Por ejemplo, aún no he acabado de digerir que Ciudadanos, un partido que se proclamaba de centro liberal, se transmutara en un abrir y cerrar de ojos en una formación que me parece intolerante y retrógrada.
Y que el Partido Popular, que en ciertas épocas quiso ocupar el centro derecha, se pusiera a disputar contra los ultras, con enconado ahínco, el reñido título de la agrupación más facha del país.
Pero lo peor no son estas derivas.
Porque podría haber sucedido que tanto Ciudadanos como el PP hubieran visto la luz camino de Damasco y hubieran comprendido que su verdadera vocación pasaba por ahí, por la radicalización reaccionaria.
Pero no: por lo visto todo era fingimiento, pura estrategia.
O eso se deduce de sus actitudes: cuando los barones del PP se pusieron a despotricar contra el giro a la derecha del partido, achacando la pérdida de votos a esa táctica, Casado, que llevaba semanas sosteniendo carcundias con transida emoción, de pronto dejó de ajuntarse con Vox y empezó a tacharles de extrema derecha. En cuanto a Ciudadanos, ha sido el sector centrista el que ha admitido que la estrategia de derechizarse funcionó.
Yo no sé cómo lo ven ustedes, pero a mí estas valoraciones poselectorales me parecen de un cinismo estremecedor.
Pero, entonces, esas ideas de las que tanto alardeaban, ¿eran suyas o no eran suyas? ¿Creen de verdad en algo o tan sólo apoyan convenientemente “lo que funciona”?
En mi inocencia, es decir, en mi ignorancia, pensaba que los partidos políticos querían llegar al poder para cambiar la sociedad de acuerdo a sus valores.
Pero ahora comprendo que lo que quieren es cambiar sus valores hasta atinar con los más adecuados para llegar al poder.
Lo que reforzaría la evidente sospecha de que, más que buscar la grandeza del país, buscan la suya propia.
Probablemente siempre ha habido, en todos los momentos y todos los partidos, una tendencia oculta hacia este oportunismo, este chaqueterismo.
Pero lo que me deja alucinada es el descaro con que ahora lo hacen.
Se acabaron las máscaras. “Estas son mis opiniones; si no le gustan, tengo otras”, decía el gran Groucho, que siempre supo más de la vida que el otro Marx.
Con todo, en estas elecciones no veo en los partidos de la izquierda el mismo nivel de oportunismo (no digo que en otros momentos no lo haya habido).
Ojalá no me esté cegando la esperanza, pero lo cierto es que los veo razonablemente fieles a ellos mismos.
Fieles incluso a los errores y a la típica estupidez de la izquierda de este país, ese dogmatismo intolerante que hace que votantes y afiliados se sientan, cada uno de ellos, los más puros, los más perfectos defensores de la esencia progresista y, en consecuencia, el látigo de los progres tibios o “pecadores”.
Como decía Manuel Jabois en un genial artículo, la izquierda exige tal pureza ideológica a sus políticos que más que candidatos habría que presentar diamantes.
Esta necedad hace que la izquierda suela dividirse, que los grupos se enconen unos con otros, que todos se desdeñen entre sí. Cosa que está sucediendo con las próximas elecciones.
Por ejemplo, la izquierda se ha atomizado en hasta ocho candidaturas en muchos municipios de la Comunidad de Madrid. ¿Puede haber un suicidio más claro, una estupidez mayor? Démonos por muertos: por lo visto la izquierda prefiere que gane la derecha antes que apoyar a un colega impuro.
Según una encuesta municipal, Manuela Carmena está en su momento más alto de valoración ciudadana.
Personalmente creo que Más Madrid es la opción más útil.
Podemos, que ha tenido la lucidez de no presentar lista contra la alcaldesa, podría hacer otro tanto en la Comunidad y ganarse así el respeto de muchos.
Y si el PSOE hiciera (milagrosamente) lo mismo, creo que yo recuperaría por completo mi fe en la política.
Por tiempos de impresión escribo este artículo, ya saben, quince días antes de que se publique.
Cuando lo estén leyendo nos encontraremos a una semana de las elecciones: ojalá se hayan hecho pactos en la izquierda. Pero no lo creo.
Me temo que, cuando despertemos, el dinosaurio todavía estará allí.
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