Puede que a sus casi 80 años sea un artista en la cumbre, pero es un hombre en Marte.
El entrevistado, un señor principalísimo y casadísimo, ya difunto, me abrió con un batín de seda sin nada debajo, me dio la mano blanda sosteniendo la mía mucho más de la cuenta y me llevó a un salón con los cortinones echados y un aria sonando de fondo.
Así, a la luz de un aplique, me ofreció una butaca, se repantigó en un diván enfrente y se puso a perorar de sus problemas genitales como para romper el hielo.
De tanto en tanto cruzaba las piernas y alababa mis atributos.
No le increpé, no salí corriendo, no le puse en su sitio.
Hice la entrevista, aguanté el tipo y me fui con más asco que miedo, dado que al minuto vi que era inofensivo.
Me llamó al trabajo. No contesté. Debió de aburrirse. Conté lo sucedido, sin culpar a nadie, a algún colega y algún jefe. ¿Escándalo? No.
Cosas que pasaban. Nótese el pretérito imperfecto.
Lo narro tantos años después porque, de la entrevista de Jesús Mantilla a Plácido Domingo en este diario, me fascinó el aire de genuino desconcierto de las respuestas.
Meses después de las acusaciones de acoso sexual, Domingo sigue pareciendo un boxeador sonado.
Él solo fue galante. Nadie le increpó, nadie le puso en su sitio, nadie salió corriendo.
Las costumbres han cambiado, llora. Ciertamente.
Hoy yo no entrevistaría a un señor en bata. Quizá tampoco nadie me recibiría de tal guisa, lo digo antes de que lo digan.
Domingo no se querellará contra sus acusadoras, dice, magnánimo. No es su estilo.
El estilo de cierto caballero, no solo español, que no entiende que las señoras ya no toleran lo intolerable.
“Ya no se puede decir nada a una mujer”, se lamenta el divo.
Y digo yo: ¿en qué planeta vive?
Entre quienes defienden a ciegas al acusado o a las acusadoras, me quedo con ese extrañamiento.
Puede que, a los casi 80, Plácido sea un artista en la cumbre, pero es un hombre en Marte.
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