Capilla Sixtina recibe actualmente 22.000 turistas diarios, y nunca hay menos de 2.000 personas allí congregadas, una permanente muchedumbre. ¿Qué más da que esté usted ahí, sin mirar los frescos, si su supuesta “unicidad” la comparten millares a diario?
Todo es raro y contradictorio hoy en día.
 Demasiada gente ingenua se ha convencido de que cosa que cuelga en las redes (Facebook, Twitter o lo que sea), la va a contemplar el universo mundo, cuando lo más seguro es que pase tan inadvertida como las sesiones de diapositivas a que antaño se sometía a cuatro amistades cuando nuestros padres volvían de un viaje, o como los comentarios que se hacían en el café ante los compinches habituales. La gente está demasiado ocupada colgando sus fotos y lanzando sus tuits para molestarse en ver o leer los de los demás.
El lema de nuestro tiempo debería ser: “Cada loco con su tema”, y el único tema –y de todos– es uno mismo. “Mira lo que me voy a comer”, y envían foto de un plato.
 “Mira dónde estoy”, y envían la de un vertedero o una puerta o la espantosa estatua gigante de una rana en el Paseo de Recoletos (ya hablé de esa afrenta). “Mira con quién estoy”, y arrojan la de un locutor o caricato con los que se han topado en la calle. “Mira lo que estoy viendo”, y ahí van sus selfies ante La Gioconda, proclamando que pueden estar viéndola, pero desde luego no mirándola.
Todo esto recuerda a los niños pequeños que precisan la constante atención de la madre o el padre: “Mamá, mira lo que hago”; “Mira, papá, ahora sin manos”
. El niño necesita testigos para asegurarse de que efectivamente está en el mundo y existe (todavía se está acostumbrando a la novedad, y requiere confirmación incesante: ¿verdad que no soy una figuración, pues hago cosas y las veis?). Esa inseguridad inicial solía pasarse, y bastante pronto. Ahora da la impresión de que no se pasa nunca, de que las personas exigen contar con espectadores y espejos de todas sus actividades, hasta de las más vulgares.
 Un síntoma más de la creciente e inacabable puerilización del mundo.
 Uno se pregunta a veces si quedan muchos individuos capaces de disfrutar de algo sin ser contemplados en su disfrute
. De un paseo, de un paisaje, de una obra maestra pictórica que no sea banalmente célebre, de un edificio o rincón en el que uno fije la vista por su cuenta, sin que se los hayan señalado una página web o una guía.
 Si queda algo autónomo y que se aprecie en sí mismo, y no como decorado de nuestro insaciable narcisismo.
elpaissemanal@elpais.es

 

La vida secreta de las revistas de moda...................................................... Rafa Rodríguez

Las profesionales del mundo de la moda se convierten en las nuevas estrellas del sector: su día a día arrasa en la Red.

Las asistentes de Anna Wintour, directora de la edición estadounidense de 'Vogue'. / INSTAGRAM @ lilystav

Revistas de moda: la cuestión ya no es quién las lee, sino quiénes las hacen.
 Qué llevan puesto, qué bolsos cargan y qué tacones calzan. Con qué se desayunan, con quién se reúnen a mediodía y adónde van a comer, si es que comen.
 Qué salones frecuentan y a qué fiestas les invitan.
 Y, de paso, cómo trabajan (sin ironías)
. La vida secreta de las publicaciones de (y con más) estilo del planeta por fin revelada a los ojos del común de los mortales a través de sus artífices.
 Una fantasía de glamour laboral para tiempos de Expedientes de Regulación de Empleo en uno de los sectores, el editorial, más castigados por la última recesión, servida en bandeja mediática. Es lo único que le faltaba por vender a la industria de la moda: a sus propios voceras.
El canal BBC 2 estrenaba a principios de la semana pasada en prime time la serie Posh People: Inside Tatler (Gente pija: dentro de Tatler), una suerte de docureality en tres capítulos que sigue los dimes y diretes de la redacción del glossy británico más venerable
. Con 300 años de historia y archivos impagables (se fundó en 1709), Tatler pasa por ser la biblia del estilo de vida de los nobles y poderosos.
Sus periodistas, claro, semejan estar a la altura de tamañas circunstancias, empezando por su directora, Kate Reardon, una sloane confesa de pura cepa (el término, que ya fuera aplicado a Diana de Gales, refiere popularmente a la gente de bien del área londinense de Chelsea del mismo nombre) a la que se puede ver en acción comandando a un equipo joven y apuesto, espía privilegiado en el universo del lujo
. La gracia del primer episodio parece residir precisamente en contemplar al novato de la redacción, Matthew Bell, desenvolviéndose en un ambiente ajeno a sus orígenes pequeñoburgueses: ajustando la agenda para cubrir los saraos sociales del mes, programando una sesión con un lord escocés en su castillo del siglo XIII o siguiendo a un multimillonario africano que ya no sabe ni cuántos coches posee. En este Downton Abbey del periodismo de lifestyle, en el que figura una editora de nombre Sophia Money-Coutts de la que se especifica que “es una persona real, no un personaje ficticio” y donde la elección errónea de una chaqueta de tweed para lucir un martes por la tarde supone una “tragedia épica”, los que en realidad imponen estilo son aquellos que generan los contenidos que deberían seducir a sus lectores/consumidores.
Agentes inspiradores, los llaman. En el argot del ramo, influencers.
Es lo único que le faltaba por vender a la industria del lujo: sus voceras
Fue profetizado: las estilistas son las nuevas modelos; las editoras, las nuevas it girls, y las directoras de las revistas, las nuevas estrellas del rock’n’roll.
 De ahí el (presunto) interés en saber de sus ocupaciones y cómo se opera en un entorno laboral que, desde El diablo viste de Prada (2006), se percibe como sofisticado campo de batalla minado de fabulosos cohechos, viajes a todo trapo, fiestas y celebridad
. Basado en el más crudo best seller homónimo y semiautobiográfico de Lauren Weisberger (seis meses en las lista de los libros más vendidos de The New York Times, en 2003), el filme sentó cátedra con su descripción de la jefa fría y tiránica de manual, la asistente ingenua y la resabiada –lo que vendrían siendo unas secretarias de dirección, puesto “por el que un millón de chicas estaría dispuesto a matar”, según se recalcaba-, el estilista gay, el editor al que solo le interesan los números y las intrigas palaciegas.
Era más o menos ficción, pero cuando en 2009 se estrenó The September Issue, la historia real sobre cómo se prepara el número más importante del año –al menos en términos publicitarios- de la revista más importante del sector, la edición estadounidense de Vogue, todo pareció cobrar sentido gracias a la mirada de outsider de R.J. Cutler, el cineasta detrás de los documentales The War Room y The World According to Dick Cheney
. Una visión menos complaciente que la mostrada por documentales posteriores como In Vogue: The Editor’s Eye (2012), producción de HBO a mayor gloria de las últimas editoras de moda de la cabecera insignia del grupo Condé Nast, o el más reciente Mademoiselle C (2013), hagiografía de Carine Roitfeld perpetrada por Fabien Constant que pretendía mostrar el nacimiento de CR Fashion Book, la nueva criatura editorial de la que fuera polémica directora del Vogue francés.
En realidad, el foco de atención sobre los artífices de la comunicación de moda siempre ha estado ahí desde los días de Carmel Snow y, en especial, Diana Vreeland en Harper’s Bazaar, pero las personalidades del negocio editorial que antes se celebraban como agitadoras culturales y motor de cambio, hoy se jalean como meros catálogos andantes, excelsas vendedoras en las pasarelas de la fotografía callejera (street style) y las redes sociales.
“Cuando subo una foto [a Instagram] de un collar o un zapato, espero que mis seguidores lo vean… y lo quieran”, revela la estilista Anya Ziourova, directora de moda y consultora creativa en las ediciones rusas de Tatler y Allure, respectivamente. Como Giovanna Battaglia (W, L’Uomo Vogue), Anna dello Russo (Vogue Japón) o Katie Grand (Love), Ziourova ha logrado que sus quehaceres profesionales trasciendan a la masa consumidora haciendo público lo privado.
Una estrategia comercial que hoy siguen la mayoría de las publicaciones del sector, sacando a la palestra a sus trabajadores, aireando sus perfiles y cuentas sociales o haciéndoles protagonistas de sus secciones.
 Sucede, por ejemplo, en 73 Questions de Vogue, la popular serie videográfica en la que famosos de todo tipo y condición se someten a un tercer grado y en la que ya ha comparecido la mismísima Anna Wintour. Hasta sus actuales asistentes (alias las Emilys desde El diablo viste de Prada) están consiguiendo su minuto de gloria: con sus apellidos rimbombantes y auras de socialites, Rey-Hanna Vakili, Lily Stav Gildor y Lily Goldstein causan sensación en Instagram merced a sus glamourosas instantáneas: codeándose con Barack Obama, acudiendo a una reunión para preparar la gala del MET, probándose vestidos en las sesiones fotográficas…
 Se las puede seguir rastreando el hashtag #TeamAW. No tiene pérdida: lleva invariablemente hasta la revista en la que trabajan.