Al superviviente
Manuel Longares
Hemos intercambiado dolores, abatimiento, euforia y el desasosiego de desenvolvernos a ciegas en un horizonte hermético,
Mi querido amigo: confío en que al recibo de la presente os encontréis bien de salud tú y los tuyos, nosotros también, a Dios gracias". Así iniciaban las cartas nuestros mayores, y con el mismo ceremonial —que me figuro inseparable del sombrerazo o la reverencia galante— me comunico contigo a través de la mujer que recoge nuestros papeles.
Desde que iniciamos esta costumbre —¿hay otra mejor en estas circunstancias?—, nuestra correspondencia se ha sostenido mal que bien. Hemos intercambiado dolores, abatimiento, euforia y el desasosiego de desenvolvernos a ciegas en un horizonte hermético, que solo se nos despejará cuando la hora fatal que no registra el reglamento nos saque de este mundo.
Cuando supe que compartíamos hospital inicié este epistolario, irritante a veces, pero útil para convencernos de que la enfermedad no nos ha cambiado tanto. Tu complicidad como corresponsal nos permite este engaño de parecer vivos, de ahí mi interés en escribirte por las mañanas y esperar tu respuesta a lo largo de la tarde. Cada uno en su planta reglamentaria y entre las cuatro paredes de su habitación, pero sin descartar que, un día loco, el acicate de sacudirnos la parálisis nos proyecte más allá de nuestros respectivos confinamientos y escapando por un instante del campo de concentración, nos abracemos en el pasillo con júbilo de resistentes.
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