La neoyorquina escoge la capital española para el último concierto de sus 59 años de carrera y se muestra emotiva, serena, humilde y extraordinariamente generosa.
“Este es mi último concierto de mi última gira”, anunció Joan Baez a la media hora justa de recital, por si quedaba algún despistado entre los 1.750 asistentes que habían agotado el papel en el Teatro Real
madrileño.
Lo dijo sin atisbo de dramatismo y con tanta naturalidad que
aprovechó justo ese momento para deshacerse de las sandalias y pisar
con los pies desnudos el último de sus más de 5.000 escenarios.
Asumir el final no es el más dulce de los platos,
pero la sabiduría ayuda a interiorizar los ciclos de la vida. Y esta
vez asumíamos el inmenso honor de sentarnos frente a una mujer
inmensamente sabia.
Si
nada o nadie lo remedia, Baez se subió este domingo por última vez a
unas tablas.
No es el Real un mal sitio para despedirse, desde luego:
hermoso, distinguido, con ringorrango y una acústica inmaculada.
Joan
sigue tan linda y estilosa como de costumbre, cabellera nívea a juego
con la chaqueta, espléndida a sus 78 primaveras, cristalina en su timbre
e inquebrantable en el compromiso con las causas justas, que a menudo
coinciden también con las perdidas.
No hay carencias o limitaciones que
obliguen a esta retirada, más allá del legítimo anhelo de sosiego e
introspección para encarar el último tramo del camino.
Pero la
ilustrísima Joan Chandos se hace a un lado sin que nadie pueda
formularle un solo reproche de enjundia ni a su integridad ni a su
expediente.
La decisión del adiós está tomada y, parafraseando la
canción que le servía de apertura, no tiene por qué pensárselo dos
veces.
Así está bien.
Don’t Think Twice, It’s Alright constituyó solo la primera incursión en el repertorio de Dylan, de quien nuestra protagonista fue pareja y musa.
Se sucederían más tarde It Ain’t Me Babe (en una lectura particularmente hermosa, gracias a los sutiles arabescos de Dirk Powell con la guitarra eléctrica), y Forever Young, aunque a la nómina también podría de alguna manera añadirse Diamonds & Rust.
Un catálogo de fascinaciones, reproches y cicatrices sobre la relación
con el bardo y la oportunidad magnífica para deleitarnos con la
intersección entre las voces de Joan y Grace Stumberg, una de sus
innumerables jóvenes herederas.
Es curioso que estos Diamantes
fueran durante la única aportación de Baez en toda la noche como autora,
otro detalle que refrenda su generosidad y talante humilde después de
59 años de trayectoria discográfica.
La neoyorquina quiso dedicarle sus
últimos 87 minutos de oficio a algunos de los hombres que han definido
no solo su obra musical, sino su mirada hacia este mundo apasionante y
turbulento que nos ha tocado en suerte,
Y eso incluye a Leonard Cohen (Suzanne), Donovan (Catch the Wind), Kris Kristofferson (Be and Bobby McGee), Lennon (Imagine) o Paul Simon (The Boxer), pero también a luminarias menos populares como Earl Robinson, cuyo Joe Hill hizo fortuna entre la brigada Abraham Lincoln para la resistencia antifranquista.
Una debilidad absoluta para nuestra
dama, que conste.
“La canté en Woodstock; la he cantado en cualquier
parte del mundo, con gobiernos de izquierdas o de derechas, y la sigo
tarareando en la ducha”, enumeró.
Y otro ejemplo de que el cancionero de
Joan nunca consentiría un significante carente de significado.
Ya había
sucedido minutos antes con Deportees, de Woody Guthrie, tan
vigente como parapeto frente a quienes con tanto desparpajo pregonan
ahora su odio.
“No es tiempo de construir muros”, anotó Baez, “sino de
alimentar al hambriento y vestir a quien está desnudo“.
La generosidad de esta mujer admirable se reafirmó con la invitación a Amancio Prada para cantar en buen gallego Adiós ríos, adiós fontes,
aquella despedida de Rosalía de Castro que en una ocasión como esta
sonaba aún más ‘morriñenta’.
Igual que era difícil no sentir esta vez un
escalofrío con un verso particularmente conmovedor de The Boxer:
“Me estoy marchando, pero el fuego aún permanece”.
Pero Joan Baez
rehuyó el drama y el sentimentalismo.
Solo dijo estar “alegre, pero
triste” y Gracias a la vida, el clásico de Violeta Parra escogido como último título antes de los bises, sonó más grácil, amable y andino que elegíaco.
Ni siquiera quiso Baez hacer
especial hincapié en que Gabriel Harris, el percusionista de su trío
acompañante, fuese su propio hijo.
No hubo ni una sola lágrima en esta
página para la historia que se marca el Universal Music Festival; si
acaso, algún que otro temblor.
Llegó la última tanda de bises, con No nos moverán, Donna, donna y Dink’s Song, y el último estribillo,
“Adiós, mis amigos, adiós”, quedó prendido en un viento esta vez más mesetario que dylanita.
Porque seguimos sin encontrar muchas respuestas decisivas, solo que a
partir de hoy ni siquiera contaremos con la ayuda de Joan Baez para
buscarlas.
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