Hoy quiero confesar, emulando a la Pantoja, que estoy algo cansado con los duques de Sussex, Meghan y Enrique.
De un tiempo a esta parte se han decantado por una campaña victimista
que los ha vuelto cansinos.
Aposté por ellos por ese aspecto de
treintañeros ricos y felices que se casaban de una manera aparatosa pero
con la mamá de Meghan aportando un elemento racial y periférico que no
habríamos imaginado jamás entre los Windsor.
El góspel en la catedral
que rejuveneció a Camilla y, por favor, ese momentazo de empoderamiento
femenino que fue ver a Meghan entrar sola a su propia boda.
No dudé un instante que eran los duques del Cool. Y ahora, todo son lágrimas, quejas y Meghan semirota, declarando en un publirreportaje sobre su viaje a África, que nadie le pregunta cómo se siente.
Meghan, mi amor, coge tus maletas y vete a Japón a hablar con la emperatriz Masako.
Porque la recién entronizada emperatriz japonesa
llevaba deprimida desde los años noventa, cuando entró a formar parte
de la familia imperial.
Afortunadamente, cada vez tomamos más conciencia
de la gravedad de las enfermedades mentales, la mayoría de ellas
silenciosas en su avance y daño, pero cuando Masako entró en esa
espiral, no había redes sociales, ni siquiera móvil, y su familia hizo
un esfuerzo homeopático para ayudarla.
Las familias reales son poco
transparentes incluso hasta en los cuentos de hadas, como demuestran en Maléfica.
Pero este lunes, en esa fastuosa entronización, Masako se sacó ese peso de encima y estuvo radiante,
avanzando perfecta detrás de su hija y dentro de doce kimonos que
dejarían deprimido al diseñador de Gucci.
Mientras la veía casi flotar,
lo tuve claro: Masako tiene que abrir una consulta para ayudar a otras
princesas y duquesas a superar ese terrible tránsito de la depresión
hacia la entronización.
En España, en vez de entronización tuvimos exhumación y fue como si Halloween se adelantara una semana. Lo del féretro en un helicóptero tuvo un cierto aire a Supervivientes
pero sin chapuzón.
Es probable que a Meghan la hayan convencido que la
salida a su tristeza es vociferarla.
Hacerla volar. Ya ocurrió eso
recientemente con Cayetano, el duque de Arjona.
La principal asesora del
publirreportaje emitido en Estados Unidos fue Oprah Winfrey, nada más y
nada menos.
Y Oprah sabe muy bien lo que gusta ver llorar en la
televisión.
Pero se les nota forzados. Meghan quizás sea demasiado
actriz de teleserie.
Enrique, más emotivo, rehace el camino que recorrió su madre en Angola para denunciar las minas antipersonas y aprovecha para informar de que la relación con su hermano ahora está distanciada. O sea, los duques de Sussex tienen los mismos problemas
que los habitantes de Cantora, donde todos parecen vivir con una mina
antipersona debajo de la cama. Y luego Meghan reaparece para soltar eso
de que sus amigos le dijeron que no se casara con Enrique porque la
prensa sensacionalista acabaría con ella. Estuve a punto de apagar la
tele porque me irritó esa manía de tenerlo todo y quejarse de lo difícil
que es. Hay algo en esa ecuación que no funciona. Meghan tiene que
hablar con Masako y no con Oprah en televisión.
Estuve grabando para Univisión en Miami y seguí, desde sus estudios, la presencia de la reina Letizia en la entronización.
Había una calma inquietante, como si una mayoría silenciosa desaprobara los vestidos de la reina. “La diadema parece un homenaje al sashimi”,
dijeron. Agregaron que esa tela era china.
Luego vino la crítica al
traje de noche hasta que espeté: “Para entender bien esos vestidos hay
que estar allí, in situ”.
Un poco como cuando se rumoreaba la homosexualidad de Ricky Martin
y los que defendían lo contrario te decían: “¿Has estado con él para
saberlo?”.
Pues lo mismo con los trajes de la reina. Si no los ves en
persona no puedes evaluarlos.
Letizia, por cierto, sí sabe cómo tratar a
una emperatriz con depresión y el poderoso abrazo que le dio a Masako
también debería dárselo a Meghan.
Fue como reiki pero a lo bestia, y
surtió efecto.
Solo falta que Enrique imite ese gesto del rey Felipe de
llevarle el bolso a su esposa.
Es algo que siempre me ha llamado la
atención: ese momento en que la mujer le transfiere al marido su bolso y
él se lo queda, casi entronizado, con esa naturalidad que solo puede
explicar el amor real.
No hay comentarios:
Publicar un comentario