Telecinco rentabiliza la guarida de su telerrealidad como si se tratara de una vivienda turística y se saca de la manga una secuela floja de sus programas estrella.
La casa de Gran Hermano
parece un simple Airbnb.
Guadalix de la Sierra se ha convertido en uno de los puntos calientes dentro de ese desastre global que llaman gentrificación. Los jefes de Telecinco y los productores del show sacan partido a su inversión inmobiliaria.
Parece que no pueden entrar una temporada para desinfectar porque hay que mantenerla como sea en el mercado.
Por eso se han sacado de la manga una secuela a precio de vivienda turística.
No acabábamos de digerir los efectos de Gran Hermano Dúo cuando ya nos sorprendieron con Sálvame Okupa.
Ha sido un consuelo para teleadictos de carroña a la espera del gran bombazo que viene: el Supervivientes de la Pantoja.
En este mismo párrafo, nótese el cacao mental a que nos lleva la cadena.
Los tres programas bandera de Telecinco fluyen y confluyen en el mismo universo de la telerrealidad, hábilmente inventado por ellos.
Si uno de los grandes hallazgos del arte es crear mundos propios, ¿por qué denostar lo mismo en el medio televisivo? La gran audacia del canal es haberlo parido.
Pero su mayor riesgo, malgastarlo. Sálvame okupa es un ejemplo. No ha ocurrido nada reseñable en este contubernio de subalternos. Las estrellas se habían quedado fuera.
No entraron Belén Esteban, ni Kiko Matamoros, ni Mila Ximénez… El hardcore, el ADN más puro del mejunje.
Así que nada ha cambiado, ni nos ha asombrado, ni escandalizado en las sosas 72 horas que la fauna Mediaset con sus segundones ha invadido la casa.
Quizás lo más interesante ha sido verles sin maquillaje. En los últimos tiempos, Lidia Lozano lucía en el plató un tono chamusquina en la cara que acentúa su imagen de bruja a grito pelao con mechas.
Las horas que ha pasado frente al espejo, espejito mágico, junto a su muestrario de neceseres mientras moldeaba su aspecto, ha sido de lo más destacado.
Los momentazos, sin embargo no se los ha llevado ella.
Las tres mini cumbres, en justicia, deben quedar en manos de Carmen Borrego.
Ya entró con mal pie cuando Belén Ro la leyó las cartas y le anunció que se le presentaban nubes de ruptura matrimonial.
Ella soportó el mal trago a base de gin tonic.
O al menos eso parecía el brebaje con el que sorbía el terremoto de amores.
Luego, su hermana Terelu la nombró criada en ese juego de lucha de clases que introdujeron los cerebros del programa para enzarzar: crisis fraternal a la vista.
Ésta se la guarda.
Por último, lo peor vino a manos de payasín… El amigo, siempre inquietante con ese aspecto de hijo ilegítimo del Joker, no suele dar en la diana con los tartazos que propina a quienes han sido censurados por la audiencia.
El único que ha acertado bien a modo ha sido para Ángel Garó. Falla como un poseso. Pero en esta ocasión, de lado, la montó donde más duele.
Cuando le vieron aparecer con las bandejas, la Borrego exclamó: “¡A mí no que estoy operada!”. En vez de tirársela mal, como siempre, encima de la cabeza, le plantó el merengue en la cicatriz de la cirugía plástica. Llorera y al hospital.
Guadalix de la Sierra se ha convertido en uno de los puntos calientes dentro de ese desastre global que llaman gentrificación. Los jefes de Telecinco y los productores del show sacan partido a su inversión inmobiliaria.
Parece que no pueden entrar una temporada para desinfectar porque hay que mantenerla como sea en el mercado.
Por eso se han sacado de la manga una secuela a precio de vivienda turística.
Ha sido un consuelo para teleadictos de carroña a la espera del gran bombazo que viene: el Supervivientes de la Pantoja.
En este mismo párrafo, nótese el cacao mental a que nos lleva la cadena.
Los tres programas bandera de Telecinco fluyen y confluyen en el mismo universo de la telerrealidad, hábilmente inventado por ellos.
Si uno de los grandes hallazgos del arte es crear mundos propios, ¿por qué denostar lo mismo en el medio televisivo? La gran audacia del canal es haberlo parido.
Pero su mayor riesgo, malgastarlo. Sálvame okupa es un ejemplo. No ha ocurrido nada reseñable en este contubernio de subalternos. Las estrellas se habían quedado fuera.
No entraron Belén Esteban, ni Kiko Matamoros, ni Mila Ximénez… El hardcore, el ADN más puro del mejunje.
Así que nada ha cambiado, ni nos ha asombrado, ni escandalizado en las sosas 72 horas que la fauna Mediaset con sus segundones ha invadido la casa.
Quizás lo más interesante ha sido verles sin maquillaje. En los últimos tiempos, Lidia Lozano lucía en el plató un tono chamusquina en la cara que acentúa su imagen de bruja a grito pelao con mechas.
Las horas que ha pasado frente al espejo, espejito mágico, junto a su muestrario de neceseres mientras moldeaba su aspecto, ha sido de lo más destacado.
Los momentazos, sin embargo no se los ha llevado ella.
Las tres mini cumbres, en justicia, deben quedar en manos de Carmen Borrego.
Ya entró con mal pie cuando Belén Ro la leyó las cartas y le anunció que se le presentaban nubes de ruptura matrimonial.
Ella soportó el mal trago a base de gin tonic.
O al menos eso parecía el brebaje con el que sorbía el terremoto de amores.
Luego, su hermana Terelu la nombró criada en ese juego de lucha de clases que introdujeron los cerebros del programa para enzarzar: crisis fraternal a la vista.
Ésta se la guarda.
Por último, lo peor vino a manos de payasín… El amigo, siempre inquietante con ese aspecto de hijo ilegítimo del Joker, no suele dar en la diana con los tartazos que propina a quienes han sido censurados por la audiencia.
El único que ha acertado bien a modo ha sido para Ángel Garó. Falla como un poseso. Pero en esta ocasión, de lado, la montó donde más duele.
Cuando le vieron aparecer con las bandejas, la Borrego exclamó: “¡A mí no que estoy operada!”. En vez de tirársela mal, como siempre, encima de la cabeza, le plantó el merengue en la cicatriz de la cirugía plástica. Llorera y al hospital.
Te pasaste, payasín. Con lo que hubiera dado ella de sí dentro haciéndose magistralmente la víctima y la cuitada.
Ni las estrecheces de Víctor Sandoval hubiesen podido con tanto patetismo.
Y eso que, según él, ha entrado a la casa porque necesita el dinero del premio para hacer frente a las deudas. Entre ellas, cuatro meses de alquiler.
Una duda para la audiencia sobre prioridades económicas domésticas:
¿No puede pagar la renta de su casa pero sí someterse a una operación de injerto capilar?
Ese gran despliegue de desfachatez y falta de vergüenza ha hecho, entre otras cosas, que el teatro con que Ángela Pantoja se desvivió para llamar la atención resultara hasta simpático.
Entrar en el confesionario para soltar a lágrima viva que le dolía haberse quedado sin merendar es todo un signo de ternura española. Y de inmadurez pegajosa a prueba de bombas.
Pues este ha sido el percal.
Una memez tras otra que tenían temblando al mando a distancia. Intragable.
Los responsables de todo ello, desde La Fábrica de la Tele a los jefes del canal han vendido la marca Sálvame, por un quítame allí un fin de semana tonto. Todavía hay clases.
Este injerto ha sido una afrenta incluso para el reality más cutre de la televisión mundial.
¡Vuelve pronto a poner orden, Jorge Javier! ¡Que lo hunden!
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