La relación del compositor Ernesto Lecuona y un joven, entonces alocado,
dio pie al menos a una canción de despecho, según la autora.
QUERIDO PANCHO: Usted, que tenía respuesta para todo, dígame: ¿por
qué cuando nos dicen que hagamos una carta pensamos en el amigo muerto?
Me gustaría que leyera esta.
Hace unos años, cuando me avisaron que se
había puesto grave, corrí al hogar de ancianos donde agonizaba y le hice
una prueba para averiguar cuán claro estaba todavía.
Le dije: “Cánteme
la canción que le compuso Ernesto”.
Abrió los labios secos, trasteados por la muerte. Su voz, un hilo de ultratumba, salió afinada:
“Te he visto pasar, indiferentemente, y ni una emoción se apoderó de mí”.
Siempre se arrepintió de que su juventud alocada lo llevara a separarse de su gran amor, el insigne compositor cubano Ernesto Lecuona.
El momento en que surgió el flechazo me lo contó mil veces. En esa
época, mediados de los años treinta, usted tenía 16.
Era atlético, buen
nadador desde chiquito, con unos ojos verdes que mataban y un bigotito
cómplice de los ardientes labios.
El maestro Lecuona, sentado a una de
las mesas de Los Aires Libres, esa terraza del paseo del Prado donde
tocaba la primera orquesta de mujeres, lo vio pasar y saludar a un amigo
en común.
“Preséntamelo”, le suplicó Lecuona.
El amigo se resistió. Usted, a tan tierna edad, ya era el amante de un
famoso tenor de zarzuelas.
Al maestro no le importó: “Preséntamelo”.
Se enamoraron en el acto y Lecuona se lo llevó a su finca, La
Comparsa.
Viviendo en ella alcanzó la mayoría de edad, realizó su sueño
de coger clases de pintura y, como si fuera poco, asistió a momentos
álgidos de la pasión cubana, como cuando Bola de Nieve se refugió entre
ustedes, destrozado por la ruptura con su adorado novio, que era
policía.
O como cuando Ernestina Lecuona, compositora hermana del
maestro, dolida por lo que consideraba alta traición, juró que jamás
volvería a ver a Esther Borja, amiga y musa de Lecuona.
Pero la infiel
siguió frecuentando La Comparsa porque debía ensayar allí.
Me daba risa
cuando usted me contaba que, al anunciar que había llegado la cantante,
el mayordomo se asomaba lívido al salón del piano: “Ahí viene la Borja”.
Ernestina dejaba lo que estuviera haciendo y corría a encerrarse en su
cuarto.
Algún tiempo después de abandonar la finca, donde terminó por
sentirse como un pajarito enjaulado, coincidió con Lecuona, de pasada,
en el enjambre de Los Aires Libres.
A los dos días, el maestro compuso
la canción del despecho y le mandó la partitura original, que usted, tan
caprichoso coño, rompió en pedazos.
Quiero que sepa que guardé como un tesoro las cartas que se cruzaron
siendo ya maduros, mientras Lecuona vivía en Tampa e intentaba crear
nuevas operetas, encargándole que dibujara los bocetos.
Terminé
donándolas a una universidad, aunque me quedé con una. Fui incapaz de
desprenderme de esa porque en ella hay una línea inacabada y clave: “Tú
sabes muy bien…”.
Yo querría pensar que Lecuona estuvo a punto de escribir lo mismo que
pone en su canción: “Tú sabes muy bien que fuiste mi locura”. Pero
habían pasado los años.
El maestro se acercaba al final, que lo
sorprendió en Tenerife. Usted murió mucho más tarde, aquí en San Juan,
llevándose en la boca el sabor de ese canto que balbuceó porque se lo
pedí.
Descanse en brazos del genial fantasma.
No se le ocurra seguir de largo nunca, pero nunca más.
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