Nido o condena
HE
AQUÍ UN cuento (real) de Navidad.
Como últimamente me paso los días en
el AVE, en el ir y venir he sido testigo de dos escenas ejemplares.
La
primera: una pareja de ochenta y muchos años sube al vagón. Son
delgaditos, quebradizos; él lleva una bolsa de viaje que alza con
dificultad hasta la balda mientras la mujer le sujeta por detrás para
que no se desequilibre al levantar el peso: se nota que lo tienen muy
ensayado.
A continuación, se sientan y se ríen, visiblemente satisfechos
de haber salvado con suficiente pericia el difícil trámite de llegar a
la estación, subirse sin errores al maldito vagón, encontrar su sitio y
colocarlo todo.
Son un equipo.
Les contemplo a hurtadillas durante todo
el trayecto: se sonríen, se acarician la cara, se agarran a menudo de la
mano, mientras yo voy muriéndome de añoranza y envidia ante ese triunfo
final del amor longevo.
Segunda escena: otra
pareja heterosexual y octogenaria, aunque quizá más joven.
También más
rollizos, más enérgicos, sobre todo él, que avanza por el pasillo
empujando por delante su propia barriga y una maleta. Bufa, gruñe, habla
en voz muy alta
. Insulta a su mujer, que viene detrás, muy apurada,
arrastrando una bolsa:
“A ver, dame eso, es que eres una inútil, eres
idiota, ya te dije que no trajeras tanto peso”, proclama.
La mujer nos
sonríe con embarazo a todos, un pequeño gesto de disculpa que significa:
“Ya sé que es un borrico pero luego no es tan malo como parece”
. Al fin
se sientan y pasan el viaje sin hablarse, ella contemplando el paisaje
con ojos vacíos, su cabeza escarolada de peluquería como quien lleva una
corona de espinas.
Siempre abrigué,
supongo que como todos, el ensueño de envejecer con alguien.
Alcanzar el
final de mis días junto a una pareja muy veterana con quien pasearía de
la mano por largas alamedas que el sol motearía. En fin, ya no dispongo
de futuro suficiente para amasar a las espaldas tanta vida en común
(aunque no he renunciado a las manos amigas); pero lo que sí he ido aprendiendo con el tiempo es que esa longevidad
exige un esfuerzo descomunal.
Hace 25 años vino a España a presentar un
libro el famoso economista Kenneth Galbraith,
que por entonces tenía 86 años.
Su editor lo llevó a cenar con su
mujer, también octogenaria, diminuta y muy frágil.
En un momento de la
cena, la anciana se levantó para ir al baño. Ayudada de una garrota,
inestable y temblequeando, tardó una infinidad en llegar a la puerta, y
durante ese tiempo algo angustioso los dos hombres la contemplaron sin
hablar.
Pero cuando al fin desapareció, Galbraith exclamó, embelesado: “Isn’t she beautiful?”
(¿no es maravillosa?).
Esta conmovedora historia me ha acompañado en
las últimas décadas; pero estoy segura de que tanto en el caso de
Galbraith como en el de mi bella pareja del AVE, esa supervivencia se ha
ganado en mil batallas, superando quizá infidelidades, desencuentros,
incomprensiones.
Hay que ser muy valiente, muy comprometido y muy
generoso para luchar por un amor contra el desgaste del tiempo.
En 2018 hubo 163.430 matrimonios (35.000 menos que 10 años
antes y sólo el 25% por la Iglesia) y 99.444 divorcios y separaciones,
lo que quiere decir que, de cada diez parejas, seis acaban mal.
Pues
bien, estoy convencida de que un puñado de esas parejas hubieran podido
salvarse luchando contra las inseguridades, la rutina, el egoísmo.
Pero,
por otra parte, también estoy segura de que en ese cómputo faltan
muchos divorcios que deberían haberse producido.
Porque otra cosa
esencial que he aprendido es que, cuando una convivencia es tóxica,
cuando quita más de lo que da, cuando hiere y raspa, sólo puede empeorar
con el tiempo.
Qué pena me dan esas parejas longevas que se odian y
maltratan pero siguen juntas, resignadas a una vida penosa porque se
sienten demasiado mayores para romper.
Yo creo que nadie es lo
suficientemente viejo como para no divorciarse; creo que cada año de
vida que nos quede, cada mes, cada hora, equivale a una existencia
entera.
Hay que morir viviendo plenamente.
En estos días navideños en
los que tanto se ensalza tópicamente a la familia, pensemos si esa
familia es de verdad un nido por el que luchar o una condena.
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