El 9 de octubre, entre el petardeo de whatsapps, el goteo de gmails
y los trinos de Twitter, recibí una notificación de Google Maps que me
dejó de fibra óptica.
Que sí, que vale, que ya supongo que he debido de
aceptar hasta que me empalen, y que puedo evitar estos episodios si
cancelo la ubicación, el micrófono, la cámara y los datos y vuelvo a
usar el teléfono como si fuera un teléfono y no un criado para todo a
cambio de dejarme analizar hasta las heces.
Pero ese es otro debate.
Lo
que me dejó de grafeno fue el contenido y no el continente. “Tus
actividades de septiembre”, se titulaba el mensaje, y, al abrirlo, casi
me obro encima.
Según el geolocalizador, ese mes estuve en siete
ciudades, visité 15 establecimientos, anduve seis kilómetros y pasé 59
horas a bordo de un vehículo con el móvil a cuestas.
O sea: de casa al
coche, del coche al atasco, del atasco al curro y del curro a casa,
pasando por la gasolinera y el supermercado.
Qué pena me di de mí misma.
Además de constatar que mi vida es una mierda y de jurarme que el lunes
vuelvo al gimnasio que llevo dos años pagando sin ir por si me animo,
confirmé mis peores sospechas de que mi móvil me conoce mejor que mi
tocólogo.
Recordaba todo esto el martes, cuando transcendió que el INE va a pagar a
las operadoras para que nos rastree, saber cómo nos movemos y poder
articular soluciones logísticas.
A pesar de que dicen que se trata de
información anónima y en bruto, la indignación ha sido un tsunami.
Pertinente.
Pero me plantea la paradoja de por qué rechazamos que un
organismo público sepa nuestros movimientos mientras que a Google le
damos nuestra sangre si nos la pide.
Sobre el éxito del rastreo, será
parcial en cualquier caso.
Las grandes preguntas —¿de dónde venimos?,
¿adónde vamos?, ¿por qué empieza esta noche la tercera campaña electoral
en un año?— seguirán sin respuesta.
En cuanto acabe la turra vuelvo al
gimnasio.
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