Cada uno puede creer en lo que quiera hasta que le dé la gana.
Cuando éramos críos y teníamos dos semanas largas de vacaciones entre
el viernes antes de la Lotería y el lunes después de Reyes, estos días
tontos entre Nochebuena y Nochevieja, y luego entre Año Nuevo y la
Cabalgata, eran casi mejores que las fiestas.
Si hubiera una época —o un estado de ánimo, que al final es lo mismo— a la que volver en tiempo de zozobra, una elegiría esa bendita tregua entre el hartazgo del primer empacho de polvorones y la ilusión de saber que el verdadero turrón estaba aún por llegar enseguida.
Esos días eternos en los que te levantabas tarde, hacías los deberes en pijama, comías protestando el hervido que ponía tu madre para desengrasar las comilonas, salías a la calle con la emoción de las vísperas de algo grande, y te ibas a la cama con la certeza de que nada malo podía pasarte en la vida.
Esa paz. Ese abandono. Esa confianza ciega
. Ese ser feliz sin saber que lo eras.
Esa sensación de estar en casa que nunca más vuelves a tener por muchas casas y cosas que tengas.
Esos eran, son, los verdaderos Reyes.
Vale, estoy floja.
Me pasa todos los años desde que soy huérfana y madre al tiempo. Oscilo entre el ataque severo de hiperglucemia y la amarga tendencia a meter la cabeza bajo el ala a esperar a que escampe el espíritu navideño.
Por eso entiendo tanto a ese padre que ha creado una web para demostrarle a su hija de 10 años que los Reyes Magos existen, como al presidente Trump, que ha tenido la bilis de preguntarle a un niño de siete si aún sigue creyendo en Santa Claus, rompiéndole el mito para siempre.
Un iluso y un cenizo, en el mejor y el peor sentido de la palabra. Entre ambos extremos se debate una estos días.
Dicho esto, cada uno puede creer en lo que quiera hasta que le dé la gana.
Los mayores también creemos que con unos chutes de ácido en la jeta o un injerto de pelo en la calva vamos a ser más felices y nadie nos dice nada.
Hasta 2019.
Si hubiera una época —o un estado de ánimo, que al final es lo mismo— a la que volver en tiempo de zozobra, una elegiría esa bendita tregua entre el hartazgo del primer empacho de polvorones y la ilusión de saber que el verdadero turrón estaba aún por llegar enseguida.
Esos días eternos en los que te levantabas tarde, hacías los deberes en pijama, comías protestando el hervido que ponía tu madre para desengrasar las comilonas, salías a la calle con la emoción de las vísperas de algo grande, y te ibas a la cama con la certeza de que nada malo podía pasarte en la vida.
Esa paz. Ese abandono. Esa confianza ciega
. Ese ser feliz sin saber que lo eras.
Esa sensación de estar en casa que nunca más vuelves a tener por muchas casas y cosas que tengas.
Esos eran, son, los verdaderos Reyes.
Vale, estoy floja.
Me pasa todos los años desde que soy huérfana y madre al tiempo. Oscilo entre el ataque severo de hiperglucemia y la amarga tendencia a meter la cabeza bajo el ala a esperar a que escampe el espíritu navideño.
Por eso entiendo tanto a ese padre que ha creado una web para demostrarle a su hija de 10 años que los Reyes Magos existen, como al presidente Trump, que ha tenido la bilis de preguntarle a un niño de siete si aún sigue creyendo en Santa Claus, rompiéndole el mito para siempre.
Un iluso y un cenizo, en el mejor y el peor sentido de la palabra. Entre ambos extremos se debate una estos días.
Dicho esto, cada uno puede creer en lo que quiera hasta que le dé la gana.
Los mayores también creemos que con unos chutes de ácido en la jeta o un injerto de pelo en la calva vamos a ser más felices y nadie nos dice nada.
Hasta 2019.
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