José Carlos Cataño: el imposible exterminio de una luz.....juan cruz ruiz
Era un escritor sin cesar, y era un poeta hasta cuando no escribía nada.
Dos grandes amigos de entonces venían a despertarme por las mañana al Barrio Nuevo de La Laguna,
donde yo vivía en una casa terrera.
Venían a la hora de las antiguas
lecheras, tocaban a la puerta con la confianza de encontrar adentro a
alguien y cuando ya les abría lo que traían no era leche sino poesía.
Aquellos
dos jóvenes heridos por la poesía y marcados por la alegría y la broma
que anima a todos, a esas edades, a sentirnos inmortales, eran Andrés
Doreste Zamora y José Carlos Cataño. Ellos consideraban que, porque yo
trabaja ya, estaban despertando de un sueño demasiado largo a un burgués
perezoso.
Yo les aguantaba de nueva gana esas bromas porque, a cambio,
me regalaban imaginación y esa alegría de camaradas que entonces parecía
gratis y eternamente duradera.
Ahora ha muerto,
exactamente como del rayo, como aquel amigo de Miguel Hernández, el más
joven de aquellos dos poetas de mis amaneceres. José Carlos Cataño,
nacido en La Laguna en 1954, trasterrado, de buena gana, a Barcelona
veintitrés años más tarde, murió en la madrugada de este viernes en su
casa de allí.
Primero parecía que estaba afectado por algo pasajero, y
luego se le representó, como si matara su luz, el espectro voraz de un
infarto.
Deja a su mujer, Carmina, y a Vera, su hija, desconsoladas. Y
deja en las estanterías muchos libros, el último de los cuales es una
recopilación que Pre-Textos hizo de su poesía.
En el telar cibernético,
me dice su hija, había otros libros recién acabados.
Era un escritor sin
cesar, y era un poeta hasta cuando no escribía nada.
Ahora ha muerto,
exactamente como del rayo, como aquel amigo de Miguel Hernández, el más
joven de aquellos dos poetas de mis amaneceres. José Carlos Cataño,
nacido en La Laguna en 1954, trasterrado, de buena gana, a Barcelona
veintitrés años más tarde, murió en la madrugada de este viernes en su
casa de allí. Primero parecía que estaba afectado por algo pasajero, y
luego se le representó, como si matara su luz, el espectro voraz de un
infarto. Deja a su mujer, Carmina, y a Vera, su hija, desconsoladas. Y
deja en las estanterías muchos libros, el último de los cuales es una
recopilación que Pre-Textos hizo de su poesía. En el telar cibernético,
me dice su hija, había otros libros recién acabados. Era un escritor sin
cesar, y era un poeta hasta cuando no escribía nada.
A
aquella pareja Doreste-Cataño siguieron, para Cataño, otros dúos que
estaban benéficamente heridos por la pasión poética. Con Carlos Eduardo
Pinto escribió, con el seudónimo conjunto Pórfido Santos John, una
novela que fue célebre y que quedó segunda en el mismo premio que
entonces (1974) ganó Félix Francisco Casanova,
un genio que desgraciadamente se fue de este mundo poco después de ese
éxito, a los diecinueve años. Tanto la novela de Félix Francisco (El don
de Vorace) como la de Pórfido Santos John fueron publicadas por el más
benéfico de los editores (y poetas) canarios, Manuel Padorno, con su mujer, Josefina, en Taller de Ediciones JB.
Ese
libro que escribieron Cataño y Pinto como pianistas bien conjuntados
fue el inicio de la doble militancia de ambos en la narrativa y la
poesía.
Ya solo en la vida literaria, convertido en un escritor
obsesivamente dedicado a defender con uñas y dientes la intimidad de la
vida como la afirmación poética de la existencia,
Cataño se hizo un diarista formidable, de carácter unamuniano, que
escribía contra esto y aquello, con esperanza o sin ella, pero siempre
con convencimiento.
Esa autobiografía que constituyen sus diarios
conocieron
En los que cruzan el mar (Pre-textos 2004) un caleidoscopio
de resplandores, de vivos y de oscuros resplandores, porque él fue un
poeta, un narrador, un ciudadano disconforme que abordaba la vida como
si ésta fuera un risco irremediablemente resbaladizo.
Ahí,
en ese libro, en su poesía, sobre todo en su poesía, Cataño se mostró
siempre de cuerpo entero, nunca delegó su personalidad para ponerla a
resguardo de la intemperie. Conoció el dolor e incluso la proximidad
terrible de la muerte (una vez, en Taganana,
donde un accidente al borde del mar pudo haberlo dejado ya sin el
resplandor que luego siguió siendo su vida), pero no perdió ni en esos
momentos, ni en las de la franca alegría, la elegancia.
Esa elegancia recordaba la de los años de esplendor de Luis Feria, su bigote recortado, sus zapatos de antigua moda y de muy elegante rescate, sus chaquetas de estilo inglés, sus gafas como de ave proustiana echada a volar en La Laguna o en Las Canteras o en el Café Gijón de Madrid.
Su generación, a la que pertenezco
aunque él, y otros citados aquí, son muchísimo más jóvenes, estuvo
transida por la luz del surrealismo que atravesó de cabo a rabo la
identidad de la literatura canaria de aquellos años en que Andrés y José
Carlos me despertaban con versos y narraciones de Julio Cortázar o de
Rimbaud.
Recibí temprano, ante
esta máquina de escribir, en un garaje del sur de Tenerife, la terrible
noticia de su muerte.
En un garaje así recibí en enero de 1976 la
noticia de la muerte de Félix Francisco Casanova.
El azar movió aquel tiempo, y aquel tiempo no se acaba aunque el destino se empeñe en exterminar su luz.
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