Hace treinta años yo veraneaba también en una localidad de la Provenza, Carolina acababa de quedarse viuda y se había refugiado con sus tres hijos en un primitivo caserón de piedra en medio de un campo de lavanda.
Por curiosidad, fui un domingo a verla.
¡Impresionante! El pueblo era pequeño, y ella, que vivía a tres kilómetros del centro, transitaba por la calle principal entre la panadería y la iglesia, con unas olorosas baguettes en un cesto y sus tres niños de la mano.
Normal, ¿no? Lo que no resultaba normal era que a su alrededor llevara, caminando de espaldas, al mismo ritmo que ellos, a trescientos periodistas, fotógrafos, paparazzis, con micros de jirafa y pesadas cámaras al hombro, vociferando:
“Carolina, mira aquí, ¿estás triste?”. Y a los niños, entonces no sujetos a ningún tipo de protección: “Andrea, Pierre, Charlotte… ¿os acordáis mucho de vuestro papá?”.
Los cuatro iban arreglados con cierto descuido, con alpargatas y atuendos de semiluto –ella con una cosita de algodón tipo bata–, y se desplazaban sin mover ni un músculo, sin hablar entre ellos, la mirada al frente. Incluso Carlota –de entonces cinco años– mantenía el semblante imperturbable.
El cura los recibió en la puerta, que se cerró tras ellos, después de que Carolina y sus tres hijos le besaran devotamente la mano.
Esa hora de descanso los periodistas la aprovecharon para “faire un verre” e incluso jugar a los dados sobre el empedrado.
Cuando salieron, los rodearon y engulleron: “Carolina, ¿te volverás a casar?”. Y cuando se subían al coche aún preguntaban: “Charlotte, ¿lloras mucho por tu papá…?”.
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