Una miniserie coproducida por HBO y Sky cuenta una historia de mentiras, desinformación y héroes anónimos.
María R. Sahuquillo
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26 de abril de 1986. 1.27 de la madrugada.
A esa hora explotó el reactor número 4 de la central de Chernóbil, en la antigua unión Soviética --hoy, Ucrania--. El accidente desencadenó la mayor catástrofe nuclear de la historia, cuyas consecuencias todavía perviven.
En esa memoria aún oscura de lo que sucedió bucea Chernobyl, una mezcla entre documental y serie basada en hechos reales.
La producción, de cinco capítulos y que ya se ha estrenado en España (HBO), relata el siniestro, la lucha por sobrevivir y tratar de salvar a la población de miles de héroes anónimos; pero también el afán de las autoridades de la Unión Soviética de esconder al mundo y a sus propios ciudadanos su actuación, de disfrazar la oceánica catástrofe.
“¿Cuánto cuestan las mentiras?
No es que vayamos a confundirlas con verdades, el peligro es oír tantas que ya no reconozcamos la verdad”.
Y la verdad a esa pregunta lapidaria con la que se inicia Chernobyl es que el accidente estuvo rodeado de ocultación, desorganización, mentiras.
De propaganda.
Y en una era como la actual, en la que la desinformación y las noticias falsas llegan amplificadas a la ciudadanía provocando la ruptura de las sociedades, el siniestro que ha cumplido ya más de tres décadas en aquella central nuclear soviética deja un mensaje y un legado importantísimos.
"Lo que ha pasado es algo desconocido.
Es otro miedo.
No se oye, no se ve, no huele, no tiene color; en cambio nosotros cambiamos física y psíquicamente.
Se altera la fórmula de la sangre, varía el código genético, cambia el paisaje", narra uno de los supervivientes en Voces de Chernóbil, el relato sobre el sufrimiento que siguió a la catástrofe que hace la Nobel de Literatura Svetlana Alexievich.
La estructura del reactor cuatro de Chernóbil ardió durante 10 días.
Estas partículas invisibles contaminaron 142.000 kilómetros cuadrados.
Desde el norte de Ucrania, el sur de Bielorrusia y la rusa Briansk.
La lluvia radiactiva llegó todavía más lejos.
Las autoridades soviéticas intentaron minimizar durante años las consecuencias para la vida y la salud que desencadenó la catástrofe.
Los médicos tenían prohibido poner en los expedientes sanitarios de sus pacientes cualquier cosa que sonara a radiación; y mucho menos dejar constancia de ello en los partes de defunción, como denunciaron después activistas y expertos.
En el año 2000, en su primer informe sobre el accidente, el Comité Científico sobre los Efectos de la Radiación Nuclear de la ONU reportó 30 muertos.
Todos ellos policías, operarios, ingenieros o bomberos, que perdieron la vida como consecuencia más o menos directa de la explosión. Cinco años después, otro informe elaborado por expertos de la ONU, la Organización Mundial de la Salud y la de la Energía Atómica apuntaron habían muerto 4.000 personas.
Y que con mucha probabilidad morirían otras 5.000 años después, como consecuencia de enfermedades relacionadas con la radiación.
También constataron que esa radiación había viajado muy lejos.
“Cumplíamos tareas específicamente en la zona de exclusión. Cubríamos los edificios con plomo.
Lavábamos el polvo y el fango radiactivo, hacíamos de todo”, explicaba al canal local Iskitin en 2016 Víktor Vasiliev, uno de aquellos liquidadores. Pasó 27 días como operario en la zona de exclusión.
“La serie quiere dar voz a esas personas que fueron enviadas allí para lidiar con la catástrofe la que queríamos hacer escuchar.
Hay que honrar su sacrificio”, explica el sueco Jonah Renck. “Es una historia increíble sobre la perseverancia y el sistema de mentiras oficiales para ocultar la verdad. Algo tremendamente relevante en día.
Una guerra contra la verdad que vemos en muchos Estados”, apunta el director de la miniserie, protagonizada por Emily Watson, Jared Harris y Stellan Skarsgard
36 horas después del accidente, se evacuó Prípiat, la ciudad más cercana a la central. Llegaron 1.200 autobuses del Ejército y se llevaron a las casi 50.000 personas que vivían en aquella población que nació precisamente para albergar a los trabajadores de Chernóbil y sus familias.
Una urbe que fue el orgullo de desarrollismo soviético. Les dijeron que era solo por tres días.
Hoy, Prípiat es un escenario postapocalíptico visitado únicamente por expertos y por algunos turistas --en grupos y bajo la supervisión de un guía oficial-- a quienes les seduce el llamado turismo de catástrofes.
Y después de Prípiat, las autoridades vaciaron otras localidades cercanas a la central en Ucrania y Bielorrusia. Muchos miles perdieron sus hogares, sus trabajos.
Muchos de esos afectados, como refleja la miniserie creada por Craig Mazin (conocido por comedias como Resacón en Las Vegas) y dirigida por Jonah Renck, están entre los llamados “liquidadores”.
Hombres y mujeres que trabajaron en la primera línea del desastre para tratar de apagar el fuego; mineros que excavaron bajo el núcleo para bombear nitrógeno líquido y así enfriar el combustible nuclear; soldados que –en cronometrados turnos de cinco minutos— se esforzaron por lanzar al interior del reactor dañado los cascotes que produjo la explosión; obreros y expertos que construyeron un sarcófago para evitar que la radiación siguiera saliendo.
Miles de personas que absorbieron, en unos minutos, cantidades extremas de radiación mientras las autoridades soviéticas trataban de lidiar con el problema.
La URSS tenía un programa de defensa civil para reaccionar en caso de guerra atómica que debía funcionar también en caso de catástrofe nuclear. No lo hizo.
Y eso podía dañar, y mucho, también su imagen como superpotencia, hacerla más débil ante un posible ataque. Las medidas para solventar el accidente y evacuar a la población fueron improvisadas sobre la marcha y funcionaron de manera absolutamente descoordinada. Y la URSS ---en pleno proceso de liberalización política pero también en crisis— no deseaba en absoluto mostrar nada de eso al mundo.
Un detalle revelado por el diario ruso Izvestia en 1986, meses después de la catástrofe, da el ejemplo perfecto de aquello: el servicio sanitario-epidemiológico encargado de las centrales atómicas no tenía contacto con el que operaba en la central de Chernóbil, y era responsable del estado de la atmósfera, el agua y el suelo en el territorio de la central.
Revisar las noticias soviéticas de aquella época es toda una lección de propaganda y desinformación. La URSS tardó días en anunciar al mundo el accidente.
Habló por primera vez oficialmente sobre el suceso el 28 de abril de 1986.
Un día después de que los países nórdicos dieran la voz de alarma tras detectar niveles altos y anormales de radiactividad en su territorio.
Y lo hizo así. “Se toman medidas para eliminar las consecuencias de la avería. Las víctimas reciben ayuda. Se ha creado una comisión gubernamental”.
Cinco líneas telegráficas en una nota de la agencia oficial soviética Tass leída en el noticiario nocturno de la televisión.
Y las informaciones, emitidas con cuentagotas, siguieron igual durante semanas.
El 30 de abril de 1986, en otro intento más de tapar el problema y tranquilizar al mundo, el gobierno soviético desmintió que miles de personas hubieran perecido en el accidente de la central.
El 11 de mayo afirmó que el peligro de catástrofe en Chernóbil había desaparecido.
El 4 de junio de 1986, por primera vez, el diario oficial Pravda reconocía altos niveles de contaminación fuera del perímetro de 30 kilómetros alrededor de la central de Chernóbil, lo que obligó a evacuar a miles de habitantes de la vecina República de Bielorrusia que, con los años, se ha visto que sufrió proporcionalmente la peor parte en la catástrofe.
Las consecuencias económicas del accidente también fueron terribles para las arcas soviéticas, ya devastadas.
Se clausuró la zona, se abandonaron los campos de cultivo, se cerraron las fábricas.
Hubo que construir nuevas viviendas y pagar indemnizaciones. Para algunos, el desastre de Chernóbil aceleró el derrumbe de la URSS, que se desmoronó en 1991.
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