Cuando escribo sobre la radio siento que escribo sobre mí. Creo que muy poca gente es capaz de escribir sobre ella sin desnudarse un poco.
Se lamentaba Juan José Millás el otro día en una hermosa columna
de que escribimos mucho sobre tele pero casi nada sobre radio, “porque
la radio es metafísica allá donde solo interesa la física”. Otra
explicación menos elegante tiene que ver con el pudor: la tele es
pública, pero la radio es privada.
Por eso es más fácil escribir en los periódicos sobre la primera.
Cuando
escribo sobre la tele me llevo la escritura a cualquier terreno e hilar
un discurso sobre la actualidad que puede debatirse con esa distancia
con la que se manejan los asuntos públicos.
Esos que, en el fondo, no van con nosotros, sino con abstracciones lejanas como el gobierno, el país o el fin del mundo. Cuando escribo sobre la radio, en cambio, siento que escribo sobre mí, y creo que muy poca gente es capaz de escribir sobre la radio sin desnudarse un poco, porque los locutores no son para nosotros tribunos ni figuras públicas, sino voces de las que nos enamoramos y con las que mantenemos relaciones a veces tórridas, complicadas y vergonzosas.
Por eso no entiendo que, acomplejada por la televisión, la radio renuncie a ese superpoder de electrificar la intimidad del oyente. Los estudios, que antes eran covachas con una mesa, unos micros y unos individuos pálidos que exprimían sin apenas recursos todas las posibilidades expresivas de sus aparatos fonadores, se han convertido en platós con cámaras y escenografías luminosas y pirotécnicas que propician un ambiente mucho más dado a la predicación que a la confidencia, y si algo me han enseñado mis maestros, los que me han dejado boicotearles los guiones en directo y hacer todo tipo de gamberradas -Toni Garrido, Juan Carlos Ortega y Carlos Alsina-, es que la radio vive en ese segundo registro, que no se deja teorizar ni comprender del todo.
El que solo se escucha.
Por eso es más fácil escribir en los periódicos sobre la primera.
Esos que, en el fondo, no van con nosotros, sino con abstracciones lejanas como el gobierno, el país o el fin del mundo. Cuando escribo sobre la radio, en cambio, siento que escribo sobre mí, y creo que muy poca gente es capaz de escribir sobre la radio sin desnudarse un poco, porque los locutores no son para nosotros tribunos ni figuras públicas, sino voces de las que nos enamoramos y con las que mantenemos relaciones a veces tórridas, complicadas y vergonzosas.
Por eso no entiendo que, acomplejada por la televisión, la radio renuncie a ese superpoder de electrificar la intimidad del oyente. Los estudios, que antes eran covachas con una mesa, unos micros y unos individuos pálidos que exprimían sin apenas recursos todas las posibilidades expresivas de sus aparatos fonadores, se han convertido en platós con cámaras y escenografías luminosas y pirotécnicas que propician un ambiente mucho más dado a la predicación que a la confidencia, y si algo me han enseñado mis maestros, los que me han dejado boicotearles los guiones en directo y hacer todo tipo de gamberradas -Toni Garrido, Juan Carlos Ortega y Carlos Alsina-, es que la radio vive en ese segundo registro, que no se deja teorizar ni comprender del todo.
El que solo se escucha.
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