El escritor y pintor norteamericano fallece en Nueva York a los 80 años.
Mark Strand
se murió en Brooklyn cuando el invierno, ausente todavía, comienza a
asomar su luz esquiva.
Fue el sábado, en pleno puente de Acción de Gracias, con frío en la ciudad y nieve en los suburbios, los únicos días del año en que la metrópolis se muestra ausente, casi silenciosa, desarraigada, como si fuera víctima de una suerte de extrañamiento.
Mark Strand, de 80 años, se murió cuando Nueva York más se parece a su poesía.
“En un campo/ yo soy la ausencia / de campo. / Esto es / siempre así. / Donde sea que esté / yo soy lo que falta. / Cuando camino /parto el aire / y siempre / el aire ingresa / a llenar los espacios / donde ha estado mi cuerpo./ Todos tenemos / razones / para movernos. / Yo me muevo / para dejar las cosas intactas”, escribió en su primer poemario, Durmiendo con un ojo abierto (1964).
Strand pasó sus últimos años en España, en Madrid, en su casa de la calle Monte Esquinza, donde convivía con la marchante de arte Maricruz Bilbao.
Cuando el cáncer asomó en la pasada primavera, regresó a Nueva York con su hija Jessica, fruto del primero de sus dos fracasados matrimonios, tal vez en busca de esos paisajes urbanos ralos y silenciosos de Edward Hopper, pintor al que tanto admiró y al que dedicó uno de sus principales ensayos.
“Los cuadros de Hooper son los de un viajero que pasa por ahí y mira a quienes están dentro. Sus cuadros te enfrentan con fragmentos aislados de una narrativa”, declaró a Andrea Aguilar en una entrevista que EL PAÍS publicó en 2010.
Pintor poeta y poeta pintor, Strand escribía como pintaba y pintaba
como escribía. En corto, meditabundo, en busca de las emociones
ordinarias. Chus Visor, su editor en España, habla de su minuciosidad,
de su búsqueda de las cosas concretas, de aquello que podía ocurrir a su
alrededor, siempre a la caza del “cálculo exacto de la palabra”.
Pese a que la poesía de Strand guarda algo de ese silencio que dejan las nevadas, entre la meditación y la contemplación, vivió su vida con plenitud, acompañado de un físico imponente, entre Paul Newman y Clint Eastwood.
Nació en Prince Island, en Canadá, en 1934
. Su condición insular no le impidió ser un viajero impenitente, alentado desde niño por continuos traslados debidos a la condición de directivo de Pepsi Cola de su padre
. Pasó su infancia en Cleveland, Halifax, Montreal, Nueva York y Filadelfia.
Siendo adolescente, estuvo en Colombia, México y Perú, donde aprendió un español suficiente para leer y entender a Rafael Alberti y Octavio Paz, poetas ambos a los que tradujo.
Ya de adulto pasó largas temporadas en Brasil, Italia y España, donde alternaba su afición por los toros con su gusto por la comida y largas conversaciones en las tabernas.
Su primera pasión fue la pintura.
Como reconoció más tarde, la idea de convertirse en poeta, no figuraba en su cuadro de mando inicial.
Pero fue durante su licenciatura en Bellas Artes en Ohio, en 1957, cuando descubrió las palabras. Estudió poesía italiana en Italia en 1960 con una beca Fullbright.
En los años setenta ya era un poeta reconocido, aunque los galardones llegaron más tarde: Poeta Laureado de Estados Unidos en 1990 y Premio Pulitzer en 1999, entre otros.
Deja 12 libros de poemas, además de relatos, ensayos y libros infantiles.
Su últimas creaciones fueron collages, expuestos este otoño en Nueva York.
Su último libro, una antología de su obra poética, también se publicó este año.
Strand describió su territorio poético en una entrevista de 1998 como “el yo, el borde del yo y el borde del mundo”
. “El tiempo transcurre rápidamente, / nuestras penas no se transforman en poemas, / y lo invisible permanece como es. / El deseo havolado, / dejando sólo un rastro de perfume tras de sí”, escribió en Tormenta de uno, uno de sus libros más importantes.
Con Mark Strand se va uno de los poetas más personales y admirados de Estados Unidos, un creador de la muerte, el vacío y la ausencia, una voz mística en un cuerpo mundano, irresistiblemente abierto al mundo y en permanente despedida.
“Me vacío de los nombres de los otros. Vacío mis bolsillos. / Vacío mis zapatos y los dejo al lado del camino. / Cuando se hace de noche atraso los relojes. / Abro el álbum de fotos familiares y me miro de chico. / ¿De qué sirve? Las horas hicieron su trabajo. / Digo mi propio nombre. / Me despido” (Más oscuro, 1970).
Fue el sábado, en pleno puente de Acción de Gracias, con frío en la ciudad y nieve en los suburbios, los únicos días del año en que la metrópolis se muestra ausente, casi silenciosa, desarraigada, como si fuera víctima de una suerte de extrañamiento.
Mark Strand, de 80 años, se murió cuando Nueva York más se parece a su poesía.
“En un campo/ yo soy la ausencia / de campo. / Esto es / siempre así. / Donde sea que esté / yo soy lo que falta. / Cuando camino /parto el aire / y siempre / el aire ingresa / a llenar los espacios / donde ha estado mi cuerpo./ Todos tenemos / razones / para movernos. / Yo me muevo / para dejar las cosas intactas”, escribió en su primer poemario, Durmiendo con un ojo abierto (1964).
Strand pasó sus últimos años en España, en Madrid, en su casa de la calle Monte Esquinza, donde convivía con la marchante de arte Maricruz Bilbao.
Cuando el cáncer asomó en la pasada primavera, regresó a Nueva York con su hija Jessica, fruto del primero de sus dos fracasados matrimonios, tal vez en busca de esos paisajes urbanos ralos y silenciosos de Edward Hopper, pintor al que tanto admiró y al que dedicó uno de sus principales ensayos.
“Los cuadros de Hooper son los de un viajero que pasa por ahí y mira a quienes están dentro. Sus cuadros te enfrentan con fragmentos aislados de una narrativa”, declaró a Andrea Aguilar en una entrevista que EL PAÍS publicó en 2010.
Pintor poeta y poeta pintor, Strand escribía
como pintaba y pintaba como escribía. En corto, meditabundo, en busca de
las emociones ordinarias
Pese a que la poesía de Strand guarda algo de ese silencio que dejan las nevadas, entre la meditación y la contemplación, vivió su vida con plenitud, acompañado de un físico imponente, entre Paul Newman y Clint Eastwood.
Nació en Prince Island, en Canadá, en 1934
. Su condición insular no le impidió ser un viajero impenitente, alentado desde niño por continuos traslados debidos a la condición de directivo de Pepsi Cola de su padre
. Pasó su infancia en Cleveland, Halifax, Montreal, Nueva York y Filadelfia.
Siendo adolescente, estuvo en Colombia, México y Perú, donde aprendió un español suficiente para leer y entender a Rafael Alberti y Octavio Paz, poetas ambos a los que tradujo.
Ya de adulto pasó largas temporadas en Brasil, Italia y España, donde alternaba su afición por los toros con su gusto por la comida y largas conversaciones en las tabernas.
Su primera pasión fue la pintura.
Como reconoció más tarde, la idea de convertirse en poeta, no figuraba en su cuadro de mando inicial.
Pero fue durante su licenciatura en Bellas Artes en Ohio, en 1957, cuando descubrió las palabras. Estudió poesía italiana en Italia en 1960 con una beca Fullbright.
En los años setenta ya era un poeta reconocido, aunque los galardones llegaron más tarde: Poeta Laureado de Estados Unidos en 1990 y Premio Pulitzer en 1999, entre otros.
Deja 12 libros de poemas, además de relatos, ensayos y libros infantiles.
Su últimas creaciones fueron collages, expuestos este otoño en Nueva York.
Su último libro, una antología de su obra poética, también se publicó este año.
Con Mark Strand se va uno de los poetas más
personales y admirados de Estados Unidos, un creador de la muerte, el
vacío y la ausencia, una voz mística en un cuerpo mundano
. “El tiempo transcurre rápidamente, / nuestras penas no se transforman en poemas, / y lo invisible permanece como es. / El deseo havolado, / dejando sólo un rastro de perfume tras de sí”, escribió en Tormenta de uno, uno de sus libros más importantes.
Con Mark Strand se va uno de los poetas más personales y admirados de Estados Unidos, un creador de la muerte, el vacío y la ausencia, una voz mística en un cuerpo mundano, irresistiblemente abierto al mundo y en permanente despedida.
“Me vacío de los nombres de los otros. Vacío mis bolsillos. / Vacío mis zapatos y los dejo al lado del camino. / Cuando se hace de noche atraso los relojes. / Abro el álbum de fotos familiares y me miro de chico. / ¿De qué sirve? Las horas hicieron su trabajo. / Digo mi propio nombre. / Me despido” (Más oscuro, 1970).
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