El animalismo no trata de poner a los animales en el centro, ni de forzar a elegir entre estos o los humanos, sino de construir un mundo más ético.
TRAS LAS PASADAS elecciones, en el agitado remolino de comentarios de
Twitter, un periodista joven e inteligente que en general me encanta
escribió un comentario tópico y tontísimo: dijo que los animalistas
ponían a los animales en el centro mientras que él era “más de poner en el centro al ser humano”.
Me deprimió porque demuestra hasta qué punto los prejuicios pueden fundir hasta a las mentes brillantes.
Verán, no es una cuestión de poner a los animales en el centro, ni de elegir a los animales por encima de las personas.
No hay que elegir, de hecho.
Hay que luchar por todos los valores a la vez, porque no se puede defender una sociedad avanzada y civilizada que no contemple el respeto a todas las criaturas.
Es una cuestión de ética elemental. Estos reparos me recuerdan las demoras que siempre han sufrido los derechos de la mujer.
Cuando en 1789 se declararon los Derechos Universales del Hombre, casi nadie, salvo algunos genios como el gran Condorcet,
, se dieron cuenta de que no podían ser verdaderamente universales si no incluían a la mujer.
Y cuando Clara Campoamor pedía el voto para nosotras, la izquierda sostenía que eran mucho más importantes los resultados políticos supuestamente progresistas (¡las mujeres votarán a las derechas!, bufaban) que esa elemental, urgente dignidad.
Lo he vivido yo misma en la izquierda antifranquista: las reclamaciones de las mujeres eran postergadas en pro de las reivindicaciones, al parecer siempre mucho más importantes, de los trabajadores (de los trabajadores varones).
Con todo esto quiero decir que discriminar exigencias éticas esenciales no sólo es innecesario, sino reaccionario, y que tiene además un coste bárbaro, el de cargarse el supuesto sistema progresista que dices defender.
Es una ceguera producida por un prejuicio antropocéntrico milenario.
Claro, yo comprendo que escuece perder la tonta ilusión de ser el centro del universo, pero la ciencia está siendo implacable con nuestras pretensiones.
Me deprimió porque demuestra hasta qué punto los prejuicios pueden fundir hasta a las mentes brillantes.
Verán, no es una cuestión de poner a los animales en el centro, ni de elegir a los animales por encima de las personas.
No hay que elegir, de hecho.
Hay que luchar por todos los valores a la vez, porque no se puede defender una sociedad avanzada y civilizada que no contemple el respeto a todas las criaturas.
Es una cuestión de ética elemental. Estos reparos me recuerdan las demoras que siempre han sufrido los derechos de la mujer.
Cuando en 1789 se declararon los Derechos Universales del Hombre, casi nadie, salvo algunos genios como el gran Condorcet,
, se dieron cuenta de que no podían ser verdaderamente universales si no incluían a la mujer.
Y cuando Clara Campoamor pedía el voto para nosotras, la izquierda sostenía que eran mucho más importantes los resultados políticos supuestamente progresistas (¡las mujeres votarán a las derechas!, bufaban) que esa elemental, urgente dignidad.
Lo he vivido yo misma en la izquierda antifranquista: las reclamaciones de las mujeres eran postergadas en pro de las reivindicaciones, al parecer siempre mucho más importantes, de los trabajadores (de los trabajadores varones).
Con todo esto quiero decir que discriminar exigencias éticas esenciales no sólo es innecesario, sino reaccionario, y que tiene además un coste bárbaro, el de cargarse el supuesto sistema progresista que dices defender.
Es una ceguera producida por un prejuicio antropocéntrico milenario.
Claro, yo comprendo que escuece perder la tonta ilusión de ser el centro del universo, pero la ciencia está siendo implacable con nuestras pretensiones.
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