La obra maestra de Juan Marsé conserva la ambición y la frescura con las que ganó el Premio Biblioteca Breve en 1965.
Juan Marsé (Barcelona, 1933) tenía 32 años cuando ganó el premio Biblioteca Breve (Seix Barral) con Últimas tardes con Teresa.
Hace 55 años él era el joven de la contraportada del libro con suéter alto y cuello blanco, relativamente bien peinado su pelo rebelde, con un rotulador en la mano, contando algo. Teresa Serrat, la protagonista, no tenía aún 20 años cuando encuentra al Pijoaparte.
Ella aparecía en la portada (en un retrato de Oriol Maspons a Susan Holmquist, su modelo) sentada en un descapotable como el de la ficción de Marsé.
En la edición de 2005, aparte del tipo de letra, sólo cambian la cara del novelista, que mira a la cámara (de Jaume Sellart) y el extenso curriculum de quien ha ganado casi todos los premios desde que obtuvo el de mayor prestigio en la literatura española de los años 60
. El pelo ya es blanco y escasea; el rictus camina hacia el silencio, aunque media sonrisa aguarda a que el retratista remate su faena. La camisa, otra vez, es blanca, y detrás hay plantas de un jardín trasero.
¿Y Teresa? Teresa no ha variado.
Ni por ella ni por la novela han pasado esos 55 años que hay desde la memoria de aquella ficción a esta que regresa en la relectura. José Manuel Caballero Bonald, de los mejores lectores de Marsé, contemporáneo y amigo suyo, dice en Examen de ingenios (Seix Barral):
“Me complace sobremanera releerlo, entre otras cosas porque ahí vuelvo a frecuentar, debidamente reconfortado, una ruta novelística que me sigue pareciendo una de las más transitables de las promovidas en el último medio siglo”. ç
Y contrasta: “Qué alivio reencontrarse, frente a tantas recientes prosodias de cartón piedra y no escasas proclividades a las negligencias estilísticas del sencillismo, con una prosa narrativa tan fresca, tan competente como la de Marsé”.
Sólo García Hortelano le parece a Caballero rival de Marsé en el campo de esa excelencia.
Pero de esta última lectura, que celebra los 87 años que Marsé cumple el miércoles, sobresale de nuevo aquella sensación de que todos éramos a la vez Maruja, el Pijoaparte e incluso Teresa.
Ese personaje, decía el autor en la nota a una edición que ya no ha tocado, se despertaba a la política “en su jardín de San Gervasio avanzando hacia Manolo con el pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas”.
Están las manchas del tiempo, pero no se ha desvanecido esa frescura que atrae a Caballero Bonald.
Manuel Longares, al que pedí la relectura al tiempo que yo hacía la mía, me ratificó “la excelencia, la vigencia, la ambición que no ha detenido el tiempo”.
Como si se adelantara a todos los tiempos (y a los tiempos de su propia escritura), Marsé acoge en Teresa las narrativas que van a venir, e incluso el desencanto que, en la política y en la universidad, que entonces iban juntas, iban a tachar la impostura y la pedantería que sobresalían en aulas y jardines. Si sólo sobreviviera la esencia de la historia este sería un relato sociológico como aquellos que entonces se nos antojaban biblias. Pero lo que palpita en la relectura de Teresa es la potencia narrativa, el desgarro de la escritura, la paciencia para hacer de las palabras la música propia de un piano recién afinado. Le pregunté ahora a Marsé de dónde podría venirle a su literatura aquella música. Y me respondió por correo electrónico.
Hace 55 años él era el joven de la contraportada del libro con suéter alto y cuello blanco, relativamente bien peinado su pelo rebelde, con un rotulador en la mano, contando algo. Teresa Serrat, la protagonista, no tenía aún 20 años cuando encuentra al Pijoaparte.
Ella aparecía en la portada (en un retrato de Oriol Maspons a Susan Holmquist, su modelo) sentada en un descapotable como el de la ficción de Marsé.
En la edición de 2005, aparte del tipo de letra, sólo cambian la cara del novelista, que mira a la cámara (de Jaume Sellart) y el extenso curriculum de quien ha ganado casi todos los premios desde que obtuvo el de mayor prestigio en la literatura española de los años 60
. El pelo ya es blanco y escasea; el rictus camina hacia el silencio, aunque media sonrisa aguarda a que el retratista remate su faena. La camisa, otra vez, es blanca, y detrás hay plantas de un jardín trasero.
¿Y Teresa? Teresa no ha variado.
Ni por ella ni por la novela han pasado esos 55 años que hay desde la memoria de aquella ficción a esta que regresa en la relectura. José Manuel Caballero Bonald, de los mejores lectores de Marsé, contemporáneo y amigo suyo, dice en Examen de ingenios (Seix Barral):
“Me complace sobremanera releerlo, entre otras cosas porque ahí vuelvo a frecuentar, debidamente reconfortado, una ruta novelística que me sigue pareciendo una de las más transitables de las promovidas en el último medio siglo”. ç
Y contrasta: “Qué alivio reencontrarse, frente a tantas recientes prosodias de cartón piedra y no escasas proclividades a las negligencias estilísticas del sencillismo, con una prosa narrativa tan fresca, tan competente como la de Marsé”.
Sólo García Hortelano le parece a Caballero rival de Marsé en el campo de esa excelencia.
Maruja y Pijoaparte
A las ediciones que manejó el tiempo les ha añadido sus manchas, incluso físicas (un ejemplar cayó en el lodo en 1966 y a otro las torpezas de la edad tardía lo inundaron de café el día en que acabó 2019).Pero de esta última lectura, que celebra los 87 años que Marsé cumple el miércoles, sobresale de nuevo aquella sensación de que todos éramos a la vez Maruja, el Pijoaparte e incluso Teresa.
Ese personaje, decía el autor en la nota a una edición que ya no ha tocado, se despertaba a la política “en su jardín de San Gervasio avanzando hacia Manolo con el pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas”.
Están las manchas del tiempo, pero no se ha desvanecido esa frescura que atrae a Caballero Bonald.
Manuel Longares, al que pedí la relectura al tiempo que yo hacía la mía, me ratificó “la excelencia, la vigencia, la ambición que no ha detenido el tiempo”.
Como si se adelantara a todos los tiempos (y a los tiempos de su propia escritura), Marsé acoge en Teresa las narrativas que van a venir, e incluso el desencanto que, en la política y en la universidad, que entonces iban juntas, iban a tachar la impostura y la pedantería que sobresalían en aulas y jardines. Si sólo sobreviviera la esencia de la historia este sería un relato sociológico como aquellos que entonces se nos antojaban biblias. Pero lo que palpita en la relectura de Teresa es la potencia narrativa, el desgarro de la escritura, la paciencia para hacer de las palabras la música propia de un piano recién afinado. Le pregunté ahora a Marsé de dónde podría venirle a su literatura aquella música. Y me respondió por correo electrónico.
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