Màxim Huerta: “Reconozco que con un poco de apoyo del Gobierno me habría quedado”.
Fue el ministro más breve de la democracia.
A los seis días de ser nombrado, la noticia de sus problemas con Hacienda provocó su abrupta salida.
Diez meses después, habla por primera vez en profundidad sobre ello en un medio.
Un “duelo y un silencio” que rematará con el lanzamiento de su nuevo libro, 'Intimidad improvisada'
Que una llamada de teléfono puede cambiarte la vida es algo que pasa,
para bien o para mal.
Pero aquella que anuncia la que parece ser la noticia de tu vida pero termina como caramelo envenenado siempre es para peor.
Fue lo que le ocurrió a Màxim Huerta (Valencia, 1971) el día que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, le ofreció ser ministro de Cultura y Deportes.
“No sé cómo estoy”, dice el periodista y escritor, capaz hoy de hablar por primera vez de todo lo que vivió aquella semana hace casi un año.
Es el ministro más breve de la historia de España, se lo recuerda cada mañana la cartera que recibió en la jura de su cargo, colgada en su vestidor y que no piensa esconder.
“Es algo muy importante en mi vida, aunque, exceptuando la muerte de mi padre, también es lo que más sufrimiento me ha generado”, recuerda.
“No hemos hablado mucho del tema del Ministerio en casa, no sé si por salud o por miedo a verbalizar.
Porque, para mí, igual que fue una gran ilusión, que puse todo mi respeto y ganas en esa cartera, me ha dado el mismo volumen de dolor.
Ha sido como una enfermedad, salvando las distancias: ha habido dolor físico, había y hay médicos, y no encontraba la salida.
Pero los amigos, la familia, el mar, dibujar y reírme fueron ayudándome a salir.
El humor embellece y nos hace mejores. La burla no, en ella hay una mirada de superioridad.
Pero con mis primas hubo risas en ese verano de intensidad junto al mar”.
También hubo otras muchas fingidas, para no preocupar a su entorno y autoconvencerse de que todo había pasado.
Pero todo esto sucedió después de la llamada inesperada.
Y por ahí habría que empezar.
Pregunta. Cuénteme la llamada.
Respuesta. Estaba desayunando con mi amiga Virginia para preparar unas firmas de libros.
Tras dos llamadas perdidas de un teléfono desconocido, a la tercera lo cogí. Y era Pedro Sánchez.
Habla ahora desde la premisa de no ahondar en el drama porque no le gusta.
Aunque lo haya habido. Habla manteniendo la sonrisa durante toda la conversación, aunque en algunas partes se le haga un nudo en la garganta al verbalizar ciertas cosas y se esboce la emoción en sus ojos.
Este hijo único de un camionero y una modista creyó que podría ayudar a cambiar las cosas en un mundo por y para el que vive. Porque esta es una historia de ilusión y dolor, muy cerca de como Almodóvar ha titulado su última película.
P. ¿De qué le conocía?
R. De dos veces: una cita en un despacho con un político amigo, donde le llevé mis libros porque alguien de su despacho me lo había pedido, y una charla que ofreció en Válgame Dios, un restaurante en Chueca [Madrid].
Era un periodo ilusionante en España, se generó algo que algunos parecieron olvidar el mismo día que se nombraron los ministros. Era difícil negarse.
P. ¿Un encargo de ese calibre no hay que pensarlo?
R. Recibo la llamada ahora y vuelvo a aceptar.
Mi nivel de compromiso con algo que me gusta tanto como la cultura, y decidir, apoyar y fomentar las cosas que más me gustan en esta vida…, pues acepto, claro que acepto.
Y aceptaría ahora. No puedes pensar en pros y contras, en lo que pueda pasar.
P. ¿Y en qué pensó en ese momento?
R. Durante esa llamada mi cerebro iba a otra velocidad.
Sabía que todo iba a cambiar, pero las ganas y la ilusión me pudieron.
En todos los ministros que aceptan creo que debe haber algo de inconsciencia porque el encargo es tan grande… Pero la responsabilidad te puede.
Me lo dijo claramente: “No cuelgo. Tienes que decirme si aceptas”. Acepté. Y no pude terminar el desayuno.
A partir de ahí llegaron unos días que define como maravillosamente caóticos: estaba de gira con el libro mientras se mensajeaba con el presidente para preparar los primeros grandes temas del Ministerio: Ley de Propiedad Intelectual, los 200 años de El Prado, Ley de Mecenazgo… Y nadie sabía nada, solo su madre. Una de las paradas de aquellas firmas fue Santiago de Compostela. “No soy muy creyente, pero aquel día busqué refugio.
He ido tanto a misa que entré a ver al apóstol por inercia infantil, a pedir que fuera bien.
Y a lo mejor ha ido como quería el santo…”, bromea.
“Dentro de mí, solo pensaba en lo bonito que iba a ser. Es la primera vez que lo digo en voz alta, y se me genera un nudo.
No pensé en nada negativo. ¿Qué podía pasar? Que me desapareciera el Códice Calixtino, a lo más”.
Pero llegó el día del nombramiento y las cosas empezaron a cambiar.
Pero aquella que anuncia la que parece ser la noticia de tu vida pero termina como caramelo envenenado siempre es para peor.
Fue lo que le ocurrió a Màxim Huerta (Valencia, 1971) el día que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, le ofreció ser ministro de Cultura y Deportes.
“No sé cómo estoy”, dice el periodista y escritor, capaz hoy de hablar por primera vez de todo lo que vivió aquella semana hace casi un año.
Es el ministro más breve de la historia de España, se lo recuerda cada mañana la cartera que recibió en la jura de su cargo, colgada en su vestidor y que no piensa esconder.
“Es algo muy importante en mi vida, aunque, exceptuando la muerte de mi padre, también es lo que más sufrimiento me ha generado”, recuerda.
“No hemos hablado mucho del tema del Ministerio en casa, no sé si por salud o por miedo a verbalizar.
Porque, para mí, igual que fue una gran ilusión, que puse todo mi respeto y ganas en esa cartera, me ha dado el mismo volumen de dolor.
Ha sido como una enfermedad, salvando las distancias: ha habido dolor físico, había y hay médicos, y no encontraba la salida.
Pero los amigos, la familia, el mar, dibujar y reírme fueron ayudándome a salir.
El humor embellece y nos hace mejores. La burla no, en ella hay una mirada de superioridad.
Pero con mis primas hubo risas en ese verano de intensidad junto al mar”.
También hubo otras muchas fingidas, para no preocupar a su entorno y autoconvencerse de que todo había pasado.
Pero todo esto sucedió después de la llamada inesperada.
Y por ahí habría que empezar.
Pregunta. Cuénteme la llamada.
Respuesta. Estaba desayunando con mi amiga Virginia para preparar unas firmas de libros.
Tras dos llamadas perdidas de un teléfono desconocido, a la tercera lo cogí. Y era Pedro Sánchez.
Habla ahora desde la premisa de no ahondar en el drama porque no le gusta.
Aunque lo haya habido. Habla manteniendo la sonrisa durante toda la conversación, aunque en algunas partes se le haga un nudo en la garganta al verbalizar ciertas cosas y se esboce la emoción en sus ojos.
Este hijo único de un camionero y una modista creyó que podría ayudar a cambiar las cosas en un mundo por y para el que vive. Porque esta es una historia de ilusión y dolor, muy cerca de como Almodóvar ha titulado su última película.
P. ¿De qué le conocía?
R. De dos veces: una cita en un despacho con un político amigo, donde le llevé mis libros porque alguien de su despacho me lo había pedido, y una charla que ofreció en Válgame Dios, un restaurante en Chueca [Madrid].
Era un periodo ilusionante en España, se generó algo que algunos parecieron olvidar el mismo día que se nombraron los ministros. Era difícil negarse.
P. ¿Un encargo de ese calibre no hay que pensarlo?
R. Recibo la llamada ahora y vuelvo a aceptar.
Mi nivel de compromiso con algo que me gusta tanto como la cultura, y decidir, apoyar y fomentar las cosas que más me gustan en esta vida…, pues acepto, claro que acepto.
Y aceptaría ahora. No puedes pensar en pros y contras, en lo que pueda pasar.
P. ¿Y en qué pensó en ese momento?
R. Durante esa llamada mi cerebro iba a otra velocidad.
Sabía que todo iba a cambiar, pero las ganas y la ilusión me pudieron.
En todos los ministros que aceptan creo que debe haber algo de inconsciencia porque el encargo es tan grande… Pero la responsabilidad te puede.
Me lo dijo claramente: “No cuelgo. Tienes que decirme si aceptas”. Acepté. Y no pude terminar el desayuno.
A partir de ahí llegaron unos días que define como maravillosamente caóticos: estaba de gira con el libro mientras se mensajeaba con el presidente para preparar los primeros grandes temas del Ministerio: Ley de Propiedad Intelectual, los 200 años de El Prado, Ley de Mecenazgo… Y nadie sabía nada, solo su madre. Una de las paradas de aquellas firmas fue Santiago de Compostela. “No soy muy creyente, pero aquel día busqué refugio.
He ido tanto a misa que entré a ver al apóstol por inercia infantil, a pedir que fuera bien.
Y a lo mejor ha ido como quería el santo…”, bromea.
“Dentro de mí, solo pensaba en lo bonito que iba a ser. Es la primera vez que lo digo en voz alta, y se me genera un nudo.
No pensé en nada negativo. ¿Qué podía pasar? Que me desapareciera el Códice Calixtino, a lo más”.
“Cuando salió lo de Pedro Duque [se publicó que
tenía un chalé a nombre de una sociedad instrumental, supuestamente para
eludir impuestos] tuve una crisis muy gorda.
Vi la diferencia de trato,
tanto de los medios como del Gobierno. Y fui consciente de que debía
seguir callado y secando la herida"
“Noté los prejuicios. Desde las televisiones que van de progresistas y
maestras del periodismo trataron mi nombramiento con un fondo de burla.
Y
no tan fondo.
Me di cuenta de que para algunos era un intruso.
No soy gilipollas, soy mayor y tengo años, y hubo recochineo. Puedo
asegurarte que en aquel momento sentí la pérdida de la inocencia.
Si
algo me quedaba del adolescente de pueblo, se rompió no el día que
dimití, sino el que anunciaron mi nombramiento.
Les parecí tan
exótico... Llegué a sentir que preferían a Wert, mi antecesor en el
cargo.
Se satanizaba de dónde venía, que para casi todo el mundo no era
otro sitio que el sofá de Ana Rosa, del que me siento muy orgulloso y en
el que aprendí muchísimo.
Pero nadie destacaba los años de informativos
en Canal 9, cuando salté a presentar las ediciones nocturna y matinal
de Telecinco o la cobertura del 11-S.
Eso hubiera estropeado el
personaje que algunos estaban construyendo.
Con la distancia desde la
que lo veo ahora, me da incluso ternura: yo era fácil de ridiculizar,
por maricón, por venir de la tele, por asuntos varios, como mis tuits
cogidos con pinzas donde se interpretó que odiaba el deporte.
Da igual
que explicara cien veces que mi problema era no practicarlo porque soy
asmático.
Viajé a ver la final de Roland Garros, donde aproveché para
convencer a Conchita Martínez de que fuera secretaria de Estado.
Y antes
había ido a ver al Real Madrid de baloncesto y mucho al Barça.
En mi
primer acto como ministro, en el que iba a despedir a la selección, que
se iba al Mundial de Rusia, aún no tenía la cartera. Fui porque me
invitó el Rey.
Se mostró tan cercano y empático que hasta me pidió
hablar. Es uno de los gestos más bonitos que recuerdo de mi paso por el
Ministerio.
Lo agradeceré siempre. Pero para qué añadir datos: del sofá
de Ana Rosa al Ministerio.
Se buscaba el clic. Aprendí esos días más del
periodismo que de la política, te lo prometo”, asegura.
Seis días después del nombramiento, el ministro desbordante de ilusión se levantó con un titular que no esperaba: “Màxim Huerta usó una empresa para defraudar a Hacienda 256.778 euros entre 2006 y 2008”.
P. No puedo creer que no reparara antes en ese episodio.
R. Se me cayó tanto el pelo de los nervios en su momento y estaba tan pagado, sufrido y saldado que ni lo recordaba hasta que volvió a aparecer.
Y reitero: sanción administrativa, no fraude.
EL PAÍS fue el único que hizo una fe de errores.
P. Cuénteme exactamente lo que pasó.
R. Hice la declaración de la Renta a través de una sociedad, algo que en su momento mi asesor dijo que era completamente legal, que así lo hacían los que se dedican a lo mismo que yo.
Hacienda llegó años después, dijo que estaba mal así y me envió una notificación.
Yo pagué, pero como no estaba conforme puse un recurso, como cualquier ciudadano sobre algo que no está de acuerdo. ¡Imagínate la intención de ocultar nada, si era yo quien recurría!
Pero perdí el recurso y pagué la multa. No hubo más.
"Uno de los momentos más bonitos que he tenido
con mi madre fue la noche en la que dimití, los dos solos.
Me quité el
traje, apagamos la tele y cenamos frente a frente, sin sonido en el
móvil.
Luego me rompí"
R. Bueno, esa mañana al principio me rebelé, no quería irme. Reconozco que con un poco de apoyo por parte del Gobierno me habría quedado, pero unos años atrás Pedro Sánchez ya dijo que no tendría a nadie con sociedades en su Gobierno.
Y fui consciente de que me había convertido en un problema para él.
Luego se ha visto que las varas de medir las tenemos de diferentes tamaños, pero yo a las doce de la mañana ya tenía claro que se había acabado.
Antes de que empezáramos a hablar le dije que dimitía ese mismo día.
“No tengo ningún problema en irme, yo no soy político”, así arranqué.
Él aceptó y la charla derivó a una empatía de todos los colores cuyos detalles, si me perdona, me voy a quedar para mí.
Se lo comuniqué a dos íntimos, a mi asesor y a mi jefe de gabinete. Llegué a La Moncloa con el discurso escrito.
P. Fue casi igual de rápido en abandonar que en aceptar.
R. Cuando mastiqué un poco todo, lo vi claro.
Además, yo siempre había sido de los que pedían celeridad en las dimisiones.
Debía tener coherencia y sentido común:
hablé con el presidente, dimití, luego rueda de prensa y listo.
De un modo casi quirúrgico. Se acabó.
Y decidí que a partir de ahí el silencio sería mi mejor respuesta.
P. ¿En qué se convirtió la ilusión que le había llevado hasta ahí?
R. En una hostia gigantesca. Me quedé solo en el despacho, y sí que lloré. Estaba roto.
El momento de soledad ahí, a puerta cerrada, fue fuerte.
Llegó un amigo para ayudarme a recoger los trastos, las fotos de mis padres y mis sobrinas.
Y para mi madre creo que fue un alivio.
Luego me rompí algunas veces más, pero como mi madre siempre dice que hay que salir llorado de casa, me iba a la playa, donde no me viera.
P. ¿Qué hizo con la rabia que provoca la impotencia?
R. Me ofrecieron colaboraciones fijas si daba una entrevista, temporadas completas en algunos programas a cambio de hablar, pero preferí el silencio.
No quería que de mí saliera ni una sola frase con rabia.
En un país que echa fuego, lo último que quería yo era regalar titulares.
Entonces vinieron los viajes: a Londres con sus amigos, a la Provenza buscando inspiración para una novela…
Volvió a casa y se dio cuenta de que estaba escondiéndose: era incapaz de escribir, tener una conversación normal, contestar al teléfono o verbalizar nada.
Había cerrado en falso, el dolor estaba vivo”, admite. Empezó a escribir cuando fue capaz de plasmar en papel todo lo que había vivido. Pero no piensa publicarlo.
P. ¿Cómo es posible que diga que volvería a aceptar?
R. Porque estoy orgulloso de haberlo hecho, aunque tenga algo de inconsciente.
Poder aportar cosas me parece un destino maravilloso.
Cuando ahora algunos actores, deportistas y escritores me dicen lo buen ministro que hubiese podido ser, me ayudan a ver que estoy vivo y que tengo que hacer muchas cosas.
P. ¿El tiempo coloca todo en su sitio?
R. Sí, ya lo he visto. A mí también.
Quizá por eso, el gesto final de su vuelta llegó con la gala de los Goya.
Presentó el premio al mejor corto de ficción, toda una declaración de intenciones.
“No se preocupen que ya saben que soy breve”, dijo al público nada más pisar el escenario, y el aplauso fue robusto. “Viva el humor, la ironía, la cultura y el cine español”, remató.
Aquella doble ovación supuso el final de su duelo.
“Me hicieron la mitad de la terapia del psicólogo.
Salí como quien sale de unos baños termales.
Unos días después me encontré al actual ministro, José Guirao, en un homenaje a Carmen Alborch, y me dijo que no pudo felicitarme por mi cierre.
Hasta él mismo lo vio así”, reconoce ahora.
R. Los pienso tanto que no acepto ninguno.
Esta pregunta que me acaba de hacer me la habría hecho mi psicólogo.
P. ¿Es cierto que su próxima novela la firmará como Máximo Huerta?
R. Este libro que saco ahora, Intimidad improvisada, es una recopilación de textos, sensaciones, ironía y ternura.
El último de ellos está dedicado a todo esto, necesitaba hacer una sutura en forma de artículo.
Pero en la novela que saldrá después pondrá lo mismo que en mi DNI: Máximo Huerta
. Como después de las turbulencias he vuelto a la pista de aterrizaje, o sea, a mi familia, voy a recuperar el nombre que me pusieron mis padres.
Pero seguiré siendo Màxim, claro.
P. ¿Se ha desahogado?
R. Me quedo tranquilo.
No pasa nada por hablar, no es para tanto.
El silencio es la peor censura que tenemos, y yo me la he impuesto.
Hablar de emociones y cómo lo he pasado no es nada malo. C’est fini la comédie, que cantaba Dalida.
Porque, como diría Chenoa, soy humano.
Esta entrevista forma parte del número de abril de la revista ICON, mañana sábado 6 de abril gratis con EL PAÍS.
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