Extracto de la obra 'El sueño de Sancho', de Manuel Lozano Leyva.
Tras escudriñar con paciencia la Santopedia, los únicos santos que se
puede encontrar que lo fueron por hacer algún bien social u obra de
utilidad pública han sido san Cosme y san Damián.
De la madre Teresa de Calcuta quizá mejor no hablar, porque ha acumulado hasta acusaciones de crímenes contra la humanidad por su apego al sufrimiento y al dolor.
De sus pacientes, claro. El desprecio eclesiástico por los medicamentos paliativos aún es algo actual.
Y ya que estamos hablando de medicina, cons ideremos tres asuntos médicos fundamentales para la sanidad: la higiene, la vacunación y la anestesia general.
A los tres se opuso la Iglesia.
Con la higiene fue más allá y traspasó todos los límites de humanidad.
Cuando se declaraba una epidemia a lo largo del siglo XVIII, lo primero que los médicos prescribían era someter a cuarentena las barriadas afectadas, aislándolas incluso por la fuerza sí fuera menester.
Lo primero que hacía la Iglesia era, como siempre, convocar rogativas en catedrales e iglesias, así como un vía crucis en procesiones multitudinarias, para pedir al Señor que intercediera para lograr el cese del castigo divino.
El clamor de los médicos ante la locura de juntar a la gente era como mínimo desoído.
Como máximo, eran amenazados tan seriamente que muchos pagaron las consecuencias. Esto ocurría en casi toda Europa, pero de estas felonías eclesiásticas quedó constancia puntual de las muchas acontecidas en mi ciudad de Sevilla.
Y, si se piensa que hablamos de tiempos muy antiguos, no hay más que recordar lo que opina la Iglesia en la actualidad sobre el uso del preservativo en África para atenuar el horror de la epidemia del sida que allí sufren.
No nos indignemos y encarrilemos el siglo XIX, algo que es difícil hacer con cierto humor, porque el protagonista principal de su arranque fue Napoleón Bonaparte.
Este fue un magnífico militar, genial, quizá, y un azote para Europa.
De la madre Teresa de Calcuta quizá mejor no hablar, porque ha acumulado hasta acusaciones de crímenes contra la humanidad por su apego al sufrimiento y al dolor.
De sus pacientes, claro. El desprecio eclesiástico por los medicamentos paliativos aún es algo actual.
Y ya que estamos hablando de medicina, cons ideremos tres asuntos médicos fundamentales para la sanidad: la higiene, la vacunación y la anestesia general.
A los tres se opuso la Iglesia.
Con la higiene fue más allá y traspasó todos los límites de humanidad.
Cuando se declaraba una epidemia a lo largo del siglo XVIII, lo primero que los médicos prescribían era someter a cuarentena las barriadas afectadas, aislándolas incluso por la fuerza sí fuera menester.
Lo primero que hacía la Iglesia era, como siempre, convocar rogativas en catedrales e iglesias, así como un vía crucis en procesiones multitudinarias, para pedir al Señor que intercediera para lograr el cese del castigo divino.
El clamor de los médicos ante la locura de juntar a la gente era como mínimo desoído.
Como máximo, eran amenazados tan seriamente que muchos pagaron las consecuencias. Esto ocurría en casi toda Europa, pero de estas felonías eclesiásticas quedó constancia puntual de las muchas acontecidas en mi ciudad de Sevilla.
Y, si se piensa que hablamos de tiempos muy antiguos, no hay más que recordar lo que opina la Iglesia en la actualidad sobre el uso del preservativo en África para atenuar el horror de la epidemia del sida que allí sufren.
No nos indignemos y encarrilemos el siglo XIX, algo que es difícil hacer con cierto humor, porque el protagonista principal de su arranque fue Napoleón Bonaparte.
Este fue un magnífico militar, genial, quizá, y un azote para Europa.
Las guerras en las que se vio involucrado (debemos expresarlo
así, porque no todas las provocó él) ocasionaron otra vez millones de
muertos.
Además, la crueldad con la que se desenvolvió en muchas de
ellas (tal vez la peor fuera la de su aciaga campaña de Egipto) lo
convirtieron en un auténtico genocida.
Sin embargo, a Napoleón hay que
reconocerle algunas cosas positivas.
Por una parte, los valores que promovía eran los de la Revolución Francesa
(laicismo, libertad, igualdad y fraternidad).
Acabó distorsionándolos
todos mediante la imposición militar de estos.
Y el máximo dislate
acaso fue el hecho de transformar la república en un imperio y nombrar
monarcas aquí y allá (sobre todo a sus hermanos).
Como remate de la
operación, aceptó la monarquía papal como una más y, para colmo,
estableció que esta fuera supranacional.
Por mucho rechazo que provocaran sus métodos, esos valores fueron
arraigando en Europa, aunque fuera a trancas y barrancas. Por otra
parte, Napoleón entrevió con claridad el poder de la educación, de la técnica y de la ciencia.
Consideremos tres asuntos médicos
fundamentales para la sanidad que se desarrollaron en el XIX: la
higiene, la vacunación y la anestesia general.
A los tres se opuso la
Iglesia
Las escuelas superiores de magisterio, politécnicas y científicas que
mandó organizar fueron el canon sobre el que se organizaron muchísimas
de ellas en los países europeos.
La ingeniería fue así estructurada científicamente
y la ciencia, a su vez, quedó incrustada de forma definitiva en las
universidades, con lo que se pudo eliminar de ellas casi todo el poder
eclesiástico.
La intelectualidad de la Iglesia se vio reducida al
derecho canónico, la teología y poco más.
Aunque, eso sí, no
renunciaron, donde pudieron (por ejemplo, en Italia y en España), a
seguir controlando la enseñanza básica como la vía más eficaz de
adoctrinamiento y de proselitismo.
Los jesuitas lo hicieron con eficacia
en los países de los que no habían sido expulsados, pero a ello también
se dedicaron con afán todas las órdenes religiosas masculinas y muchas
femeninas.
Temían, con razón, que, sí no se adoctrinaba a los niños, convencer
con argumentaciones a los adultos de la verdad de los dogmas y las
creencias de la Iglesia resultaría imposible.
De los cuatro pilares en que se sustentaban las Iglesias
cristianas, el teológico había sido resquebrajado por los científicos
del XVII y los filósofos del XVIII y el político lo había dañado, en
gran medida, Napoleón, por eso no iban a renunciar al cultural y al
psicológico.
La manera más eficaz de apoyarse en esas dos columnas era impregnar a los menores de sentimientos religiosos y a los pobres de ayuda, esperanza y compasión.
A ello se dedicó la Iglesia con tesón sin desistir, en absoluto, de acaparar todo el poder político que le permitieran las circunstancias de cada país, que, en muchos, fueron extraordinariamente propicias para ello.
¿De verdad el conflicto entre la ciencia y el cristianismo estaba carcomiendo la compleja teología que este había desarrollado?
Sin duda, pero, además, esta carcoma no había hecho más que empezar.
Adelantemos ya lo que ocurrió con el conflicto: la biología hirió de muerte a las creencias cristianas en el siglo XIX; la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica certificaron su finiquito en el siglo XX; y en el XXI puede que estemos asistiendo a un nuevo deísmo infinitamente más humano, profundo y alegre que todo el misticismo y la trascendencia anteriores.
Sin embargo, esto es solo desde el punto de vista teológico o, si se quiere, filosófico, porque, desde los otros tres no se vislumbra la derrota con tanta claridad.
De hecho, si desde la política no logramos defendernos de los ataques de las religiones, aún podemos sucumbir a ellas y todo el avance intelectual conseguido puede venirse abajo.
La manera más eficaz de apoyarse en esas dos columnas era impregnar a los menores de sentimientos religiosos y a los pobres de ayuda, esperanza y compasión.
A ello se dedicó la Iglesia con tesón sin desistir, en absoluto, de acaparar todo el poder político que le permitieran las circunstancias de cada país, que, en muchos, fueron extraordinariamente propicias para ello.
¿De verdad el conflicto entre la ciencia y el cristianismo estaba carcomiendo la compleja teología que este había desarrollado?
Sin duda, pero, además, esta carcoma no había hecho más que empezar.
Adelantemos ya lo que ocurrió con el conflicto: la biología hirió de muerte a las creencias cristianas en el siglo XIX; la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica certificaron su finiquito en el siglo XX; y en el XXI puede que estemos asistiendo a un nuevo deísmo infinitamente más humano, profundo y alegre que todo el misticismo y la trascendencia anteriores.
Sin embargo, esto es solo desde el punto de vista teológico o, si se quiere, filosófico, porque, desde los otros tres no se vislumbra la derrota con tanta claridad.
De hecho, si desde la política no logramos defendernos de los ataques de las religiones, aún podemos sucumbir a ellas y todo el avance intelectual conseguido puede venirse abajo.
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