En este centro de Málaga, los inmigrantes aprenden la lengua de su nuevo país y buscan compañía.
No tiene número la casa de la calle Bustamante de Málaga donde
maestros jubilados educan en español a los emigrantes que llegan aquí
por tierra o en pateras.
Viven buscando refugio; tuvieron que escuchar, los maestros también, que podrían estar entre los 52.000 deportados que anuncian discursos políticos de la derecha reciente.
Esta de la calle Bustamante es una universidad popular y bulliciosa. A cualquier hora.
Desde 1990 funciona organizada por Málaga Acoge.
En cada uno de sus cubículos hay, esta mañana del último jueves, árabes, africanos o ucranianos en clases de alfabetización, ante sus cuadernos inéditos.
Hay también maestros para los que ya saben algo e incluso para los que son, verdaderamente, universitarios cuyos oficios (dentista, músico, médico) se han interrumpido por un viaje que tiene dos causas: la necesidad y el hambre.
Adela Jiménez Villarejo, la educadora más veterana, fundadora, en 1990, de esta institución, resume la conversación con un emigrante indio.
No sabe otro idioma que el suyo, trabaja sin descanso entre personas que hablan su idioma.
Le cuesta aprender y esto es todo lo que dice:
-Indio, indio, restaurante, casa, dormir.
Para estos educadores –Manuel Vergara, Adela, Lola Avilés, Pilar Ampudia, Teresa Cobo, Carmen Espeja, José Tomas Pacheco— estas personas “son seres, nombres propios, no son números”, de modo que esa cifra, 52.000, señalada por políticos que aventaron la idea de deportarlos, les produjo “indignación, rabia, impotencia”
Viven buscando refugio; tuvieron que escuchar, los maestros también, que podrían estar entre los 52.000 deportados que anuncian discursos políticos de la derecha reciente.
Esta de la calle Bustamante es una universidad popular y bulliciosa. A cualquier hora.
Desde 1990 funciona organizada por Málaga Acoge.
En cada uno de sus cubículos hay, esta mañana del último jueves, árabes, africanos o ucranianos en clases de alfabetización, ante sus cuadernos inéditos.
Hay también maestros para los que ya saben algo e incluso para los que son, verdaderamente, universitarios cuyos oficios (dentista, músico, médico) se han interrumpido por un viaje que tiene dos causas: la necesidad y el hambre.
Adela Jiménez Villarejo, la educadora más veterana, fundadora, en 1990, de esta institución, resume la conversación con un emigrante indio.
No sabe otro idioma que el suyo, trabaja sin descanso entre personas que hablan su idioma.
Le cuesta aprender y esto es todo lo que dice:
-Indio, indio, restaurante, casa, dormir.
Para estos educadores –Manuel Vergara, Adela, Lola Avilés, Pilar Ampudia, Teresa Cobo, Carmen Espeja, José Tomas Pacheco— estas personas “son seres, nombres propios, no son números”, de modo que esa cifra, 52.000, señalada por políticos que aventaron la idea de deportarlos, les produjo “indignación, rabia, impotencia”
Y aquí están, aprendiendo la lengua, tratando de hacerse entender en las farmacias y en los mercados; también, dicen sus educadores, encuentran en sus compañeros de clase nuevas amistades.
Atrás quedaron familiares y países; saben que no van a ser, aquí, profesores, o médicos, técnicos o camareros. “Quieren vivir”. Acaso diciendo tan solo “indio, indio, restaurante, casa, dormir”.
Esta universidad chiquita es un alivio;
esta mañana dicen palabras optimistas sobre la acogida, Málaga los trata bien; pero, creen los maestros, es quizá porque el foco está puesto ahora sobre ellos por los periodistas.
“Pero esto es muy duro. Incomprensión, egoísmo, falta de entendederas. Han convertido la inmigración en un infierno”.
En este país que fue de emigrantes, la policía es mejor que las leyes.
María Luisa I. Thomson Caplin, abogada del turno de oficio que se ocupa de ellos desde que llegan en pateras, es consecuencia ella misma de una historia de emigrantes españoles a los que el exilio arrojó en México.
Y es ahora una mano que asiste a los que arañan la Costa del Sol. “Todo es absurdo. Niños, jóvenes, mayores.
Buscan una vida nueva. Y aquí los separan de sus hijos.
Son prudentes, educados, pacíficos”. La ley los retiene, los detiene, los deja marchar y se diluyen.
“¿Dónde los van a encontrar los que quieren deportarlos?”
En el aula de los analfabetos una mujer mayor trata de saber cómo se coge el lapicero.
El maestro explica por qué está allí. “Me jubilé. Vine a echar una mano.
Ahora nada me puede hacer más feliz que escuchar que uno de estos inmigrantes me dice que ya puede leer”.
Aprenden la lengua de un país que aquí al menos, en este recinto que los acoge, los quiere lejos de la desolación o la intemperie.
Estos que los asisten en la peculiar universidad de la calle Bustamante saben qué es lo peor:
“El rumor de que esta gente viene a aprovecharse de nosotros. De que nos roban lo nuestro”.
Los maestros encuentran una sola palabra en el diccionario de su rabia: indignación.
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