El director venezolano encuentra sólo al final de su interpretación su mejor voz mahleriana.
“Recuerdo claramente que la primera vez que oí la Segunda Sinfonía
de Mahler fui presa, especialmente en ciertos pasajes, de una
excitación que se expresó incluso físicamente, en los violentos latidos
de mi corazón. [...]
Una obra de arte no puede producir un efecto mayor que cuando transmite al oyente las emociones que rugieron en el creador, de tal modo que también rujan y bramen en él.
Y yo me sentía abrumado; absolutamente abrumado”.
Quien así se expresó fue Arnold Schönberg, quien, a poco de morir Mahler, proclamó: “Gustav Mahler era un santo”.
Así comenzaba el artículo que escribió para el número monográfico que la famosa revista Der Merker publicó en mayo de 1912 tras la muerte, pocos meses antes, del compositor. “Cualquiera que lo conociese, siquiera ligeramente, debe de haber tenido ese sentimiento”, prosigue Schönberg.
“Quizá sólo unos pocos lo entendieron. E incluso entre esos pocos los únicos que lo honraron fueron los hombres de buena voluntad. Los otros reaccionaron ante el santo como los absolutamente malvados han reaccionado siempre ante la bondad y la grandeza absolutas: lo martirizaron.
Llevaron las cosas tan lejos que este gran hombre dudó de su propia obra.
Ni una sola vez se le permitió que pasara de él ese cáliz.
Tuvo que tragar incluso el más amargo: la pérdida, si bien sólo temporalmente, de la fe en su obra”.
Pocos antecedentes, si es que alguno, pueden encontrarse de una composición como su Segunda Sinfonía.
Su extensión, en torno a los ochenta minutos; su plan formal en cinco movimientos; la inusual presencia de las voces solistas y del coro en los dos últimos; la irrupción desbordante del yo en el mundo sinfónico;
la influencia de un programa que iba mucho más allá del característico tono descriptivo; la música como vehículo de trascendencia: la partitura de Mahler reunía demasiados elementos novedosos como para no abrumar a un músico tan sagaz, sensible y bien informado como Schönberg.
Una obra de arte no puede producir un efecto mayor que cuando transmite al oyente las emociones que rugieron en el creador, de tal modo que también rujan y bramen en él.
Y yo me sentía abrumado; absolutamente abrumado”.
Quien así se expresó fue Arnold Schönberg, quien, a poco de morir Mahler, proclamó: “Gustav Mahler era un santo”.
Así comenzaba el artículo que escribió para el número monográfico que la famosa revista Der Merker publicó en mayo de 1912 tras la muerte, pocos meses antes, del compositor. “Cualquiera que lo conociese, siquiera ligeramente, debe de haber tenido ese sentimiento”, prosigue Schönberg.
“Quizá sólo unos pocos lo entendieron. E incluso entre esos pocos los únicos que lo honraron fueron los hombres de buena voluntad. Los otros reaccionaron ante el santo como los absolutamente malvados han reaccionado siempre ante la bondad y la grandeza absolutas: lo martirizaron.
Llevaron las cosas tan lejos que este gran hombre dudó de su propia obra.
Ni una sola vez se le permitió que pasara de él ese cáliz.
Tuvo que tragar incluso el más amargo: la pérdida, si bien sólo temporalmente, de la fe en su obra”.
Pocos antecedentes, si es que alguno, pueden encontrarse de una composición como su Segunda Sinfonía.
Su extensión, en torno a los ochenta minutos; su plan formal en cinco movimientos; la inusual presencia de las voces solistas y del coro en los dos últimos; la irrupción desbordante del yo en el mundo sinfónico;
la influencia de un programa que iba mucho más allá del característico tono descriptivo; la música como vehículo de trascendencia: la partitura de Mahler reunía demasiados elementos novedosos como para no abrumar a un músico tan sagaz, sensible y bien informado como Schönberg.
Ha ofrecido la integral de sus sinfonías con sus orquestas de Los Ángeles y Caracas, además de haber grabado ya al menos la mitad de ellas.
En sus últimas visitas a Madrid ha dirigido el Adagio de la Décima a la Filarmónica de Viena y la Cuarta a la Orquesta de Cámara Mahler y los resultados fueron tan dispares que nada podía imaginarse de cómo sería esta Segunda al frente de la Filarmónica de Múnich, una ciudad mahleriana como pocas, ya que conoció en su día nada menos que los estrenos de la Cuarta, la Octava y Das Lied von der Erde.
El concierto comenzó con la orquesta algo desconcentrada (han debido de vivir pocas tardes más calurosas que la del viernes en Madrid) y no del todo bien afinada, lo que provocó el hecho un tanto insólito de que volvieran a tener que afinar después del primer movimiento, concebido inicialmente en 1888 como un grandioso fresco orquestal en Do menor con el título de Todtenfeier (Ritos fúnebres).
El gran reto es hacerlo sonar como un todo unitario, plagado de contrastes, pero traducible como una pieza sólida y cohesionada.
A Dudamel le salió más bien deslavazado, en buena medida porque ralentizó los momentos lentos en exceso (y esta sería luego una tónica de toda su propuesta) y llegó a los fortissimi por superposición de capas de sonido, no por un incremento cumulativo de la tensión.
Mahler reclama que no haya premura alguna en el segundo movimiento, que el venezolano volvió a verter con demasiado estatismo y un innecesario preciosismo sonoro, sin dejar que la música fluyera con mayor libertad y espontaneidad.
La indicación “con humor” que anota Mahler para el clarinete en un par de ocasiones sirve en realidad para todo el tercer movimiento, más si conocemos el texto de la canción que le sirve de base.
Pero tampoco aquí dio Dudamel con el tono justo.
La entrada de la voz en Urlicht no tuvo la trascendencia requerida, en parte por las limitaciones de Tamara Mumford, con un alemán deficiente y sin empatizar del todo ni con el texto ni con la música sencilla pero enormemente eficaz de Mahler.
El extenso movimiento final avanzó en la misma o parecida línea hasta que, con la llegada del coral de trombones, tuba y contrafagot, el director venezolado encontró por fin su mejor voz mahleriana, honda y convincente, al tiempo que lograba que la orquesta ofreciera también lo mejor de sí, con destacadas intervenciones de oboe, trompa y, sobre todo, flauta solistas.
No le ayudó en ello tampoco la otra presencia vocal femenina, la soprano Chen Reiss, que no empezó a cantar, como prescribe la partitura, al unísono con las sopranos del coro hasta que, en un efecto perfectamente medido por el compositor, su voz se desgaja y se eleva a otras alturas.
Sí contribuyeron, en cambio, el Orfeó Català y el Cor de
Cambra del Palau de la Música Catalana a hacer de esta música inspirada
por una oda de Friedrich Klopstock el mejor momento, con mucho, de la
versión de Dudamel.
Preparados por Simon Halsey, un extraordinario
director de coro, afrontaron tanto los pasajes apenas audibles como las
grandes exclamaciones con perfecto empaste e impecable afinación.
Lástima que la ausencia de textos impresos en el programa o la
proyección de la traducción impidieran que muchos de los asistentes
comprendieran qué era lo que se estaba allí dilucidando: lo que Mahler
llamó “el terrible problema de la vida: la redención”.
Le había abierto el camino la referencia a la “dichosa vida eterna” de Urlicht
en el cuarto movimiento, un motivo que vuelve a aparecer, cerrando el
arco, y en un contexto muy diferente, en los últimos suspiros de Das Lied von der Erde.
Mahler formulaba así, a la manera de una grandiosa epopeya
escatológica, el primero de sus muchos empeños por exorcizar su propia
muerte, la más fiel compañera durante toda su vida.
Pero en la versión
de Dudamel, que se reservó sus mejores y más sinceras esencias para el
final, atisbamos la resurrección sin haber sentido previamente la
punzada precisa de la muerte.
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