Ahora, con Angelika Steiner, pintora, a la que debe también el aprendizaje del sosiego, con sus nietos, vive en cierto reposo, obligado también por esos pies a los que responsabiliza de su quietud.
Ha puesto palabras españolas a Rimbaud y a Francis Scott Fitzgerald,
como traductor, y algo de los dos tiene este tangerino que está a punto
de cumplir 80 años y siempre ha estado en los equipos juveniles de la
vida.
Él fue el creador de aquella antología, Las diosas blancas, con la complicidad de los editores de Hiperión (Maite Merodio, Jesús Munárriz), y ahora ha sido él mismo víctima de una antología de su obra poética, Tal vez vivir (Edual).
Él fue el creador de aquella antología, Las diosas blancas, con la complicidad de los editores de Hiperión (Maite Merodio, Jesús Munárriz), y ahora ha sido él mismo víctima de una antología de su obra poética, Tal vez vivir (Edual).
Él tiene respuestas para todo; las tuvo como publicitario, como conversador, como veloz corresponsal de sus amigos.
Pero ante esas fotos del niño que lleva dentro declara que no sabría qué decir.
Aunque se confiesa olvidadizo, porque quizá se olvidó de una cita de Mallarmé, recuerda todo lo malo (y todo lo bueno).
En esas fotografías que ha encontrado está su vida vieja, su vida de muy joven.
Sus compañeros de colegio, el pariente cura, la piscina, el mar, Tánger volviendo a la vida, como en sus poemas.
Hay un muchacho que saca la cabeza del agua y no recuerda quién es. “¡Ah, era el hijo del director del instituto!”.
Y se llamaba León, como León Aulaga, uno de los alter ego que lo acompañan en sus ficciones autobiográficas (como El año que viene en Tánger) o en sus poemas.
Dejó Tánger en la adolescencia, pero nunca ha sido de otro sitio. Es, como Albert Camus, un extranjero en todas partes, también en Madrid y en la literatura, e incluso en su generación.
Se formó como poeta leyendo franceses e ingleses y ni con los novísimos, a cuya edad pertenecía, tuvo contacto o afinidad.
Tan extranjero fue desde chiquito que quiso escribir en otras lenguas, y cuando ya tuvo conciencia de que quizá en español le entenderían más, se inventó un lenguaje, en el que hay, dice, “términos arcaicos, juegos” que lo emparentan con Julio Cortázar, uno de sus santos.
Es tímido hasta cuando no lo parece, y si habla (como un torrente) es para escapar de las preguntas. Si se repasa la autobiografía que constituyen los poemas recogidos en Tal vez vivir no queda otro remedio que pensar que para él debe ser extraño ser Ramón Buenaventura, como a determinada hora del día le resultaba extraño a Lorca llamarse Federico. Pues está hecho Ramón de tantos nombres propios (13, me parece que tiene) que no sería extraño que también tuviera distintas identidades. De hecho, hasta Buenaventura es un nombre propio, pues su primer apellido es Sánchez.
Extraño ser, pues, Ramón Buenaventura.
“Es cierto.
Siempre me he sentido muy extraño con ser yo.
Hay momentos en los que hago o pienso cosas que me extraña hacer o pensar porque no sé de dónde vienen, porque nada en mi entorno hacía prever que me fuera a comportar así”.
Llegó a Madrid en agosto de 1958, cuando Madrid tenía el color del ala de las moscas.
De este país supo lo que le contaba su padre, tan de derechas como su madre.
Fue nadando a contracorriente, y se sintió raro “incluso para mí mismo”.
Se hizo como escribía Juan Rulfo, tachándose. Hasta ahora mismo. Deseducándose.
Ahora, con Angelika Steiner, pintora, a la que debe también el aprendizaje del sosiego, con sus nietos, vive en cierto reposo, obligado también por esos pies a los que responsabiliza de su quietud.
“Sí, me he hecho borrándome. Y aún me detecto cosas que tengo que borrar”.
“Cuando dejé de ser inédito y publiqué, a los 38 años, mi primer texto”.
Ramón Buenaventura Guillermo Lauro Alberto Emmanuel del Sagrado Corazón y de la Santísima Virgen del Pilar.
Todo lo que tuvo que tachar para ser Ramón Buenaventura...
En sus poemas vive esa tendencia rulfiana a las tachaduras, y la capacidad para el ingenio del eslogan le viene de su pasado como ejecutivo publicitario.
“Solamente recuerdo lo que escribí para una cerveza:
‘Cada botella de Gulder está llena de Gulder”.
Podría ser un verso de sus poemas. “¡Qué va! Es mejor lo que escribió Ángel González para el restaurante El guacamole de Pedro Ávila: ‘No diga tacos, cómalos”.
¿Y hubo un momento en que ya fue del todo Ramón Buenaventura?
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