Todas las piezas encajan en un montaje de 'Capriccio' de Strauss llamado a hacer historia.
En un poderoso gesto simbólico que no debería pasar inadvertido, el Teatro Real ha programado consecutivamente, en sendas nuevas producciones estrenadas en Madrid, la última ópera de Giuseppe Verdi y la última ópera de Richard Strauss, máximos representantes de dos maneras muy distintas de concebir el género (la italiana y la alemana, por simplificar) en dos siglos diferentes.
Ambos tenían prácticamente la misma edad cuando las compusieron:
Verdi, que ya había decidido retirarse antes de Otello, concibió con Falstaff su contrapunto amable y humorístico, también de la mano de Shakespeare, en el que se resarcía del fracaso de su anterior comedia hacía más de medio siglo, Un giorno di regno, reforzaba su amistad –que devino casi en una relación paternofilial– con Arrigo Boito y decía adiós al que había sido todo su mundo; Strauss, en cambio, se vio obligado a componer Capriccio sin su amigo Stefan Zweig, padre de la idea motriz original, pero proscrito por los nazis por su condición de judío, y que ya se había quitado la vida cuando se estrenó en Múnich en 1942 una obra en la que el compositor alemán también saldaba cuentas con el pasado y consigo mismo, dando la espalda en su propia despedida del “mundo de ayer” –y criticando por clamorosa omisión– a lo que él mismo tildó del “bárbaro” aquí y ahora que lo rodeaba.
Ambas óperas, bajo su apariencia desenfadada, contienen una profunda reflexión final sobre el tiempo –las campanadas a medianoche en el último acto de Falstaff, la condesa enfrentándose a su futuro y quizás añorando su pasado mientras se mira en el espejo en la última escena de Capriccio–, aunque la burlona moraleja final verdiana difiere grandemente de la abrumadora nostalgia straussiana, que proseguiría y se acentuaría aún más en ulteriores capítulos, con los teatros de ópera de Múnich y Dresde, sus teatros, ya destrozados por las bombas aliadas: Metamorfosis y Cuatro últimas canciones.
La secuencia Falstaff-Capriccio se produce, además, al final de las celebraciones del bicentenario del Teatro Real, una doble apuesta, una por siglo, que tiene mucho de desafío (no estamos ante los títulos más populares de Verdi o Strauss, ni mucho menos), pero probablemente imbatible si lo que se quiere es autoafirmarse, recapitular y, mejor aún, indagar en la esencia del género, en sus porqués y en sus cómos.
En ello radica precisamente la razón de ser de Capriccio, una ópera protagonizada por todas las personas que se necesitan para que aquella se convierta en una realidad audible y visible (compositor, libretista, director de escena, cantantes, instrumentistas, bailarines y espectadores) y cuyas prolijas disquisiciones en torno a cómo articular y ordenar los diferentes elementos que la integran acaban convirtiéndose en la ópera misma: la obra con que la condesa Madeleine, una joven y atractiva viuda en la Francia prerrevolucionaria, va a celebrar su cumpleaños no es otra que la que nosotros escuchamos, por más que no podamos ser conscientes de ello hasta el final, aunque su doble principio (el sexteto de cuerda que suena primero en el foso y luego en escena, difuminando la distinción entre los compositores Flamand y Strauss) deja ya una pista muy clara en esa dirección.
Capriccio admite, por supuesto, una lectura política, como hizo
Christian von Götz en su producción para la ópera de Colonia,
ambientada turbadoramente en el París invadido por los nazis: en el
cartel del estreno en Múnich en 1942, el nombre de Joseph Goebbels
aparecía en un cuerpo incluso más grande que los de Strauss y Clemens
Krauss, director de la orquesta además de colibretista (y casado con la
soprano Viorica Ursuleac, la primera condesa Madeleine).
Caben otras vías de acceso, por supuesto, pero sobre todo hay que huir de convertirla en un producto alcanforado o de cartón piedra, falsamente dieciochesco, aburrido, falto de vida, entendiéndola, en cambio, como un retrato mutidimensional del propio Richard Strauss.
Si él, el más literario de los compositores, el más escurridizo de los seres humanos, se había identificado inequívocamente con Robert Storch en Intermezzo (siguiendo la estela de lo que había hecho Wagner con Hans Sachs, Pfitzner con Palestrina, Hindemith con Matthias Grünewald o Alban Berg con Alwa, personajes todos compositores o artistas como ellos mismos), en Capriccio no hay que buscarlo únicamente en Flamand, pues hay algo de él en todos los personajes o, mejor, es la suma de todos ellos la que completa la personalidad de este Strauss terminal y casi testamentario: todos le componen la ópera, todos se despiden de nosotros.
En los escasos momentos en que no se canta (el sexteto inicial, el final de la séptima escena, la música del claro de luna que precede a la última), el director alemán aprovecha para añadir sutilmente capas significantes a las muchas que ya contiene la ópera. Hace, por ejemplo, del fiel mayordomo –con y sin bigote, un detalle nimio pero trascendental– un personaje capital, un observador atento de todo cuanto pasa (y ha pasado), además de un devoto extasiado de la condesa.
Y se ha permitido una licencia que le funciona admirablemente: convertir a la bailarina que reclama el libreto en dos dobles temporales de la aristócrata, una Madeleine tanto niña como ajada (pero aún atractiva), dejando así suspendida en el aire la cuestión del pasado y el futuro de la protagonista y musa inspiradora de la ópera. Algo parecido propuso hace un año David McVicar en el epílogo de Gloriana de Britten, cuando hizo que Isabel I abandonara el escenario de la mano de la niña que fue.
Y no es difícil tampoco establecer paralelismos entre los monólogos de la reina inglesa y la aristócrata francesa, ambas enfrentadas (la primera ya sin su peluca y sus afeites en la producción de Phyllida Lloyd) al reflejo elocuente de su rostro en un espejo.
El del palacio de Madeleine está ya ennegrecido por el paso del tiempo, pero tras pasar la condesa fugazmente ante él, sigue cumpliendo su función.
Y es un Rosebud perfecto la vieja marioneta teatral que descubre al principio, cuando regresa a casa, quizá por primera vez desde su más o menos reciente viudez, oculta por las sábanas que cubren los muebles, y con la que, en un nuevo bucle temporal, juega alegre la niña sobre los últimos acordes de la orquesta. Imposible no pensar en East Coker de T. S. Eliot: “En mi principio está mi final. [...] En mi final está mi principio”.
Loy no deja detalle sin dirigir. En la lectura inicial del soneto (un hilo que recorre la obra de principio a fin), no solo ha instruido sobre cómo hacerlo a quienes lo leen (el conde y Clairon), sino que también ha dado instrucciones precisas a quienes escuchan, cuyas reacciones son no menos importantes.
No hay un solo momento en el que foso y escenario estén desunidos: cuanto acontece en uno tiene su apoyo o su reflejo simultáneo en el otro, y viceversa. Y todo el reparto, excepcionalmente compacto, raya a un altísimo nivel: como actores, como cantantes y como maestros de la dicción alemana. Andrè Schuen y Norman Reinhardt derrochan pasión, ímpetu y entusiasmo, mientras que el La Roche de Christof Fischesser, sumo custodio del arte teatral, no cae en los envaramientos habituales. Sensacional, convencido y convincente en su largo monólogo, parece un cruce perfecto de Max Reinhardt, Richard Strauss y, quizás, el propio Christof Loy.
Theresa Kronthaler compone una Clairon fogosa y segura de sí misma, que maneja a su antojo con un enorme desparpajo a un conde fatuo y caprichoso, un papel antipático que Josef Wagner sabe llenar de humanidad.
La escena de los criados, de blanco impoluto, está resuelta con auténtica maestría y los ocho parecen otras tantas marionetas blancas milimétricamente coordinadas sobre un fondo negro, y no lo está menos la igualmente cómica del apuntador, al que Loy introduce ya al comienzo de la ópera, primero como un observador mudo y, luego, dormido.
El folio que deja caer al suelo al irse es otro golpe de genio por parte del director alemán: también él, en su breve aparición, se convierte en una pieza imprescindible del puzle, mucho más allá de la habitual nota humorística a pie de página (en la citada producción de Von Götz salía con una estrella de David bordada en su ropa: ha perdido el tren porque se ha "adormecido con sus propios susurros", sí, pero, sobre todo, porque el suyo no partía a París sino hacia donde lo hacían los trenes repletos de judíos durante la barbarie nazi).
No puede dejarse por detrás, sin embargo, la labor que realiza en el foso Asher Fisch, que nos regala la que es, sin duda, la mejor dirección straussiana que se ha oído en el Teatro Real desde La mujer sin sombra de Pinchas Steinberg.
En una ópera cuyos temas musicales, por la afinidad de sus perfiles, casi se confunden y se solapan unos con otros, Fisch concierta con enorme transparencia, sin que le falten densidad, energía o impulso en ningún momento.
Y, al igual que sucede en escena, en el foso la música fluye con una asombrosa naturalidad: nos creemos todo cuanto pasa porque parece real, jamás impostado o artificioso.
Un bravo sin reservas para la orquesta, impecable en todas sus secciones, y un encomio especial para el solista de trompa, seguro y musical en sus comprometidísimos solos.
Por prestancia física, por adecuación vocal, por su absoluta empatía con un personaje complejo y en casi constante agitación interior, Malin Byström es la condesa Madeleine.
Sería vano entrar en disquisiciones sobre si su soberbia actuación escénica supera a su modélica prestación vocal, al cabo tan fútiles e irresolubles como la disyuntiva que sustenta toda la ópera: si es la música la que debe primar sobre las palabras o si, como pensaron los creadores renacentistas del género siguiendo a Platón, “el texto es el amo de la armonía y no su esclavo”.
La soprano sueca se funde con su personaje y, extraordinariamente aleccionada por Loy, un director teatral detallista y de enorme perspicacia, hace de su Madeleine una viuda llena de vida, como denota ese traje negro cuyo discreto escote deja sus hombros al descubierto.
Su soliloquio final, valiente, sentido y elocuente, fue una lección de canto y actuación de altísimo nivel, digno corolario de una función de teatro y música, o música y teatro, que pasará a la historia del Teatro Real como uno de sus mayores logros desde su reinauguración en 1997.
Su tono “conversacional” (y el término es también de Richard Strauss y Clemens Krauss) no debería llamar a engaño. Pasará mucho tiempo hasta que podamos volver a verla servida con semejante calidad e inteligencia. Esta producción, de escenografía, vestuario e iluminación irreprochables, aprovechará y conmoverá tanto a los amantes ya convencidos de la ópera como a quienes no comprendan aún el atractivo irresistible que sigue despertando el género o les chirríe que los personajes canten en vez de hablar (aunque aquí también hacen esto último): en el regalo que nos brindan Christof Loy y Asher Fisch todo queda explicado o sugerido.
No hay más que dejarse llevar por su propuesta, sin ofrecer resistencia alguna, aunque sí muy atentos, para caer rendidos ante la hondura y la emoción contagiosas de su pedagogía y para sentirnos partícipes de la conversación.
Parafraseando al mayordomo, con bigote, en la frase que cierra la ópera (y que Loy le hace leer muy inteligentemente del libreto de la obra que acabamos de ver), la maravilla está servida.
Capriccio es, por decirlo con el mismo adjetivo que utiliza la condesa en su última frase de la ópera, cualquier cosa menos trivial: de lo contrario no podría haber sido la ópera predilecta de Glenn Gould, una mente brillante y un conocedor enciclopédico de la historia de la música occidental, o haber suscitado tantas reflexiones de Edward Said, quien la tuvo por una encarnación paradigmática del concepto de estilo tardío.Su tono “conversacional” (y el término es también de Richard Strauss y Clemens Krauss) no debería llamar a engaño.
Pasará mucho tiempo hasta que podamos volver a verla servida con semejante calidad e inteligencia.
Esta producción, de escenografía, vestuario e iluminación irreprochables, aprovechará y conmoverá tanto a los amantes ya convencidos de la ópera como a quienes no comprendan aún el atractivo irresistible que sigue despertando el género o les chirríe que los personajes canten en vez de hablar (aunque aquí también hacen esto último): en el regalo que nos brindan Christof Loy y Asher Fisch todo queda explicado o sugerido.
No hay más que dejarse llevar por su propuesta, sin ofrecer resistencia alguna, aunque sí muy atentos, para caer rendidos ante la hondura y la emoción contagiosas de su pedagogía y para sentirnos partícipes de la conversación.
Parafraseando al mayordomo, con bigote, en la frase que cierra la ópera (y que Loy le hace leer muy inteligentemente del libreto de la obra que acabamos de ver), la maravilla está servida.
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