Por conveniencia de horarios alterno sobre todo los de TVE y la Sexta.
Y es en esta última cadena donde asisto a un fenómeno que hace unos años habría resultado insólito e inadmisible, a saber: la mayoría de los locutores y (principalmente) locutoras no se limitan a dar las noticias con desapasionamiento y neutralidad, dejando al espectador que extraiga sus conclusiones, como solía suceder y es obligado en el buen periodismo, sino que con su tono y sus gestos nos dicen lo que opinan ellos y por tanto lo que debemos opinar.
Es como si hubieran incorporado a sus rostros y voces los emoticonos, emojis o como se llamen.
Así, informan de que tal político ha hecho una declaración determinada, y al hacerlo ponen cara de estupor, o de reprobación, o de asco, o utilizan el sarcasmo tonal.
Es como si añadieran: “Puaff”.
Hay ocasiones en las que sólo les falta apuntar con el pulgar hacia abajo.
Es decir, lejos de contar lo que sucede, lo comentan, lo descalifican, lo condenan, rara vez lo aplauden, con muecas y entonaciones de censura o de condescendencia.
Algo en verdad llamativo y contrario a la más elemental profesionalidad.
Los presentadores de esta cadena no son los únicos en “dirigir” la reacción del espectador, desde luego.
Hasta en TVE he visto atisbos de emoticonos faciales.
En este canal, que debería cuidar al máximo el lenguaje, casi no hay cartel que no esté mal escrito o contenga erratas.
¿Tan difícil es escribir dos líneas como es debido? El uso de nuestra maltratada lengua es un puro disparate.
Hace poco oí esto: “… durante el minuto de silencio para condenar la última víctima de la violencia de género”.
A esa pobre víctima, así pues, no sólo la habían matado, sino que además se la condenaba en todas partes con un mudo minuto de desaprobación.
Una presentadora de la Sexta afirmó que un político había dedicado “palabras gruesas” a otro, como “arrogancia y desprecio”.
Ignoraba yo que, en la exageración tremendista de nuestros medios, dichos vocablos hubieran pasado a ser palabrotas o tacos, porque no otra cosa significa “palabras gruesas”.
Un cineasta al que preguntaban por su nueva película soltó la siguiente “explicación”: “Hay muchas cosas que las puedes sentir de alguna forma, ¿no?”
Pues sí, nadie le contradiría: hay en efecto “muchas cosas”, y si uno las siente, será “de alguna forma”, una gran verdad.
Un comentarista deportivo me dejó boquiabierto: “Con este cabezazo de cabeza se adelantó el Madrid”.
Menos mal que precisó que el cabezazo era de cabeza, porque, si no, cualquiera podría haber entendido que era “de empeine” o “de tacón”.
Otro retransmisor se descolgó con esta maravilla en Movistar: “No ha ganado el Barça todavía fuera de casa… Pero cada partido es un mundo, y cada partido está rodeado de unas circunstancias determinadas en el contexto del juego y también en el contexto de la competición.
Por lo tanto, teniendo en cuenta todo esto…” ” (¿todo el qué, santo cielo?).
Pero lo mejor que he oído en los últimos meses lo aseveró una “autoridad pedagógica” especializada en el aprendizaje de los críos según su proveniencia económica y social:
“Está probado” (cito de memoria, pues su deslumbrante intervención fue en junio o julio) “que los niños de familias con más poder adquisitivo conocen y manejan tres millones más de palabras que los de clases desfavorecidas”.
Considerando que la lengua española consta de unos 90.000 vocablos (y les puedo jurar que nadie se los sabe todos), los niños ricos de ese pedagogo han de ser por fuerza extraterrestres de una civilización muy inventiva y muy superior, para haber “descubierto” tres millones más que los humildes y 2.910.000 más que el mayor memorizador del Diccionario.
Si ya es inaudito que llevaran a semejante sabio al telediario, más asombroso es que tenga un empleo de responsabilidad.
No crean que la prensa escrita está mucho mejor.
Leo en un artículo de alguien muy elogiado que “la democracia española adolece de madurez”.
Es decir que a la autora eso le parece un defecto, ya que “adolecer” significa eso, estar aquejado de un vicio, una enfermedad o un defecto.
Después están las expresiones misteriosas de moda.
He oído y leído varias veces el neoadjetivo “aspiracional”, en contextos como este: “Esa película ni siquiera es aspiracional”. Confieso mi ignorancia, no tengo ni idea de lo que eso quiere decir, si es que algo dice.
Hoy no me cabe más, pero terminaré con un ruego estrictamente personal: procuren, cuantos escriben, dejar de decir a todas horas que un libro, una película, una pintura, “interpelan” al lector o espectador.
Si miran en el Diccionario la primera y principal acepción de ese verbo, comprenderán por qué esa expresión me parece una de las más pretenciosas, huecas y cursis jamás oídas o leídas.
Al menos por quien esto firma, a quien nunca ha “interpelado” ninguna cosa inanimada, la verdad. Por artística que fuera.
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