Poseedor de un Oscar, ha puesto música a películas de Brian De Palma, Oliver Stone, Warren Beatty o Terrence Malick, pero nunca aprendió inglés ni se mudó a Hollywod.
Para Ennio Morricone,
el maestro de las bandas sonoras, la música lo es todo.
A ella le ha
dedicado casi por completo las nueve décadas de vida que cumplió en
noviembre pasado.
Mucho más tiempo que a su familia.
Hijo del
trompetista Mario Morricone, su padre se dio cuenta temprano de su
talento.
A los seis años ya estaba componiendo y a los 12 ingresó en el
conservatorio.
Morricone también ha pasado más años escribiendo hasta la
última nota de las más de 500 bandas sonoras que ha compuesto que con
su esposa, María Travia, con quien se casó en 1956.
Por eso siempre la
dedica todos los premios que recibe, incluido el Oscar de Honor o el que
consiguió por la música de Los odiosos ocho, de Quentin Tarantino, porque como dice el compositor italiano sabe que no le puso fácil la convivencia todas estas décadas.
Incluso ahora, llegada de sobra la hora de la jubilación y cuando
Morricone dice que no piensa componer más, le es imposible separarse de
la música.
Le sigue gustando tanto que a sus 90 años se ha embarcado en
un viaje de despedida que le llevará de Rusia a Alemania además de
Polonia, la República Checa y, por supuesto, su amada Roma.
Las
cancelaciones se suceden, como le ha ocurrido a lo largo de su carrera
a ese eterno gruñón.
Alérgico a la fama, recibe los aplausos más como
un mal menor, esperando impaciente a que se acaben, que encumbrado en la
gloria.
Pero el placer se le nota con cada acorde, compuesto como dice
para ser entendido por aquellos que le escuchan.
“Esa es mi firma, mi
meta, mi principal deseo”, declaró en una ocasión a este periódico
durante una entrevista.
Incluso ahora, llegada de sobra la hora de la jubilación y cuando Morricone dice que no piensa componer más, le es imposible separarse de la música. Le sigue gustando tanto que a sus 90 años se ha embarcado en un viaje de despedida que le llevará de Rusia a Alemania además de Polonia, la República Checa y, por supuesto, su amada Roma. Las cancelaciones se suceden, como le ha ocurrido a lo largo de su carrera a ese eterno gruñón. Alérgico a la fama, recibe los aplausos más como un mal menor, esperando impaciente a que se acaben, que encumbrado en la gloria. Pero el placer se le nota con cada acorde, compuesto como dice para ser entendido por aquellos que le escuchan. “Esa es mi firma, mi meta, mi principal deseo”, declaró en una ocasión a este periódico durante una entrevista.
No lo necesitó ya que, como dice, “escucha” en su cabeza la música que compone.
También asombra que uno de los compositores más conocidos de la industria del cine nunca se mudó a Hollywood, incluso cuando le ofrecían casa puesta.
Ni tan siquiera se molestó en aprender inglés. No lo necesitó para trabajar con directores como John Carpenter, Brian De Palma, Barry Levinson, Oliver Stone, Warren Beatty, Terrence Malick o Roland Joffé.
Quizá esta distancia le costó el Oscar a trabajos como Días de cielo, La misión, Los intocables de Eliot Ness o Bugsy, películas por las que fue candidato sin éxito hasta conseguir la estatuilla por Los odiosos ocho a los 87 años, el ganador de más veterano en la historia de los premios. De nuevo, nunca pareció importarle.
Prefirió “la felicidad y el disfrute” que siempre le proporcionó su música, esa que como dijo al diario tiene vida propia más allá de las películas para la que fue compuesta.
Y también le queda la palabra, a juzgar por la publicación el próximo año de su autobiografía titulada con propiedad In My Own Words, En mis propias palabras.

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