Dos décadas de antipatía
En la cabeza de muchos se aposentó la idea de que todo el mundo era culpable “de algo” y merecía ser castigado.
Dos décadas de antipatía
DEJEMOS A LOS gobernantes de hace cuatro domingos
y volvamos, pues, al costumbrismo.
Miremos un poco más, con los ojos de mañana, las dos primeras décadas del siglo XXI, aquel tiempo en el que la gente solía estar muy satisfecha de sí misma, se consideraba “supersolidaria”, “empática” a más no poder, y se afanaba en buscar “causas” (eso tan propio de las personas tristes), y, si no las hallaba, se las inventaba.
Se decidió que había que poner fin a toda injusticia, discriminación e “invisibilidad”, que al pasado había que castigarlo y la historia modificarla, es decir, falsearla.
Lo que ocurrió y no nos gusta, o nos parece condenable, neguemos que ocurrió o cambiémoslo, los hechos no importan y la verdad aún menos.
El resultado de todo esto fueron nuevas o viejas injusticias, discriminaciones e “invisibilidades”, una absoluta falta de entendimiento de lo que había sido avanzado y beneficioso en cada época (según aquellos soberbios, todo el pasado había sido un error repugnante), y, en consecuencia, un desmedido aumento de la intolerancia.
Nadie estaba a salvo: a los individuos se los censuraba por utilizar plástico, por viajar en avión, por ir en coche, por comer carne, por beber, por fumar, por follar y sobre todo por intentarlo, por ser madrileño o parisino o extremeño, por oponerse y por no oponerse a algo, por defenderlo y por no defenderlo.
No había manera de acertar, uno siempre se la cargaba.
Todo era criticable y casi nadie estaba nunca contento con nada.
A toda actitud se le veían defectos espantosos y no había sujeto que
no cometiera pecado: si uno se disfrazaba de mariachi se estaba burlando
de los mexicanos; si de torero, de los españoles; si se ponía un kilt, de los escoceses.
Miremos un poco más, con los ojos de mañana, las dos primeras décadas del siglo XXI, aquel tiempo en el que la gente solía estar muy satisfecha de sí misma, se consideraba “supersolidaria”, “empática” a más no poder, y se afanaba en buscar “causas” (eso tan propio de las personas tristes), y, si no las hallaba, se las inventaba.
Se decidió que había que poner fin a toda injusticia, discriminación e “invisibilidad”, que al pasado había que castigarlo y la historia modificarla, es decir, falsearla.
Lo que ocurrió y no nos gusta, o nos parece condenable, neguemos que ocurrió o cambiémoslo, los hechos no importan y la verdad aún menos.
El resultado de todo esto fueron nuevas o viejas injusticias, discriminaciones e “invisibilidades”, una absoluta falta de entendimiento de lo que había sido avanzado y beneficioso en cada época (según aquellos soberbios, todo el pasado había sido un error repugnante), y, en consecuencia, un desmedido aumento de la intolerancia.
Nadie estaba a salvo: a los individuos se los censuraba por utilizar plástico, por viajar en avión, por ir en coche, por comer carne, por beber, por fumar, por follar y sobre todo por intentarlo, por ser madrileño o parisino o extremeño, por oponerse y por no oponerse a algo, por defenderlo y por no defenderlo.
No había manera de acertar, uno siempre se la cargaba.
Todo era criticable y casi nadie estaba nunca contento con nada.
Si un actor blanco interpretaba un papel que no fuera de blanco, incurría en indignante “apropiación cultural”.
Nadie se quejaba, en cambio, de que legiones de asiáticos tocaran
piezas de Haydn, Mozart o Beethoven, ni de que un negro hiciera de Duque
de Gloucester en una obra de Shakespeare.
Las prohibiciones solían ser
unidireccionales.
Las personas andaban cabreadas
permanentemente.
Muchas se levantaban planeando a quién podrían destruir
durante su jornada, como si ese fuera su único aliciente.
Se les
entregó una herramienta de la que se hicieron esclavas: las redes
sociales.
Se les hizo creer que con ellas tenían poder, que sus
denuestos ya no se quedarían en la esfera de lo privado, sino que el
mundo entero sabría de sus malignidades.
Ignoraban que la mayoría de las
“campañas” estaban orquestadas y eran ficticias; que incontables
“usuarios” en realidad no existían, eran bots de Rusia, China o
de multinacionales, o bien un grupo de machacas encerrados en una
granja o un garaje, que multiplicaban sus consignas y así engañaban a
los pardillos: “las redes arden” y demás sandeces, cuando lo único que
echaba humo eran los dedos de los machacas atrincherados.
Fuera como
fuese, esa herramienta dio a los individuos dos sensaciones: de potencia
y de impunidad, ya que nadie utilizaba su nombre.
El anonimato y la masa son infalibles pruebas para medir la calaña de
cada uno: si alguien sabe que no habrá represalias y que ni siquiera
deberá encararse con quien está calumniando o insultando, nada le impide
ser cruel —si su índole es cruel—.
Así que una porción de la población
se sintió libre de soltar veneno a raudales contra sus semejantes.
Con
frecuencia los más ponzoñosos eran quienes se consideraban más rectos,
benefactores y “empáticos”.
Si un torero era herido, los animalistas se
apresuraban a desearle la muerte con terrible agonía, y si se moría un
niño que había manifestado su afición a los ruedos, los empáticos
aplaudían.
Si un policía estaba gravísimo en el hospital, había
independentistas muy rectos cruzando los dedos por que la palmara.
Si
alguien ganaba un premio o tenía éxito, ya podía prepararse para una
lluvia de improperios.
Y si no ganaba nada y fracasaba, los mismos
millares de amargados lo celebraban y le deseaban que jamás se
recuperara.
La sociedad (no toda, claro) desarrolló una vocación de
turba perseguidora, apenas distinta de la que inspiraba los
linchamientos, ya saben: si el crimen es colectivo y se ampara en la
multitud que lo comete, no hacen falta pruebas ni juicio, es un crimen
“del pueblo”, esto es, de nadie.
Lo peor fue que en la cabeza de muchos se aposentó la idea de que todo el mundo era culpable “de algo” (aunque fuera retroactivamente) y merecía ser castigado.
Con la excepción, claro está, de cada turba
perseguidora.
Pero como no se recordaba nada de lo acontecido, o se lo
había falseado, se ignoraba que las turbas furiosas necesitan alimentar
su persecución, y que los siguientes en la lista de perseguibles siempre
son los perseguidores primeros.
No por otro motivo (basta un solo
ejemplo reciente) el perseguidor Gabriel Rufián fue tachado de “traidor” por sus propios correligionarios hace unas semanas.
Pero descuiden, porque quienes se lo llamaron acabarán también perseguidos.
Lo más suave que puede decirse de aquellas décadas iniciales del XXI
es que fueron tan idiotas como ceñudas, y tan retrógradas como
antipáticas.
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