Viejas glorias de Hollywood a veces caían por mi Sur de Tenerife, a los 17, a los 19 años.
No es que las buscara: a través de aquel productor catalán, de aquel
guionista californiano, de aquella desvencijada actriz española, subía
hasta ellas, de cerca la noche.
También llegaban, mediando diciembre, los moteros de California. Con
ellos no hice más que compartir cervezas, mientras aceleraban las Harley-Davidson al borde de un mar oscuro, que se tranquilizaba junto a las piedras del pequeño muelle.
Todo esto, todo esto habla de una mirada directa al sol: Te cegaban y se desvanecían, aquellas glorias.
Y luego quedaban los contornos, un reverbero tenue, el umbral que ahora
sé que pertenece al recuerdo, ya felizmente sin ataduras.
Ay del recuerdo liberado, un tanto así de verdad (según los ojos), otro
tanto así de impresión zafada, como los barcos, a los que se les
rompían los amarres en furiosos diciembres del Sur de Tenerife, cuando
los globos aerostáticos el alisios los volcaba en cualquier otra mitad
del mundo.
Noches hubo de subir hasta aquellos rostros, que eran máscaras de
arcilla, zafra y perfumes, voces en idiomas ajenos y, no obstamte, de
la misma garganta.
Cuando en algún pasaje de Madame traduje el efecto de aquellas fiestas, el cerebro pininsular de turno tildó de cosmopolita la novela; ahora hasta es posible que pase la semana santa en Dalmacia ese dechado, esa española inteligencia.
Vuelven a mí -y no sé por qué, ni tampoco voy a perder el tiempo en
buscar motivos- aquellos rostros, aquellos cuerpos nocturnos.
Yo no quiero que te mueras en mí, memoria.
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