Me impactó no haberme dado ni cuenta hasta ese momento de que estábamos a 23 de febrero (por eso emitían la película), porque durante muchos años fue una fecha sombría resaltada con un escalofrío en el calendario.
Qué maravilla haberla olvidado; qué saludable esta desmemoria que normaliza aquella anomalía que fue el golpe de Estado.
La película ya estaba avanzada cuando llegué a ella y, por lo que vi, me pareció un docudrama bastante convencional.
Pero su aspecto semidocumental hizo que cayera sobre mí una catarata de recuerdos en los que hacía mucho tiempo que no pensaba.
Aunque no me gusta vivir mirando hacia atrás y siempre me burlé con afecto de los abuelos empeñados en contar sus batallitas, de repente he sentido la compulsión de ocupar mi lugar en ese escalafón vital hacia la nada y empezar a narrar alguna escaramuza propia de mi condición de testigo añoso.
Cómo explicar, en primer lugar, el miedo que pasamos en la Transición.
Miedo a noches de cuchillos largos; a que vinieran los fachas a matarnos a todos, como hicieron con los abogados de Atocha; circulaban listas con nombres de personas a las que supuestamente iban a ejecutar, y baste decir que en ellas aparecía hasta yo (una periodista de veintitantos años que no militaba en ningún partido ni tenía ningún poder) para comprender que eran listas locas que incluían a todo el mundo.
Miedo a la violencia general y real: en la Transición murieron decenas de manifestantes a manos de la policía o la extrema derecha (y había 90 víctimas de ETA cada año).
Miedo a que los fascistas nos pusieran una bomba: en los periódicos nos desalojaban por amenazas día sí y día no, y al final estallaron dos bombas, una en EL PAÍS y otra en El Papus, que mataron a dos trabajadores.
Miedo, en fin, al estrepitoso ruido de sables, la amenaza perenne de un levantamiento militar.
Me enteré del golpe cuando llegaba a una reunión de la Coordinadora de Asociaciones Feministas en la calle del Barquillo. Una mujer nos esperaba en el portal para decirnos que se había suspendido la reunión y que nos fuéramos corriendo: la sede feminista había sido amenazada repetidas veces por los fascistas. Cuando llegué a mi casa, el vecino, con quien jamás había hablado, aporreó mi puerta con un transistor pegado a la oreja, me preguntó si sabía algo y dijo, para mi total pasmo, que venía de “quemar los archivos” (ahí me enteré de que era un antiguo librero comunista). Fueron horas delirantes, una pesadilla.
¿Habría que huir de España? ¿Y por dónde mejor, por la frontera portuguesa? Pero no, de ninguna manera, ¿por qué nos van a echar estos canallas de nuestro país?
Recuerdo la furia, la desesperación y la pena: otra vez no, por favor, otra vez no.
¿Es que íbamos a ser siempre un país maldito? ¿Nunca nos convertiríamos en una verdadera democracia, nunca superaríamos esta violencia?
Llevábamos cinco años tejiendo con sangre un futuro común, construyendo un sueño, y ahora nos lo arrebataban a punta de pistola.
Sí; la pena, más que el miedo, es mi mayor recuerdo del 23-F.
En diciembre de ese 1981, la víspera del día de la Constitución, me despertó el ruido de transportes pesados.
Yo vivía relativamente cerca de la División Acorazada Brunete e inmediatamente pensé que eran los tanques que se dirigían a tomar Madrid (seguíamos temiendo que dieran otro golpe). Medio dormida, horrorizada, me vestí a toda prisa, me metí en mi coche dos caballos, le destrocé una aleta al desaparcar de los puros nervios, y conduje escopetada hasta el puente cercano, sobre el que vi pasar, con civil y pacífica parsimonia, a las cuatro de la madrugada, en la ciudad dormida, varios camiones transportando enormes vigas.
Qué feliz me sentí con mi chapa rota. ¿Y a dónde quiero llegar con todo esto? A intentar transmitir lo intransmisible.
A señalar lo mucho que nos ha costado tener lo que tenemos. Y a resaltar lo valioso que es, pese a todos los peros.
Cuidemos de nuestra democracia, de nuestra convivencia.
Porque lo que no se defiende puede perderse.
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