Raro es contemplar hoy a quien se siente vinculado o atrapado por su propia convicción.
Ya saben, una de las
definiciones de “clásico” viene a decir que son obras que, cada vez que
uno vuelve a ellas, encuentra algo importante que en anteriores
ocasiones le pasó inadvertido; o bien obras que, aunque ya las
conozcamos, indefectiblemente captan nuestra atención y nos invitan a
quedarnos en su compañía: si se trata de música, a escucharla entera por
enésima vez; si es un cuadro, a escrutarlo con fascinación.
Más mérito
tienen, a mi modo de ver, las novelas y las películas, que hasta cierto
punto confían en la historia que cuentan para interesar, y si esa
historia ya nos la sabemos –si acaba bien o mal, quién muere y quién
no–, por fuerza han perdido uno de sus principales atractivos en una
segunda lectura o en una décima contemplación.
Que los “argumentos”
actúan como meros señuelos y en el fondo son secundarios lo demuestra
que mucha gente relee el Quijote, El corazón de las tinieblas o Madame Bovary
estando al cabo de la calle y recordando lo que les acaece a los
personajes, lo que hicieron y cómo acabaron.
Uno abre una de sus páginas
al azar y suele verse arrastrado a leer unas más, y luego otras más,
hasta continuar a veces hasta el final.
Lo mismo sucede con ciertas
películas: uno zapea y en algún canal están emitiendo Con la muerte en los talones, Centauros del desierto o ¡Qué bello es vivir!, y pese a sabérselas de memoria, es muy raro que no se sienta tentado a permanecer allí,
con los ojos y el entendimiento cautivos.
Algo hay siempre que lo
sorprende, o que había olvidado, o sencillamente desea asistir una vez
más a la más perfecta representación.
Pero es que
además, a medida que pasa el tiempo y esas obras se alejan de nuestra
contemporaneidad, descubrimos en ellas cosas que en su día nos parecían
“normales” y que hoy ya no lo son.
Y por tanto las vemos como si fueran
extrañas y hubiera que “descifrarlas” desde la tan distinta mirada de
nuestros días.
Hace poco me sucedió con El hombre tranquilo, de
John Ford y de 1952.
Es una de mis películas favoritas (como de
tantísimos aficionados al cine), e incluso recuerdo haberla elegido para
hablar de ella en no sé qué festival de Burdeos, hará no menos de dos
decenios.
La he visto incontables veces desde la infancia, pero tanto
da.
La pasaban en una televisión y no pude evitar quedarme hasta el
término del episodio o escena en que el azar me situó: John Wayne y
Maureen O’Hara han obtenido por fin permiso para iniciar su cortejo con
carabina –el inolvidable Barry Fitzgerald, casamentero oficial de
Innisfree–.
Montan en un calesín guiado por éste, obligados a darse la
espalda; Fitzgerald los autoriza a bajarse y caminar el uno al lado del
otro, sin tocarse; al ver un tándem estacionado, lo cogen y escapan en
él, para estar a solas; llegan a un cementerio, y cuando van a besarse
se desata una tormenta que asusta a la mujer; se resguardan como pueden,
el hombre se quita la chaqueta para cubrirla, se le empapa la camisa
blanca, y entonces se besan de veras por primera vez.
Lo
llamativo es la expresión, la mirada que a continuación se le queda a
Wayne.
Estoy convencido de que es el actor que mejor ha sabido mirar en
el cine, sobre todo a las órdenes de Ford: en un solo plano, uno
entiende lo que le pasa, y lo que le pasa no son cosas ni sentimientos
simples, sino complejos y matizados
. Su pena no suele ser pena sin
mezcla; su odio no es odio sin mezcla; su indignación no es primaria, su
espanto es profundo.
Es alguien capaz de saber –y de transmitir– que
hay un antes y un después, que a partir de un momento, o una
experiencia, o unas palabras, nada será ya lo mismo, empezando por su
personaje.
Lo normal, lo convencional en una escena amorosa, tras un primer
beso, es que quienes la protagonizan estén exultantes de felicidad o
bien sigan besándose con entusiasmo o lascivia crecientes, según. Eso no
ocurre en El hombre tranquilo. Wayne abraza a O’Hara y vuelve el rostro, no hacia la cámara pero sí hacia el frente.
Y su mirada parece en primera instancia de tristeza, de lástima incluso.
Claro está que no lo es.
En seguida uno comprende el matiz: es seriedad, gravedad, acaso responsabilidad, como si se estuviera diciendo: “Ay, ahora estoy vinculado. Es lo que deseo, pero ha llegado y ya no hay vuelta atrás.
Me quedaré junto a esta mujer, no le fallaré, la querré y la cuidaré. Le daré la mejor vida que pueda y a eso dedicaré mi existencia.
No sólo a eso, pero eso estará por encima de todo lo demás.
Y le seré incondicional”.
Ya en 1952 debía de ser infrecuente ver una reacción así en la pantalla o en la realidad.
Los enamorados recientes tienden a ser ligeros y se ven llevados en volandas por el entusiasmo o la pasión, y “no hacen más que ocultarse mutuamente su destino”, como escribió Rilke con penetración.
En la realidad no es más raro que hace sesenta años, yo creo, pero sí en la novela o el cine, sí en el mundo representado, como si en él sólo se admitiera estar de vuelta de todo.
Raro es contemplar hoy en él a quien se siente vinculado o atrapado –en el mejor sentido de esta palabra– por su propia convicción, por su disposición a no fallar, por la responsabilidad que no puede exigírsele pero que uno adquiere hacia otro por su cuenta y riesgo y su voluntad.
Raro es quien se hace el propósito de ser incondicional y piensa, quizá como Wayne bajo esa tormenta:
“Quiero tanto a esta persona que a partir de ahora prescindiré de lo que más apreciaba, el reino de la posibilidad”.
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