“Tiembla la tierra a nuestro paso / Pedimos el habla”: cómo recuperar a escritoras latinoamericanas olvidadas.
Numerosas autoras talentosas han sido marginadas de la historia de la literatura.
La poeta Luna Miguel las reivindica en su nuevo libro.
“La poesía no da de comer, aunque la amo profundamente y me ha ayudado a soportar trances muy duros de mi vida”.
Lo dijo Glauce Baldovin en una entrevista después de retirarse como profesora de talleres de poesía.
La argentina, nacida en Río Cuarto en 1928, se dedicó con pasión a las palabras, pues todo lo que la literatura le daba parecía llenar cuanto la vida le había ido quitando.
Baldovin fue militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores y en 1976 pudo ver cómo la dictadura le arrancaba a su hijo, desaparecido tras un arresto clandestino durante su servicio militar.
Baldovin no quería llamarlo “desaparición”, sino “secuestro”.
La ausencia le dolió tanto que le llevó a dedicar una veintena de poemas a todos los desaparecidos por la violencia dictatorial en Argentina.
Recogidos en su poesía completa Mi signo es de fuego (Caballo Negro, 2018), tal vez aquellos fueran sus versos más hondos:
“Yo sé que estoy parada sobre muertos sin tumbas sin cruces sin montículos / que quizá camino sobre ellos / o que escupo en la tierra que los guarda”.
En verdad, no hay nada más que hondura en la obra de Baldovin, para quien la pobreza, la pérdida y el síndrome de impostora fueron una constante.
En uno de los prólogos a Mi signo es de fuego, Elena Anníbali asegura que la obra de la argentina podría resumirse en una palabra: despojo.
Y cree que esa palabra no sólo define el carácter visceral de Baldovin, sino que desgraciadamente también dibuja el recuerdo de una escritora que el canon literario de Argentina ocultaría como al más mundano de los desechos.
Glauce Baldovin, fallecida en 1995 y cuya poesía es difícil de encontrar incluso en el circuito de librerías de su país de origen, se convirtió así en otra de las muchas escritoras que todavía hoy esperan al margen de la Gran Historia de la Literatura, pero que poco a poco y gracias al trabajo de muchas estamos empezando recuperar.
La misma Anníbali lo asegura así en el prólogo:
“La Historia, en tanto que relato oficial y de conveniencia, la escriben los vencedores.
Pero detrás, a los costados, por encima, evadiéndose por las grietas del mismo relato clausurado […] van colándose la memoria personal, la memoria social, que complejizan y muchas veces socavan aquella primera Verdad”
. Entonces, ¿esa es la manera de recuperar la escritura de las mujeres?
¿Ha llegado el momento de hablar desde la grieta? ¿Para eso era necesaria nuestra participación en las campañas de #LeoAutorasOct o en el Día de la Escritora?
¿Nos corresponde a nosotras el trabajo de barrer la tierra y escarbar con las uñas hasta dar con la vasija, y luego con el hueso, y luego con la roca, hasta desvelar el yacimiento?
Leer a Glauce Baldovin nos concede una respuesta a todas esas preguntas: “El silencio es la violencia / pero más violencia es mezclar las palabras / confundirlas / trastocarlas / para que el silencio se vuelva error”.
Glauce Baldovin, fallecida en 1995 y cuya poesía es difícil de encontrar incluso en el circuito de librerías de su país de origen, se convirtió así en otra de las muchas escritoras que todavía hoy esperan al margen de la Gran Historia de la Literatura, pero que poco a poco y gracias al trabajo de muchas estamos empezando recuperar.
Como nos lo concede el cuidado de Ana Ilce Gómez (1945-2017), originaria de la comunidad indígena de Monimbó, de Nicaragua, y autora de una obra breve pero imponente que en 2008 recogió Sergio Ramírez en una edición de Pre-Textos:
“Pedimos la memoria y los recuerdos / Cruje la tierra a nuestro paso / Pedimos la sal y la ventura / Tiembla la tierra a nuestro paso / Pedimos el habla”.
Como nos lo concede la poesía de Carmen Ollé (1947), uno de los iconos de la poesía de Perú, que, aunque tiene una obra extensa y reconocida, es siempre recordada por haber firmado Noches de adrenalina, uno de los textos más importantes de la literatura feminista latinoamericana:
“¿Escribir es una veleidad que dice o disiente / para una mujer casada? / ¿Sylvia Plath y su Hollywood sin ventanas / o las cartas revolucionarias de Diane di Prima? / ¿La liberación del planeta parte de mi liberación / y esta necesidad es elitista? /
Un cuerpo que sufre insoportablemente exige / al margen del sistema solar y las estrellas / su liberación inmediata”.
O como nos lo concede el humor de Rosario Castellanos (1925-1974), quien, como otras mujeres de la literatura mexicana de principios de siglo XX —Josefina Vicens, Elena Garro, Pita Amor, Enriqueta Ochoa…—, ha tenido problemas para perdurar en las grandes bibliotecas, tal vez debido a esa militancia que algunos le afeaban:
“¿Mujer de ideas? No, nunca he tenido una. / Jamás repetí otras (por pudor o por fallas nemotécnicas). / ¿Mujer de acción? Tampoco. /
Basta mirar la talla de mis pies y mis manos. / Mujer, pues, de palabra.
No, de palabra no. / Pero sí de palabras, / muchas, contradictorias, ay, insignificantes, / sonido puro, vacuo, cernido de arabescos, / juego de salón, chisme, espuma, olvido.
/ Pero si es necesaria una definición / para el papel de identidad, apunte / que soy una mujer de buenas intenciones / y que hay pavimentado / un camino directo y fácil al infierno”.
Dice la poeta Amalia Bautista en una introducción a la antología Juegos de inteligencia (Renacimiento, 2011), de Rosario Castellanos, que “quizá sorprenda su falta de pudor para hacer público lo privado, para lanzarse a la autobiografía desde cualquier género literario.
En el fondo y sin esfuerzo, ella sabía que estaba hablando de una biografía universal”.
Esa confianza de Bautista en que de una vez por todas empecemos a leer la literatura escrita por mujeres con los ojos vacíos de prejuicios me recuerda a esa otra cita de Chris Kraus en la que la novelista estadounidense se preguntaba “por qué todos piensan que las mujeres se degradan a sí mismas cuando exponen las condiciones de su degradación”.
En ambos casos, lo que se exige es la aceptación de la biografía de la escritora como tema literario.
La aceptación de sus despojos, de sus miserias, de cualquier otro aspecto de su vida que ella quiera utilizar en su escritura.
Pero es que recuperar la escritura de las mujeres no tiene que ver
sólo con lo que ellas escriben, sino desde dónde lo escriben.
Porque tal vez la poesía no dé de comer, pero el cuerpo que la escribe sí necesita alimentarse de un reconocimiento que a fuerza de contradecir a los autoproclamados “vencedores” hoy parece iluminarse.
Y queda mucho trabajo.
Pero como canta Baldovin:
“No eligió el silencio. Quizá desde niña alguien la fue empujando. Alguien le dijo no te tires al suelo no saltes la soga no toques ese gato. Alguien que hablaba mucho. Que no escuchaba. ¿Quién sabe?”.
Lo dijo Glauce Baldovin en una entrevista después de retirarse como profesora de talleres de poesía.
La argentina, nacida en Río Cuarto en 1928, se dedicó con pasión a las palabras, pues todo lo que la literatura le daba parecía llenar cuanto la vida le había ido quitando.
Baldovin fue militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores y en 1976 pudo ver cómo la dictadura le arrancaba a su hijo, desaparecido tras un arresto clandestino durante su servicio militar.
Baldovin no quería llamarlo “desaparición”, sino “secuestro”.
La ausencia le dolió tanto que le llevó a dedicar una veintena de poemas a todos los desaparecidos por la violencia dictatorial en Argentina.
Recogidos en su poesía completa Mi signo es de fuego (Caballo Negro, 2018), tal vez aquellos fueran sus versos más hondos:
“Yo sé que estoy parada sobre muertos sin tumbas sin cruces sin montículos / que quizá camino sobre ellos / o que escupo en la tierra que los guarda”.
En verdad, no hay nada más que hondura en la obra de Baldovin, para quien la pobreza, la pérdida y el síndrome de impostora fueron una constante.
En uno de los prólogos a Mi signo es de fuego, Elena Anníbali asegura que la obra de la argentina podría resumirse en una palabra: despojo.
Y cree que esa palabra no sólo define el carácter visceral de Baldovin, sino que desgraciadamente también dibuja el recuerdo de una escritora que el canon literario de Argentina ocultaría como al más mundano de los desechos.
Glauce Baldovin, fallecida en 1995 y cuya poesía es difícil de encontrar incluso en el circuito de librerías de su país de origen, se convirtió así en otra de las muchas escritoras que todavía hoy esperan al margen de la Gran Historia de la Literatura, pero que poco a poco y gracias al trabajo de muchas estamos empezando recuperar.
La misma Anníbali lo asegura así en el prólogo:
“La Historia, en tanto que relato oficial y de conveniencia, la escriben los vencedores.
Pero detrás, a los costados, por encima, evadiéndose por las grietas del mismo relato clausurado […] van colándose la memoria personal, la memoria social, que complejizan y muchas veces socavan aquella primera Verdad”
. Entonces, ¿esa es la manera de recuperar la escritura de las mujeres?
¿Ha llegado el momento de hablar desde la grieta? ¿Para eso era necesaria nuestra participación en las campañas de #LeoAutorasOct o en el Día de la Escritora?
¿Nos corresponde a nosotras el trabajo de barrer la tierra y escarbar con las uñas hasta dar con la vasija, y luego con el hueso, y luego con la roca, hasta desvelar el yacimiento?
Leer a Glauce Baldovin nos concede una respuesta a todas esas preguntas: “El silencio es la violencia / pero más violencia es mezclar las palabras / confundirlas / trastocarlas / para que el silencio se vuelva error”.
Glauce Baldovin, fallecida en 1995 y cuya poesía es difícil de encontrar incluso en el circuito de librerías de su país de origen, se convirtió así en otra de las muchas escritoras que todavía hoy esperan al margen de la Gran Historia de la Literatura, pero que poco a poco y gracias al trabajo de muchas estamos empezando recuperar.
Como nos lo concede el cuidado de Ana Ilce Gómez (1945-2017), originaria de la comunidad indígena de Monimbó, de Nicaragua, y autora de una obra breve pero imponente que en 2008 recogió Sergio Ramírez en una edición de Pre-Textos:
“Pedimos la memoria y los recuerdos / Cruje la tierra a nuestro paso / Pedimos la sal y la ventura / Tiembla la tierra a nuestro paso / Pedimos el habla”.
Como nos lo concede la poesía de Carmen Ollé (1947), uno de los iconos de la poesía de Perú, que, aunque tiene una obra extensa y reconocida, es siempre recordada por haber firmado Noches de adrenalina, uno de los textos más importantes de la literatura feminista latinoamericana:
“¿Escribir es una veleidad que dice o disiente / para una mujer casada? / ¿Sylvia Plath y su Hollywood sin ventanas / o las cartas revolucionarias de Diane di Prima? / ¿La liberación del planeta parte de mi liberación / y esta necesidad es elitista? /
Un cuerpo que sufre insoportablemente exige / al margen del sistema solar y las estrellas / su liberación inmediata”.
O como nos lo concede el humor de Rosario Castellanos (1925-1974), quien, como otras mujeres de la literatura mexicana de principios de siglo XX —Josefina Vicens, Elena Garro, Pita Amor, Enriqueta Ochoa…—, ha tenido problemas para perdurar en las grandes bibliotecas, tal vez debido a esa militancia que algunos le afeaban:
“¿Mujer de ideas? No, nunca he tenido una. / Jamás repetí otras (por pudor o por fallas nemotécnicas). / ¿Mujer de acción? Tampoco. /
Basta mirar la talla de mis pies y mis manos. / Mujer, pues, de palabra.
No, de palabra no. / Pero sí de palabras, / muchas, contradictorias, ay, insignificantes, / sonido puro, vacuo, cernido de arabescos, / juego de salón, chisme, espuma, olvido.
/ Pero si es necesaria una definición / para el papel de identidad, apunte / que soy una mujer de buenas intenciones / y que hay pavimentado / un camino directo y fácil al infierno”.
Dice la poeta Amalia Bautista en una introducción a la antología Juegos de inteligencia (Renacimiento, 2011), de Rosario Castellanos, que “quizá sorprenda su falta de pudor para hacer público lo privado, para lanzarse a la autobiografía desde cualquier género literario.
En el fondo y sin esfuerzo, ella sabía que estaba hablando de una biografía universal”.
Esa confianza de Bautista en que de una vez por todas empecemos a leer la literatura escrita por mujeres con los ojos vacíos de prejuicios me recuerda a esa otra cita de Chris Kraus en la que la novelista estadounidense se preguntaba “por qué todos piensan que las mujeres se degradan a sí mismas cuando exponen las condiciones de su degradación”.
En ambos casos, lo que se exige es la aceptación de la biografía de la escritora como tema literario.
La aceptación de sus despojos, de sus miserias, de cualquier otro aspecto de su vida que ella quiera utilizar en su escritura.
Porque tal vez la poesía no dé de comer, pero el cuerpo que la escribe sí necesita alimentarse de un reconocimiento que a fuerza de contradecir a los autoproclamados “vencedores” hoy parece iluminarse.
Y queda mucho trabajo.
Pero como canta Baldovin:
“No eligió el silencio. Quizá desde niña alguien la fue empujando. Alguien le dijo no te tires al suelo no saltes la soga no toques ese gato. Alguien que hablaba mucho. Que no escuchaba. ¿Quién sabe?”.
Luna Miguel es poeta, escritora y autora de ‘El coloquio de las perras’, que publica Capitán Swing el 14 de octubre.
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