La escritora bielorrusa retomó al yidis, una lengua que había abandonado en favor del ruso, para narrar sus recuerdos con toda la verosimilitud que la ceremonia del regreso permite.
Hay veces en que, a punto de perderlos para siempre, los recuerdos
nos asaltan impertinentes y, con ellos, la necesidad del regreso.
Entonces hablamos en lenguas olvidadas y con personas que se fueron.
Y volvemos a allí: a hace tiempo. Es una ceremonia que, como cada ensayo autobiográfico, requiere fortaleza de ánimo y la conciencia inclemente de saberse lejos sin remedio; es un juego de espejos que nos catapulta hacia nuestra historia pasada, a los detalles y la sensaciones pretéritas. En ese momento, las palabras empiezan a fluir, se despiertan del letargo de los años. Nuestra madre nos agarra fuerte de la mano —impide que escapemos— y el bullicio acolchado de otros niños imaginarios resuena en vacío.
La vuelta desleída, premio de consolación, nos reconforta por un instante.
A mediados de la década de 1940, Bella Chagall, esposa del conocido pintor de origen bielorruso, decide servirse de la escritura para regresar a su pasado; el pasado de tantos que como ella han tenido que abandonar su casa precipitadamente.
El libro habla de los muchos exilios: el de su ciudad natal Vitebsk, invadida por el Ejército nazi; el de su niñez, sus seres queridos y la vida como solía ser, borrados.
“Mi antiguo hogar ya no existe. Todo se ha desvanecido. Incluso ha muerto”, escribe en el prólogo de Velas Encendidas, traducido al español por Rhoda Henelde y Jacob Abecasís y publicado por Mishkin Ediciones.
Por eso, cuando Bella Chagall decide escribir sus recuerdos de infancia y adolescencia en yidis, la lengua abandonada tras emprender los estudios de Filosofía y Letras en Moscú, la lengua incluso excluida entre la comunidad judía en Rusia, pone en marcha cierto regreso al pasado de una intensidad e inmediatez conmovedoras.
La escritora retoma su voz de niña, de adolescente, en una vuelta que solo puede ocurrir en la primera lengua que se aprende; la que cuenta el pasado con toda la verosimilitud que la ceremonia del regreso permite; tienen razón los psicoanalistas al decir que solo se puede recordar y recomponer desde esa lengua materna.
Sin embargo, no son los únicos olvidos de los cuales habla el libro; el pasado y la primera lengua, subrayados por el exilio.
El libro evoca también la omisión de tantas mujeres que vivieron a la sombra de sus maridos —“los grandes genios”— y que han buscado sus propios espacios de reflexión en la escritura autobiográfica, modesta; esa que, pese a todo, se hace en sus voces universal porque, al fin y al cabo y de un modo u otro, todos vivimos en la carencia.
Y volvemos a allí: a hace tiempo. Es una ceremonia que, como cada ensayo autobiográfico, requiere fortaleza de ánimo y la conciencia inclemente de saberse lejos sin remedio; es un juego de espejos que nos catapulta hacia nuestra historia pasada, a los detalles y la sensaciones pretéritas. En ese momento, las palabras empiezan a fluir, se despiertan del letargo de los años. Nuestra madre nos agarra fuerte de la mano —impide que escapemos— y el bullicio acolchado de otros niños imaginarios resuena en vacío.
La vuelta desleída, premio de consolación, nos reconforta por un instante.
A mediados de la década de 1940, Bella Chagall, esposa del conocido pintor de origen bielorruso, decide servirse de la escritura para regresar a su pasado; el pasado de tantos que como ella han tenido que abandonar su casa precipitadamente.
El libro habla de los muchos exilios: el de su ciudad natal Vitebsk, invadida por el Ejército nazi; el de su niñez, sus seres queridos y la vida como solía ser, borrados.
“Mi antiguo hogar ya no existe. Todo se ha desvanecido. Incluso ha muerto”, escribe en el prólogo de Velas Encendidas, traducido al español por Rhoda Henelde y Jacob Abecasís y publicado por Mishkin Ediciones.
Por eso, cuando Bella Chagall decide escribir sus recuerdos de infancia y adolescencia en yidis, la lengua abandonada tras emprender los estudios de Filosofía y Letras en Moscú, la lengua incluso excluida entre la comunidad judía en Rusia, pone en marcha cierto regreso al pasado de una intensidad e inmediatez conmovedoras.
La escritora retoma su voz de niña, de adolescente, en una vuelta que solo puede ocurrir en la primera lengua que se aprende; la que cuenta el pasado con toda la verosimilitud que la ceremonia del regreso permite; tienen razón los psicoanalistas al decir que solo se puede recordar y recomponer desde esa lengua materna.
Sin embargo, no son los únicos olvidos de los cuales habla el libro; el pasado y la primera lengua, subrayados por el exilio.
El libro evoca también la omisión de tantas mujeres que vivieron a la sombra de sus maridos —“los grandes genios”— y que han buscado sus propios espacios de reflexión en la escritura autobiográfica, modesta; esa que, pese a todo, se hace en sus voces universal porque, al fin y al cabo y de un modo u otro, todos vivimos en la carencia.
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