Una llamada inesperada, 10 años de remordimiento por la fría respuesta y una carta para enmendar la relación con un paciente.
QUERIDO PACIENTE: Han pasado ya más de 10 años desde aquella llamada.
Yo estaba de vacaciones.
Había vuelto a casa. Estaba en una playa de
Lanzarote y sonó el teléfono.
“Doctora, estoy en la corte, me han dado
asilo político, pienso en usted, quería agradecérselo”. Sonabas
emocionado, creo que estabas llorando.
“¿Cómo tienes mi número de
teléfono?”, contesté, “me alegro por la noticia, pero, por favor, no
vuelvas a llamarme”. Esa fue la última vez que hablamos.
Entonces recordé el largo año de sesiones de terapia que precedió a
aquella llamada.
Trabajaste sin perder la esperanza, procurando
recuperar un atisbo de normalidad en una vida plagada de ingresos
psiquiátricos, pesadillas, ideas suicidas, depresión, disociación y
ansiedad…
Yo era estudiante de doctorado y estaba haciendo la residencia en el
Programa para Supervivientes de Tortura del hospital Bellevue de Nueva York.
Allí te había traído tu abogado.
Recuerdo nítidamente el momento en que
pudiste contarme, por fin, lo que te había sucedido.
Un día la vida te
cambió de manera drástica, cuando un grupo terrorista te introdujo en un
coche a punta de pistola y te encerró en un sótano sin ventanas en
algún lugar de tu ciudad.
Después pasaste dos años en los que te
mantuvieron en completo aislamiento y te torturaron casi a diario.
Habías llegado a Nueva York tras escapar, dejando atrás tu carrera de
ingeniero informático, tu mujer y tus tres hijos.
Ahora te escribo esta carta para explicarte por qué aquel día te colgué el teléfono.
Como psicóloga
forense, llevo interiorizada la idea de proteger mi privacidad, no
compartir mi teléfono ni, por supuesto, mi dirección, incluso era
preferible que no conocieras ni mi nombre, con doctora Barber bastaba.
Aunque nuestra relación no fue en un contexto forense, sino de terapia,
no pude evitar sentir vértigo aquel día en Lanzarote.
Nos habíamos despedido unos meses antes en el juzgado de inmigración,
tras mi largo testimonio en el que intenté convencer al juez del
devastador efecto que el trauma había causado a tu bienestar psicológico
y el temor fundado que te producía la posibilidad de volver y ser
perseguido en tu país.
La idea de que te deportaran te aterraba; me
aterraba.
Nuestra relación terminó de esa manera abrupta y artificial en la que a
veces terminan las relaciones terapéuticas.
La verdad es que me hubiera
gustado hablar contigo; yo también había pensado en ti.
Me preguntaba si
habrías superado los flashbacks tan intensos que te quitaban el sueño a
diario, si habrías conseguido ver a tu familia. A veces temía que te
hubieras suicidado.
Me enseñaste mucho durante ese año: sobre los
efectos demoledores del trastorno por estrés postraumático, pero también
sobre el efecto aún más poderoso de la resiliencia y la esperanza. Por
todo esto yo también te estoy agradecida.
Ojalá hubiera podido decírtelo
en ese momento desde el confort de mi casa.
El miedo y la falta de
experiencia me paralizaron. Imagino que aquel día te decepcioné. Lo
siento.
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