Observo las opciones para el espectador que no puede (o no quiere) acceder a las televisiones de pago y el espectáculo me provoca escalofríos.
En determinadas épocas resuenan en mi cabeza aquellas palabras que escribió Alberti en el poema Nocturno
y que cantaba Paco Ibáñez con tono dolorido: “Manifiestos, escritos,
comentarios, discursos, humaredas perdidas, neblinas estampadas, qué
dolor de papeles que ha de barrer el viento, qué tristeza de tinta que
ha de borrar el agua”.
Las elecciones generales le permiten a las televisiones en abierto rellenar hasta la náusea su concienciada programación con debates, análisis, predicciones, tertulias.
Y pronto llegarán las autonómicas, con lo que tendrán repleta la parrilla hasta la nueva temporada.
Bueno, imagino que hay clientela para ello, que el negocio funciona, que las cifras cuadran.
Y los políticos encantados con su indesmayable protagonismo.
Pero observo el resto de opciones para el espectador que no puede (o no quiere) acceder a las televisiones de pago y el espectáculo me provoca escalofríos.
Me imagino atado a una silla y obligado a contemplar eso sin descanso.
O sea, el supremo acontecimiento de una tonadillera excarcelaria lanzada al mar desde un helicóptero en un delirante reality.
O concursos sofocantes sobre gastronomía, sastrería, cantantes, habilidades varias.
O corralas hepáticas, presididas por el ruido y la furia, en las que personajes vocacional o calculadamente histéricos cuyos méritos vitales o artísticos se desconocen, gritan ante las cámaras: “Que lo sepa toda España, toda España sabe que es cierto”.
Y existe algo alarmante: ¿Es posible que tengan razón?, ¿que todo el país esté pendiente de sus sonrojantes batallas?
Y no tengo palabras para describir el más que cruel First Dates, esos frikis que aspiran a enrollarse, a otro milagro de la primavera, que diría Machado.
Las elecciones generales le permiten a las televisiones en abierto rellenar hasta la náusea su concienciada programación con debates, análisis, predicciones, tertulias.
Y pronto llegarán las autonómicas, con lo que tendrán repleta la parrilla hasta la nueva temporada.
Bueno, imagino que hay clientela para ello, que el negocio funciona, que las cifras cuadran.
Y los políticos encantados con su indesmayable protagonismo.
Pero observo el resto de opciones para el espectador que no puede (o no quiere) acceder a las televisiones de pago y el espectáculo me provoca escalofríos.
Me imagino atado a una silla y obligado a contemplar eso sin descanso.
O sea, el supremo acontecimiento de una tonadillera excarcelaria lanzada al mar desde un helicóptero en un delirante reality.
O concursos sofocantes sobre gastronomía, sastrería, cantantes, habilidades varias.
O corralas hepáticas, presididas por el ruido y la furia, en las que personajes vocacional o calculadamente histéricos cuyos méritos vitales o artísticos se desconocen, gritan ante las cámaras: “Que lo sepa toda España, toda España sabe que es cierto”.
Y existe algo alarmante: ¿Es posible que tengan razón?, ¿que todo el país esté pendiente de sus sonrojantes batallas?
Y no tengo palabras para describir el más que cruel First Dates, esos frikis que aspiran a enrollarse, a otro milagro de la primavera, que diría Machado.
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