Los hijos del torero fallecido en abril de 2017, enfrentados por la compra de la finca El Palomar.
El intento de compra de la finca El Palomar por uno de los hijos del diestro fallecido Sebastián Palomo Linares a sus actuales propietarios, los hermanos Lozano (Pablo, José Luis y Eduardo), parece que ha abierto un nuevo enfrentamiento entre los tres descendientes
del torero, Sebastián, Miguel y Andrés, que no mantienen buenas
relaciones entre ellos, como ya se puso de manifiesto en el entierro de
su padre, fallecido el 24 de abril de 2017.
Al parecer, Miguel, el hijo mediano –un exitoso empresario inmobiliario– habría decidido comprar la finca que su padre adquirió en 1981 y que años más tarde se vio obligado a vender a los hermanos Lozano –ganaderos, empresarios, apoderados taurinos y protectores del torero desde sus inicios– para hacer frente a los embargos de dos entidades bancarias y de la Agencia Tributaria.
No obstante, el torero y su familia mantuvieron allí su residencia por deferencia de los nuevos propietarios, por lo que El Palomar –que consta de 72 hectáreas de terreno y una vivienda de 1.335 metros cuadrado, situada a 60 kilómetros de Madrid, entre Seseña y Aranjuez– forma parte sustancial de la vida de los tres hermanos.
La venta de la finca ha sido confirmada por los hermanos Lozano, dueños desde 1997, pero esta herencia sentimental se ha convertido en un nuevo motivo de guerra entre los vástagos de Palomo Linares.
Se desconoce el precio de la transacción, pero se ha publicado que podría rondar los cuatro millones de euros.
Antes de que la operación se hiciera efectiva por Miguel Palomo, los otros dos hermanos habrían comprado el 70% entre ambos.
No está claro, entonces, si el problema ha surgido ante un fallido intento de recompra por parte de Miguel a sus hermanos, que podrían haber elevado sus pretensiones económicas.
Sea como fuere, lo cierto es que los problemas vuelven a aparecer en el seno de una familia golpeada por el infortunio provocado por una tempestuosa separación matrimonial de una pareja aparentemente modélica entre un torero famoso, Sebastián Palomo Linares, y una colombiana, Marina Danko, heredera de una fortuna cafetera y aficionada a las joyas.
“Palomo carecía de patrimonio; cuando murió solo tenía a su nombre una modesta cuenta bancaria; vivía en El Palomar por decisión de sus propietarios, los hermanos Lozano, y sus ingresos se limitaban a su trabajo como pintor y a sus colaboraciones en la televisión de Castilla-La Mancha; sus hijos no tendrán herencia que repartir”.
Este era el testimonio de una persona del entorno del torero en las fechas posteriores a su fallecimiento.
Palomo Linares había muerto días antes de cumplir los 70 años, disfrutaba con la pintura y sonreía al lado de la jueza Concha Azuara, la mujer con la que mantenía una relación sentimental desde hacía cuatro años.
Pero esa sonrisa del torero escondía una triste pesadilla.
Conoció a Marina –hija de un jugador de fútbol húngaro, Inre Danko, que se casó con la hija del rey del café de Colombia– en 1970 cuando la colombiana, de solo 15 años, estaba de vacaciones con sus padres en Palma de Mallorca.
A pesar de la oposición familiar, la historia de amor acabó en boda el 26 de abril de 1977 en la iglesia madrileña de Los Jerónimos ante una multitud de invitados.
El matrimonio –una de las parejas más glamurosas del panorama social español– se separó en 2011, 34 años después, aquejado por graves problemas económicos, y los esposos se convirtieron en enemigos irreconciliables.
El conflicto familiar afectó a la relación del torero con sus tres hijos, con los que mantuvo un trato conflictivo desde entonces.
“He sido siempre radical y mal perdonador”, confesó el torero en mayo de 2015, cuando se descubrió en la plaza de toros madrileña un azulejo que recordaba el rabo que cortara en ese ruedo en mayo de 1972.
En aquel acto se mostró como un hombre de fuerte carácter y amor propio, avispado y rebelde, nada fácil, aparentemente, para la convivencia.
“Quien me hace una faena me la hace para toda la vida, porque no doy segundas oportunidades”, insistió.
Algunos de sus amigos aportaron entonces más datos de su personalidad: fue un hombre generoso y manirroto también; un mal gestor de su patrimonio, que no acertó en sus inversiones empresariales y recibió con frecuencia los requerimientos de Hacienda.
Este comportamiento del torero y el modo “muy diferente de ver la vida” que tenía los miembros del matrimonio, según sus allegados, podrían explicar que tuvieran que vender El Palomar a sus padres adoptivos, los hermanos Lozano, y que dilapidaran la fortuna que Palomo Linares ganó en los ruedos.
La historia no tuvo un final feliz.
Se acabó el amor de la pareja, los tres hijos pagaron las consecuencias de los problemas familiares y ellos mismos ampliaron las desavenencias con enfrentamientos personales.
Palomo murió inesperadamente cuando la sonrisa volvía a su semblante, sin patrimonio y enfrentado a su familia.
Ahora, sus descendientes quieren recuperar la memoria sentimental de sus vidas, pero parece que las heridas les impiden recomponer la convivencia.
Al parecer, Miguel, el hijo mediano –un exitoso empresario inmobiliario– habría decidido comprar la finca que su padre adquirió en 1981 y que años más tarde se vio obligado a vender a los hermanos Lozano –ganaderos, empresarios, apoderados taurinos y protectores del torero desde sus inicios– para hacer frente a los embargos de dos entidades bancarias y de la Agencia Tributaria.
No obstante, el torero y su familia mantuvieron allí su residencia por deferencia de los nuevos propietarios, por lo que El Palomar –que consta de 72 hectáreas de terreno y una vivienda de 1.335 metros cuadrado, situada a 60 kilómetros de Madrid, entre Seseña y Aranjuez– forma parte sustancial de la vida de los tres hermanos.
La venta de la finca ha sido confirmada por los hermanos Lozano, dueños desde 1997, pero esta herencia sentimental se ha convertido en un nuevo motivo de guerra entre los vástagos de Palomo Linares.
Se desconoce el precio de la transacción, pero se ha publicado que podría rondar los cuatro millones de euros.
Antes de que la operación se hiciera efectiva por Miguel Palomo, los otros dos hermanos habrían comprado el 70% entre ambos.
No está claro, entonces, si el problema ha surgido ante un fallido intento de recompra por parte de Miguel a sus hermanos, que podrían haber elevado sus pretensiones económicas.
Sea como fuere, lo cierto es que los problemas vuelven a aparecer en el seno de una familia golpeada por el infortunio provocado por una tempestuosa separación matrimonial de una pareja aparentemente modélica entre un torero famoso, Sebastián Palomo Linares, y una colombiana, Marina Danko, heredera de una fortuna cafetera y aficionada a las joyas.
“Palomo carecía de patrimonio; cuando murió solo tenía a su nombre una modesta cuenta bancaria; vivía en El Palomar por decisión de sus propietarios, los hermanos Lozano, y sus ingresos se limitaban a su trabajo como pintor y a sus colaboraciones en la televisión de Castilla-La Mancha; sus hijos no tendrán herencia que repartir”.
Este era el testimonio de una persona del entorno del torero en las fechas posteriores a su fallecimiento.
Palomo Linares había muerto días antes de cumplir los 70 años, disfrutaba con la pintura y sonreía al lado de la jueza Concha Azuara, la mujer con la que mantenía una relación sentimental desde hacía cuatro años.
Pero esa sonrisa del torero escondía una triste pesadilla.
Conoció a Marina –hija de un jugador de fútbol húngaro, Inre Danko, que se casó con la hija del rey del café de Colombia– en 1970 cuando la colombiana, de solo 15 años, estaba de vacaciones con sus padres en Palma de Mallorca.
A pesar de la oposición familiar, la historia de amor acabó en boda el 26 de abril de 1977 en la iglesia madrileña de Los Jerónimos ante una multitud de invitados.
El matrimonio –una de las parejas más glamurosas del panorama social español– se separó en 2011, 34 años después, aquejado por graves problemas económicos, y los esposos se convirtieron en enemigos irreconciliables.
El conflicto familiar afectó a la relación del torero con sus tres hijos, con los que mantuvo un trato conflictivo desde entonces.
“He sido siempre radical y mal perdonador”, confesó el torero en mayo de 2015, cuando se descubrió en la plaza de toros madrileña un azulejo que recordaba el rabo que cortara en ese ruedo en mayo de 1972.
En aquel acto se mostró como un hombre de fuerte carácter y amor propio, avispado y rebelde, nada fácil, aparentemente, para la convivencia.
“Quien me hace una faena me la hace para toda la vida, porque no doy segundas oportunidades”, insistió.
Algunos de sus amigos aportaron entonces más datos de su personalidad: fue un hombre generoso y manirroto también; un mal gestor de su patrimonio, que no acertó en sus inversiones empresariales y recibió con frecuencia los requerimientos de Hacienda.
Este comportamiento del torero y el modo “muy diferente de ver la vida” que tenía los miembros del matrimonio, según sus allegados, podrían explicar que tuvieran que vender El Palomar a sus padres adoptivos, los hermanos Lozano, y que dilapidaran la fortuna que Palomo Linares ganó en los ruedos.
La historia no tuvo un final feliz.
Se acabó el amor de la pareja, los tres hijos pagaron las consecuencias de los problemas familiares y ellos mismos ampliaron las desavenencias con enfrentamientos personales.
Palomo murió inesperadamente cuando la sonrisa volvía a su semblante, sin patrimonio y enfrentado a su familia.
Ahora, sus descendientes quieren recuperar la memoria sentimental de sus vidas, pero parece que las heridas les impiden recomponer la convivencia.
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