La segunda temporada de la serie de HBO muestra un mundo en el que todo ha cambiado pero debe fingir no haberlo hecho.
Como un habitante más de la pequeña y chismosa Monterey, la segunda temporada de Big Little Lies
finge muy bien.
Finge, para empezar, que el cineasta Jean Marc Vallée, el particular productor de la primera temporada, no se ha ido a ninguna parte.
El estilo inconfundible, de arty flashes, su narración puramente cinematográfica –se dice que los guionistas sufren, al menos, sufrió la escritora Gillian Flynn en Heridas abiertas, cuando trabajó con él porque si por Vallée fuera, nadie hablaría, todo lo contaría la música y la imagen–, intenta seguir ahí, pero se nota que es solo un intento.
Aunque ya no se base en la novela de Liane Moriarty, esta nueva temporada cuenta con la propia Liane Moriarty: es decir, no es como Juego de tronos, aquí nadie está jugándosela, y mucho menos, su creador, el siempre cauto y brillante David E. Kelley.
La propia autora está asegurándose de que sus personajes siguen siendo los que eran y escribiendo, para televisión, la inesperada continuación de su novela.
La cual no solo a nivel formal se presenta como una versión de la primera, sino también y sobre todo, a nivel narrativo, pues todo apunta a que va a ser el negativo de la anterior.
Por ejemplo, lo que vemos ahora, por fin, son los flashbacks a los interrogatorios de las chicas y no a los de los vecinos.
De hecho, la acción se sitúa en un presente que vuelve al pasado y no en un pasado que vuelve al presente –como ocurría en la primera temporada, narrada con saltos hacia el futuro hasta el desenlace que unía las dos líneas temporales–.
Y pensemos en los personajes.
El primer día de colegio de la primera temporada se odiaban. No todas, pero sí casi todas. Cuanto menos, estaban en bandos distintos.
Ahora están en el mismo. Comparten un secreto.
El binomio Jane-Bonnie (Shailene Woodley-Zoë Kravitz) ha cambiado.
Antes Bonnie era feliz, era el personaje más en paz consigo misma, mientras que a Jane la consumía el pasado y el miedo. Ahora, a Bonnie la consume la culpa –fue ella quien empujó a Perry–, se ha convertido en un Raskolnikov, mientras Jane baila en la playa, atada al mismo ipod que antes le servía para evadirse. Coquetea con su compañero en el acuario.
Sonríe. ¿Bonnie? Bonnie ni siquiera puede mirar a la cara a Nathan (James Tupper).
No se soporta.
La constante es la insuperable Reese Whiterspoon, en el papel de su vida: madre joven desafortunada en un primer matrimonio, aparentemente feliz en el segundo, de existencia huracadamente shakesperiana y encantadoramente engreída (y, por cierto, su reconversión en agente inmobiliaria promete).
Finge, para empezar, que el cineasta Jean Marc Vallée, el particular productor de la primera temporada, no se ha ido a ninguna parte.
El estilo inconfundible, de arty flashes, su narración puramente cinematográfica –se dice que los guionistas sufren, al menos, sufrió la escritora Gillian Flynn en Heridas abiertas, cuando trabajó con él porque si por Vallée fuera, nadie hablaría, todo lo contaría la música y la imagen–, intenta seguir ahí, pero se nota que es solo un intento.
Aunque ya no se base en la novela de Liane Moriarty, esta nueva temporada cuenta con la propia Liane Moriarty: es decir, no es como Juego de tronos, aquí nadie está jugándosela, y mucho menos, su creador, el siempre cauto y brillante David E. Kelley.
La propia autora está asegurándose de que sus personajes siguen siendo los que eran y escribiendo, para televisión, la inesperada continuación de su novela.
La cual no solo a nivel formal se presenta como una versión de la primera, sino también y sobre todo, a nivel narrativo, pues todo apunta a que va a ser el negativo de la anterior.
Por ejemplo, lo que vemos ahora, por fin, son los flashbacks a los interrogatorios de las chicas y no a los de los vecinos.
De hecho, la acción se sitúa en un presente que vuelve al pasado y no en un pasado que vuelve al presente –como ocurría en la primera temporada, narrada con saltos hacia el futuro hasta el desenlace que unía las dos líneas temporales–.
Y pensemos en los personajes.
El primer día de colegio de la primera temporada se odiaban. No todas, pero sí casi todas. Cuanto menos, estaban en bandos distintos.
Ahora están en el mismo. Comparten un secreto.
El binomio Jane-Bonnie (Shailene Woodley-Zoë Kravitz) ha cambiado.
Antes Bonnie era feliz, era el personaje más en paz consigo misma, mientras que a Jane la consumía el pasado y el miedo. Ahora, a Bonnie la consume la culpa –fue ella quien empujó a Perry–, se ha convertido en un Raskolnikov, mientras Jane baila en la playa, atada al mismo ipod que antes le servía para evadirse. Coquetea con su compañero en el acuario.
Sonríe. ¿Bonnie? Bonnie ni siquiera puede mirar a la cara a Nathan (James Tupper).
No se soporta.
La constante es la insuperable Reese Whiterspoon, en el papel de su vida: madre joven desafortunada en un primer matrimonio, aparentemente feliz en el segundo, de existencia huracadamente shakesperiana y encantadoramente engreída (y, por cierto, su reconversión en agente inmobiliaria promete).
Ahora enfrentada a la siempre enorme Meryl Streep
en un duelo de titanas delicioso.
Porque no es que Streep encaje, es
que parece que haya estado ahí desde el principio.En el papel de la madre del muerto (Alexander Skarsgård), Mary
Louise, Streep es, también, en cierto sentido, el reverso del personaje
de Whiterspoon.
Su actitud pasivo agresiva es siempre edulcorada y falsa, no dice lo que piensa aunque todos lo saben, mientras que la de Mary Louise es directa y franca y durísima.
“La gente bajita no es de fiar”, le suelta a la propia Madeline, un segundo después de decirle que es “muy bajita”, en una de las primeras escenas de Streep, esa mujer en la que viven cientos de personas, esta vez, lo que parece una mujer amargada contenida, con, veremos si se confirma, cierta tendencia al estallido psicopático.
El personaje eje, Celeste (Nicole Kidman), se debate entre el recuerdo perverso –aquel que le muestra a su marido maltratador como el padre y amante devoto que los pérfidos flashes del duelo y la culpa le devuelven– y la pesadilla inculpatoria, la única que amenaza con destruir el cierto grado de normalidad que su vida ha alcanzado. Todo en su vida es distorsión y readaptación a este nuevo mundo en el que todo ha cambiado, pero, como decíamos al principio, como en cualquier pequeño infierno cotidiano de apariencias, debe fingir no haberlo hecho.
Su actitud pasivo agresiva es siempre edulcorada y falsa, no dice lo que piensa aunque todos lo saben, mientras que la de Mary Louise es directa y franca y durísima.
“La gente bajita no es de fiar”, le suelta a la propia Madeline, un segundo después de decirle que es “muy bajita”, en una de las primeras escenas de Streep, esa mujer en la que viven cientos de personas, esta vez, lo que parece una mujer amargada contenida, con, veremos si se confirma, cierta tendencia al estallido psicopático.
El personaje eje, Celeste (Nicole Kidman), se debate entre el recuerdo perverso –aquel que le muestra a su marido maltratador como el padre y amante devoto que los pérfidos flashes del duelo y la culpa le devuelven– y la pesadilla inculpatoria, la única que amenaza con destruir el cierto grado de normalidad que su vida ha alcanzado. Todo en su vida es distorsión y readaptación a este nuevo mundo en el que todo ha cambiado, pero, como decíamos al principio, como en cualquier pequeño infierno cotidiano de apariencias, debe fingir no haberlo hecho.
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