Las autoridades de Alemania estudian qué hacer con la villa de Bogensee, donde el ministro nazi de Propaganda seducía actrices y escribió varios de sus discursos.
Una verdadera patata caliente, si se permite la expresión, es lo que
tiene el Gobierno municipal de Berlín, ciudad a la que le pertenece, con
el nido de amor de Joseph Goebbels, la casa campestre a la que el rijoso ministro nazi de Propaganda llevaba a sus conquistas pour consommer y donde (mientras no estaba con lo otro) escribió algunos de sus más famosos discursos, como el de la guerra total.
La propiedad, abandonada desde la reunificación alemana hace dos décadas, cuesta un congo
al erario público (un millón de euros de mantenimiento al año) y no hay
forma de saber qué hacer con ella. Entre las propuestas está venderla,
musealizarla o demolerla.
Lo primero presenta el problema de que ve a saber quién la compra, igual van y te montan un santuario neonazi o un puticlub pardo. Rehabilitarla y convertirla en museo exige, aparte de la inversión (100 millones), hacerlo con mucha sutileza y revivir un pasado muy incómodo en Alemania.
En cuanto a derribar la casa —que es de lo poco que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial en el área de Berlín—, como ha sugerido un miembro del partido socialdemócrata, desde luego acabaría con el problema, pero parece demasiado drástico.
La villa, el suntuoso concepto de cottage o manor house que se le pude suponer a un jerarca del III Reich con gustos caros y ganas de impresionar a las visitas (sobre todo a las jóvenes actrices que eran la especialidad del depredador doctor Goebbels), es uno de los pocos edificios de los nazis que se conserva intacto (el equivalente de Goering, el famoso Carinhall, fue volado), con todos los poco agradables recuerdos que concita.
Se alza a quinientos metros del pequeño y cuco lago de Bogensee,
cerca de Wandlitz, en el Estado de Brandeburgo, unos 15 kilómetros al
norte de la ciudad de Berlín.
Allí decidió tener un lugar de refugio, un retiro y, por decirlo claro, un picadero, el lujurioso ministro, que sería bajito (metro y medio) y cojo pero actuaba como si fuera el mismísimo Casanova, el tío. Lo hacía usando el poder que le proporcionaba ser uno de los grandes jerarcas nazis y el responsable del cine alemán: eso le permitía hacer unos castings de sofá dignos de un Harvey Weinstein con esvástica.
Cualquiera le montaba un Me Too a Goebbels: no es que acabaras con tu carrera es que acababas en el campo de concentración Ravensbrück.
Para que no hubiera duda de dónde te metías, Haus am Bogensee, la villa contaba no solo con amplias instalaciones, incluidas 700 habitaciones (con cama grande, imagino), un cine privado y un impresionante comedor (aunque a Goebbels no le importaba nada la comida, véase la biografía de referencia de Peter Longerich, RBA, 2012), sino con un barracón anexo para una unidad de las SS, que ya es incitación al romance.
La casa se la obsequió a Goebbels para su uso en 1936 la Administración de Berlín por el 39 cumpleaños del jerarca, que también era el Gauleiter, el jefe regional del Partido.
Lo primero presenta el problema de que ve a saber quién la compra, igual van y te montan un santuario neonazi o un puticlub pardo. Rehabilitarla y convertirla en museo exige, aparte de la inversión (100 millones), hacerlo con mucha sutileza y revivir un pasado muy incómodo en Alemania.
En cuanto a derribar la casa —que es de lo poco que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial en el área de Berlín—, como ha sugerido un miembro del partido socialdemócrata, desde luego acabaría con el problema, pero parece demasiado drástico.
La villa, el suntuoso concepto de cottage o manor house que se le pude suponer a un jerarca del III Reich con gustos caros y ganas de impresionar a las visitas (sobre todo a las jóvenes actrices que eran la especialidad del depredador doctor Goebbels), es uno de los pocos edificios de los nazis que se conserva intacto (el equivalente de Goering, el famoso Carinhall, fue volado), con todos los poco agradables recuerdos que concita.
Allí decidió tener un lugar de refugio, un retiro y, por decirlo claro, un picadero, el lujurioso ministro, que sería bajito (metro y medio) y cojo pero actuaba como si fuera el mismísimo Casanova, el tío. Lo hacía usando el poder que le proporcionaba ser uno de los grandes jerarcas nazis y el responsable del cine alemán: eso le permitía hacer unos castings de sofá dignos de un Harvey Weinstein con esvástica.
Cualquiera le montaba un Me Too a Goebbels: no es que acabaras con tu carrera es que acababas en el campo de concentración Ravensbrück.
Para que no hubiera duda de dónde te metías, Haus am Bogensee, la villa contaba no solo con amplias instalaciones, incluidas 700 habitaciones (con cama grande, imagino), un cine privado y un impresionante comedor (aunque a Goebbels no le importaba nada la comida, véase la biografía de referencia de Peter Longerich, RBA, 2012), sino con un barracón anexo para una unidad de las SS, que ya es incitación al romance.
La casa se la obsequió a Goebbels para su uso en 1936 la Administración de Berlín por el 39 cumpleaños del jerarca, que también era el Gauleiter, el jefe regional del Partido.
La célebre Ufa,
los estudios cinematográficos Universum Film Ag convertidos por los
nazis en una sociedad estatal, se encargaba de cofinanciar los gastos,
que también pagaba el Ministerio de Propaganda.
Goebbels fue muy feliz allí, a su manera de nazi.
Le permitía escapar
por elevación (!) de su rutina familiar con su esposa Magda y sus seis
hijos, unos chicos sin demasiado futuro, en la mansión que tenían en
Schwanenwerder o en la de Berlín.
El ministro, que poseía otras casas, además de yates y coches de
lujo, era un as del sector inmobiliario, lo que es fácil si tienes a tu
disposición mucho patrimonio judío a precio de saldo.
Y era un ligón de
cuidado.
Él, que padecía un trastorno narcisista compulsivo, según
Longerich ("no tengo tiempo para entregarme del todo a las mujeres,
misiones mayores esperan de mí", escribió en su diario), achacaba su
éxito a sus dotes de seductor, pero tenía más que ver con que es difícil
resistirte a un amigo de Hitler, aunque sea un cardo y el personal
femenino del ministerio lo apode (por lo bajo) "la cabra cachonda".
La carrera de mujeriego de Goebbels se frenó un poco con la guerra
—de las pocas cosas buenas que trajo la contienda— y ya se había
ralentizado un poco antes, en 1938, cuando el propio Hitler le llamó la
atención por su romance pasado de rosca con la actriz checa de 21 años Lída Baarová.
En plena crisis de Checoslovaquia parecía poco fino que un ministro alemán se anexionara sus propios Sudetes.
Además, Magda, que tenía una relación muy intensa con Hitler que llegaba hasta donde permitía el libro Mein Kampf, dijo basta y amenazó con divorciarse, lo que hubiera provocado un gran escándalo.
Goebbels siguió yendo a Bodensee hasta que decidió fijar su residencia definitiva (y chamuscada) en el Bunker de la Cancillería. Ahora se habla también de hacer en la antigua villa del ministro un hotel o un spa.
Sea como sea, de pervivir el lugar, se le ocurre a uno que no es mala idea, si se visita, hacer como el comisario Bernie Gunther, el personaje de las novelas de Philip Kerr, cuando Goebbels lo cita en su casa: ir al baño y marcharse sin tirar de la cadena.
En plena crisis de Checoslovaquia parecía poco fino que un ministro alemán se anexionara sus propios Sudetes.
Además, Magda, que tenía una relación muy intensa con Hitler que llegaba hasta donde permitía el libro Mein Kampf, dijo basta y amenazó con divorciarse, lo que hubiera provocado un gran escándalo.
Goebbels siguió yendo a Bodensee hasta que decidió fijar su residencia definitiva (y chamuscada) en el Bunker de la Cancillería. Ahora se habla también de hacer en la antigua villa del ministro un hotel o un spa.
Sea como sea, de pervivir el lugar, se le ocurre a uno que no es mala idea, si se visita, hacer como el comisario Bernie Gunther, el personaje de las novelas de Philip Kerr, cuando Goebbels lo cita en su casa: ir al baño y marcharse sin tirar de la cadena.
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