Las mujeres de entre 30 y 40 años tienen hoy trabajos, sueldos, relaciones y futuros más precarios e inciertos. Muchas temen no poder ver nunca el día de ser madres.
Parí a mis hijas a los 30 y los 34 años, cuando quise, y cuando creí que podría abordar el reto sin demasiadas renuncias.Disponía de una pareja, una casa, dos sueldos, todos supuestamente estables.
Pese a tantas certezas, para conservar empleo y estatus, tuve que criar a mis niñas por teléfono, hasta el punto de que un día me vino la pequeña llorando porque le habían dicho en el cole que su mamá estaba muerta.
El resultado, dos décadas, un divorcio y varias pérdidas más tarde, son dos hijas a cargo, un miedo cerval a perder ingresos, y una culpa como un yugo de hierro.
No me quejo. Soy una privilegiada.
Desde entonces, he visto a colegas más jóvenes ser primerizas mucho más viejas y no conformarse con telecriar a su prole. Sacarse la leche en el curro para amamantar a sus cachorros más allá de la baja.
Renunciar a ascensos y aceptar peores destinos para saber cuándo entran y salen.
Pero también pelear por la conciliación en los despachos y en la calle, disfrutar de opciones que no tuvimos las mayores y recibir en sus móviles imágenes de sus bebés jugando en la guardería mientras ellas dirigen equipos.
Ole sus ovarios. Pero parece que la cadena, frágil, puede romperse.
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