Puede ser de oro y hermosa, pero es la jaula que supone ser solo uno mismo”, dirá él, que vende libros por millones y cuyo nombre suena infaltablemente como candidato al Nobel desde hace una década.
Haruki Murakami, autor de novelas como Tokio blues, Baila, baila, baila y 1Q84, y el escritor japonés que ha sido traducido a 50 idiomas, hizo de la literatura un salvoconducto para burlar ese encierro.
Y de no conceder entrevistas, parte de su leyenda.
¿Murakami, el que corre un maratón por año desde hace 37, escribe improvisando como un jazzman y tiene una colección de 10.000 vinilos?
¿El que tachona sus historias de personajes sin nombre, canciones, túneles, gatos, soledades, espectros, sueños, crueldades y vuelve al amor y al desamor —una y otra vez— como si en verdad pudiéramos entenderlos?
Ese mismo Murakami (Kioto, 1949), fanático de los Beatles y casado a lo Lennon desde hace 47 años con una mujer llamada Yoko, acaba de entrar al salón del cuarto piso del hotel que ocupa hoy el solar de la primera casa construida en el casco colonial de Quito, fundada por Francisco Pizarro en el siglo XVI.
El narrador que imagina novelas por entregas con libros iniciales de 600 páginas y tiene a los lectores colgados como yonquis esperando las siguientes 400 visita por primera vez Sudamérica a raíz de los festejos de un siglo de relaciones entre Ecuador y Japón. “La altitud hace peligroso correr aquí, pero visité Galápagos, que es muy hermoso.
Hablé también en un teatro donde unas 2.000 personas me hicieron sentir como Bruce Springsteen”, bromea.
Lleva una barba entrecana de varios días y calza deportivas negras con cordones color naranja rabioso que hacen temer que se dará a la carrera si las preguntas lo incomodan.
Confirma en la charla algo leído: tiempo atrás compró en Hawái la casa donde se filmó Perdidos.
“Fue casualidad, no conocía la serie; cuando la vi me gustó, pero eran otros los que decían: ‘¡Esa es tu casa!’. Yo no fui capaz de reconocerla”.
Cortés, al hablar en inglés cultiva un tic: antes de responder estira los silencios como si los catara y desvía la vista hacia la derecha buscando palabras que lo expliquen en ese idioma ajeno.
Su decimocuarta novela es la excusa de este encuentro: La muerte del comendador refiere a una escena de la ópera Don Giovanni, de Mozart, y a una pintura que encuentra el protagonista, un retratista en plena crisis existencial.
Se publica en dos volúmenes (Tusquets lanzó el segundo el 15 de enero) y solo en Japón ha vendido 1.800.000 ejemplares.
La muerte del comendador empieza con un sueño inquietante: un artista debe pintar el retrato de un hombre sin rostro. ¿Llegó así la idea del libro?
No, agregué ese prólogo. Lo primero que apareció fue el paisaje. Una casa cerca del mar, en lo alto de una montaña y en el límite: hacia delante se ve despejado, y hacia atrás, siempre nubarrones. Escribí esos párrafos iniciales y me pregunté qué pasaría porque no tenía idea.
El protagonista cuenta la historia de su esposa, de quien se separa cuando le dice que no puede seguir viviendo con él.
Recorre Japón en coche, solo, aturdido, sin entender qué sucede, hasta que varios meses después un amigo le presta esa casa.
Muchas de sus ficciones presentan protagonistas en crisis que atraviesan la treintena. ¿Qué significado tiene esa década para usted?
En Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, una novela larga de los noventa, narré la vida de un treintañero cuya cotidianidad cambia cuando desaparecen primero su gato y luego su mujer. Empecé en tercera persona, pero volví a la primera porque sentía que lo que quería contar requería mayor intimidad.
No sé por qué elijo esos protagonistas. Tal vez sea ese sesgo personal, esa búsqueda de sentido en medio de la vacilación, lo que me interesa.
Es como si a esa edad nos diéramos cuenta de que esa vida es la nuestra.
Ese proceso de apropiación me intriga. Uno no es tan joven ya, pero tampoco viejo. Es libre y vulnerable a la vez.
Este personaje, sin embargo, no se siente tan libre, ¿no? Su crisis es radical: pinta retratos, vive de eso, pero no sabe cuál es su obra.
Lucha para entender lo que quiere expresar; es una búsqueda definitoria.
La novela cuenta también eso: su descubrimiento como artista, su estado mental como creador.
¿Qué colores usaría para pintar su propio retrato? ¿Colores? Cuando escribo pienso en música, no veo ningún color.
Quizá sea una forma de poder usarlos todos. Me pasa algo similar con los sueños. Yo no sueño.
O no los recuerdo, pero mi literatura está llena de ellos; los imagino. Un amigo mío, psiquiatra, solía decirme: “Escribes, no tienes que soñar”.
¿Se ha psicoanalizado alguna vez? No, el psicoanálisis no me interesa, pero sí debería haberle preguntado por qué no creía necesario que yo soñara.
Lo lamento; murió hace algunos años.
¿Extraña algo de su vida anterior a la literatura, la época en que su mujer y usted regentaban un club de jazz? Extraño el mundillo, los músicos.
Pero desde agosto conduzco un programa de radio en Tokio.
Soy pinchadiscos y recuperé lo más divertido de aquel tiempo.
Elijo la música —rock, pop, jazz— y hablo sobre ella y sobre literatura.
Tenía mis dudas, pero Yoko me alentó: “Puedes hacerlo. Serías un buen DJ”, me dijo. Y estoy disfrutándolo. El sentimiento es de puro placer.
Publicó su primera novela en 1979 y cambió su rutina: dejó de trasnochar, comenzó a correr diariamente… ¿Le gustaría que sus lectores lo leyeran también con todo el cuerpo?
[Se ríe] No, escribir novelas largas como las mías requiere un esfuerzo sostenido y metódico.
No es un trabajo liviano; escribo con la sensación física de darlo todo; administro mi energía como el aire en los maratones e intento ofrecer siempre algo nuevo.
Solo espero que el lector disfrute del libro. Esa es su parte.
Lo preguntaba por el modo en que sus relatos convocan todos los sentidos. Hay música, sexo, comida… Me gustan las cosas físicas. Si escribo sobre alguien que bebe una cerveza, espero que los lectores quieran una
Busco imprimirle a mi literatura esa dimensión porque confío en la reacción corporal como algo auténtico, inmanejable, y si aparece, creo que la historia está funcionando.
Si alguien en el libro enferma, me gustaría que el lector viviera sus síntomas. Ese es el propósito del relato.
Escribir sobre la soledad, la violencia, la locura, ¿qué es lo más desafiante? Lograr que los lectores rían.
No sonreír; hablo de reír a carcajadas. Muchos japoneses leen mis libros de pie en el metro o en el tren, cuando van al trabajo; la gente alrededor los mira, puede resultar hasta vergonzoso para ellos.
Pero yo siento que logré lo que buscaba.
¿Por qué es tan importante para usted? Reír y llorar son las emociones más transparentes.
Pero hacer llorar es más sencillo. Cuando ríes es porque tu atención se ha relajado; estás allí, hay entre lo que el libro cuenta y lo que sientes un punto de encuentro, una humanidad corpórea. Me gusta llegar a ese espacio común.
Soy escritor y, por supuesto, tengo opiniones e ideas que expresar, pero sin ese nivel físico esencial, risa y llanto, creo que sería muy difícil transmitir lo que quiero contar.
¿Tiene un sentido especial para usted cumplir 70 años? No siento nada especial, pero tampoco me arrepiento.
Cometí errores, como todos, pero lo que pasó, pasó. La inocencia es inevitable; en eso soy una especie de fatalista.
Me ha preguntado si lamento no haber tenido hijos.
Simplemente sucedió. No puedo hacer nada. Acepto lo que sucede. Quizás en esto sea diferente de otras personas.
Vivo y escribo mis novelas desde esa aceptación. Es importante para mí.
¿Acepta también sus miedos? ¿A qué le teme? Me estoy haciendo viejo.
No sé cómo es ni qué se siente porque es mi primera experiencia [se ríe].
Pero tengo curiosidad y es más fuerte que el miedo. Me gustaría ver qué me va a pasar.
He corrido maratones durante 36 o 37 años. Pero como estoy envejeciendo, empeoro; soy más lento cada vez.
No importa. Quiero saber durante cuánto tiempo más podré correr y disfrutarlo.
Muchos amigos lo dejaron porque les deprime. A mí no. Es la vida y quiero saber cómo sigue, qué va a pasar conmigo.
Me entusiasma.
¿Le sorprende su éxito global? ¡Me gustaría que me lo explicaran! Sucedió en los últimos 20 años.
Gratifica, pero es algo que pasó en los demás.
Yo sigo igual: escribo por la mañana, cuatro o cinco horas, la misma cantidad de páginas, y cuando me levanto de la silla, solo quiero saber adónde me llevará la historia.
Por eso vuelvo al día siguiente.
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