Mi cabeza no daba para mucho, ni siquiera para leer como es debido y con continuidad, no digamos para escribir.
Como quizá sepan algunos de ustedes, lo que cuesta menos esfuerzo en circunstancias raras es oír música y ver la televisión.
Al no disponer de la primera durante varios de esos días, me vi abocado a seguir la segunda, que suele tener una programación infumable en general, entre pueril y aberrante, degradante en demasiados casos.
Así que me concentré en los noticiarios, que son pésimos, gratuitamente alarmistas, reiterativos hasta la náusea y —con excepciones escasas— hechos por absolutos incompetentes. Hasta han perdido la noción fundamental del asunto, a saber: qué es noticia y qué no.
Que haga un calor terrible no lo es, desde luego: lo sabemos cuantos vivimos en este país meridional y hemos atravesado muchos preveranos, veranos y postveranos (la estación calurosa dura aquí cinco meses).
Qué sentido tiene dedicar media hora cada jornada a los efectos —exagerados para asustar— de nuestra torridez.
Conexiones con cada provincia, en las que preguntan a los transeúntes cómo lo llevan, y cada uno nos informa de remedios extraordinarios de los que nunca habíamos oído hablar: buscar la sombra, no salir ni hacer ejercicio cuando el sol cae más a plomo, beber mucho, vestir ropa ligera, mojarse el que pueda, en fin.
Cosas insospechadas y sabias que nos iluminan y nos descubren mediterráneos.
Lo mismo los consejos de andar por casa de médicos, “expertos” y profesionales de la siembra de pánicos que se regodean comunicándonos que cada año, por culpa del calor, mueren decenas de miles de personas en Europa (digo yo que la mayoría serán por algo más).
Pero bueno: pasados los treinta minutos de monotema apasionante sobre lo que todos sabemos desde el inicio de los tiempos y es recurrente como que el sol salga y se ponga, aparecen nuestros políticos.
En mis días “límbicos” andaban pactando —es decir, dándose codazos y metiéndose el dedo en el ojo unos a otros, amenazándose, insultándose, propinándose pellizcos y viniéndose con exigencias desmesuradas y
megalomaniacas— para la formación de ayuntamientos y comunidades, y para la aún lejana investidura del próximo Presidente del Gobierno.
Desde el limbo todo se ve con distancia, ajenidad y especial extrañeza, y uno se desliza fácilmente hacia el paso siguiente, que es el desprecio.
Y siento decirlo, pero lo que me provocan nuestros actuales políticos es sobre todo eso, infinito desprecio.
Los he visto, casi sin salvedad, como a personajillos grotescos, de ambición personal indisimulada, pedigüeños y a la vez engreídos. La nación y sus ciudadanos les traen completamente sin cuidado, y ya ni siquiera hablan —con voz ahuecada y falsa, desde luego— de lo que creen mejor para nosotros.
No se molestan ni en fingir.
Sólo ansían cargos, puestos, sueldos, sentirse ridículamente importantes, que otros les deban pedir favores.
No les importa el futuro, la venidera y salvaje pérdida de votos por el espectáculo que ofrecen.
“Yo quiero un ministerio o varios, o la vicepresidencia; para mí la alcaldía y para ti la vicealcaldía; te quedas con la Comunidad de Navarra y yo con la de Castilla y León; no me conformo con ser menos que consejero o concejal; que al menos me den Correos, o Paradores, o la Lotería…” Gente mezquina, pequeñoburguesa, mediocre.
En medio del panorama desolador, destacan la deriva, el desprestigio y el deterioro de Ciudadanos y de sus líderes Rivera y Arrimadas.
El primero ha sido un personaje gris y poco simpático, pero su propia indefinición daba alguna esperanza, al menos no se había manchado ni había soltado demasiadas sandeces ni vilezas.
A la segunda la elogié aquí abiertamente hace pocos meses.
Da verdadera congoja verla, de pronto, convertida en un peón del “aparato”, con su independencia y su fuerte personalidad diluidas, dócil ante los disparates en que incurre su partido.
Un partido que en breve tiempo ha dilapidado su potencialidad, ha adquirido los vicios que combatía y que sin duda (no me suelo equivocar mucho en mis pronósticos) perderá votos y apoyos a mansalva.
¿Quién puede querer un PP bis? ¿Quién puede confiar en quienes pactan con los franquistas de Vox y los ven con mejores ojos que al único político que se está mostrando coherente, con ideas claras y sentido de Estado (esto Francia lo enseña bien), Manuel Valls?
El mero hecho de que los mayores totalitarios lo odien a muerte debería conferirle una pátina de cabalidad, algo hoy inestimable.
En otros tiempos y lugares el corolario saldría por sí solo: “Si los nazis y los stalinistas me detestan, algo haré que no estará mal”.
Los prenazis y prestalinistas de hoy (es decir, antes de sus respectivas matanzas) son los independentistas catalanes, Bildu, Podemos y algunos más.
Uno se pregunta qué diablos hacen los socialistas acordando gobiernos con ellos, lo mismo que se pregunta qué hace Ciudadanos abrazando al PP más oscuro y al siniestrísimo Vox.
Tan grave lo uno como lo otro.
Desde un limbo todo se ve con pesimismo y desprecio, lo admito; pero quizá se vean las cosas tal como son, sin paciencia para disculpar ni relativizar.
Antes o después saldré de ese limbo, descuiden, o así lo espero.
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