Un documental revive la energía del mítico club neoyorquino que revolucionó la noche.
Liza Minnelli, Bianca Jagger y Andy Warhol en Studio 54 en los setenta. En vídeo, tráiler de 'Studio 54'.
Elsa Fernández-Santos
Muchos hemos crecido con la estúpida ilusión de que algún día viviríamos nuestro propio Studio 54,
ese club lleno de música y gente fabulosa capaz de revolucionar con su
energía la escena nocturna de una ciudad y del resto del mundo.
El club
neoyorquino quedó fijado como un icono del glamur de los años 70, una
suerte de milagro del que solo disfrutaron unos pocos y que de alguna
forma dejó fijado la postal perfecta de la diversión.
Son
tantas las fotografías que han alimentado ese Xanuadú, tantos famosos
como los de antes desmelenados, tantos modelazos irrepetibles, que una
película documental con todo ese material ya conocido y bastante más que
permanecía inédito solo puede saborearse como un festín de nostalgia
para estos días de confinamiento.
No se trata de ningún gran documental, aunque aporta
testimonios de personas que hasta la fecha se han negado a contar su
versión de los hechos.
Da un poco igual.
Con revivir cómo aquel negocio
se convirtió en meca del hedonismo, en aquel milagro de esplendor y
placer, merece la pena contemplarlo.
La historia se centra en los dos hombres que levantaron la empresa, Steve Rubell
e Ian Schrager, dos amigos de la infancia que se repartieron los
papeles de la discoteca. Rubell era el relaciones públicas y Schrager el
cerebro.
Los entresijos y bambalinas de cómo se puso en pie aquel
proyecto es lo más interesante de una historia que no acaba de
aprovechar su material.
Studio 54 se inventó una forma de
jugar con la carta de las celebridades que aún perdura.
Una estrategia
que Rubell y Schrager supieron aprovechar con picardía: contrataron a un
par de buenos fotógrafos y les dieron carta blanca para disparar sus flashes.
De Robert de Niro a Diana Vreeland, Capote, Warhol, Liza Minnelli y, cómo no, Bianca Jagger y su caballo blanco.
El
material además no es tan obvio y hay momentos sorprendentes: como una
entrevista a un Michael Jackson de pelo afro y un terrible acné en la
cara, o los travestis que bailaban semidesnudos liberando de prejuicios
una pista de baile que ya no volvió a ser la misma.
Se podría resumir
todo en sexo, drogas, fama y dinero, pero sería injusto no admitir que
para lograr que todo eso junto no descarrilase (como finalmente ocurrió)
hizo falta al menos un segundo de innegable talento.
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