Nacieron rodeados de arte y ahora viven de él sin dar la espalda a las nuevas tecnologías.
A Brianda Fitz-James le nace un coral rojo en la cabeza cuando se sumerge en un mar de dudas.
A veces se ve rara a sí misma, con cola, cuernos, garras y alas de dragón.
Cuando quiere dejarse llevar se monta en un cisne blanco que nada en un lago.
Son algunas de las imágenes entre naíf y surreales que se pueden ver en su nuevo libro de ilustraciones Mi universo re-creativo, que publica la editorial Lunwerg y cuyos originales se exponen en la galería de su hermano, Jacobo Fitz James, llamada Espacio Valverde, escondida al fondo del patio de un vetusto edificio en el madrileño barrio de Malasaña.
“En principio quería hacer algo más pop, un homenaje a mis referencias artísticas, cinematográficas, etc, pero al final me salió algo más intimista”, explica la autora, centrada ahora más en su faceta de ilustradora que en otras como las de diseñadora o dj ocasional.
Ahí, en la galería, reciben los dos hermanos.
Son altos, graciosos aunque algo reservados, tienen una elegancia natural quizás fruto de su genética aristocrática: son nietos de Cayetana Fitz James Stuart, la que fue duquesa de Alba.
La vena cultural y artística le debe venir de sus padres: Eugenia Fernández de Castro y Jacobo Siruela, fundador de la editorial del mismo nombre y actualmente responsable, junto con Inka Martí, de la editorial Atalanta, para amantes de las filosofías antiguas, las literaturas fantásticas, los secretos, los sueños y el esoterismo más culto.
“Desde pequeños hacíamos cosas creativas, pintábamos, nos llevaban a museos, el arte siempre nos ha rodeado de alguna manera”, dice Brianda, quien, además, asegura haber heredado también ese gusto por lo mágico, como se aprecia en su obra: “Siempre creo que todo me sucede por alguna razón", cuenta. Al final lo de la cultura se normaliza:“Es como mis hijos, que están acostumbrados a gatear por la galería desde pequeños: para ellos hacer cuadros o esculturas es algo tan normal como hacer torreznos”, bromea Jacobo.
De su infancia también recuerdan los animales, vivir rodeados de pelos, de hasta ocho gatos de angora, cuatro tortugas, dos perros, conejos y hasta una paloma.
“Estaba malita y pasó con nosotros algún tiempo”, dice Brianda: a su madre le encantan los animales.
“En nuestra familia estaban por encima en la jerarquía los animales que los niños”, relata el galerista, “lo que, por cierto, me parece muy saludable”.
Y aunque siempre sean tiempos difíciles para este sector, hiperpoblado y competitivo, lo que no le gusta son esos discursos que animan perennemente a apoyar el arte:
“Es un discurso victimista, como si el arte fuera un niño mutante al que hay que ayudar; en realidad habría que decir: ‘venid y uníos a esta fiesta’.
Porque, además, esa es la realidad, una fiesta”.
Brianda nació en 1984 y Jacobo en 1981 así que quizás podríamos definirles como millennials, aunque no esté claro cuáles son las fronteras exactas de esta generación.
“Lo que somos seguro es una generación bisagra entre el mundo anterior a esta revolución tecnológica y el actual”, explica Jacobo, que estuvo muy interesado por la cosa tecnológica en sus orígenes, en el Internet primitivo, cuando tuvo un blog de mucho éxito. Ahora no lo está tanto:
“Tuve una etapa de rechazo total, un poco comeflores, y ahora me siento como un vejete dentro de una cosa tan nueva como las redes, es ridículo”, bromea. “Lo bueno de nuestra generación”, añade su hermana, “es que hemos podido conocer ambos mundos”.
Brianda, de hecho, utiliza su Instagram (más de 46.000 seguidores) para hacer promoción de su trabajo artístico, con notable éxito: así recibe parte de sus encargos laborales.
Ha llegado a colaborar con firmas como Gucci.
“Me preocupa estar demasiado enganchada a la tecnología, pero al final es parte del trabajo: esa ea la contrariedad”, explica.
“Yo creo que pronto va a haber fuertes problemas de salud mental y salud pública con el asunto de la tecnología, porque va por delante y todavía no hemos sabido regular nuestro comportamiento cívico”, opina Jacobo, “pero estoy seguro de que en unas décadas estará muy mal visto mirar el móvil en público”.
Lo que le importa a Jacobo, más que el futuro tecnológico, son sus dos hijos, de siete y cuatro años. “Eso lo focaliza todo”.
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