De un humilde barrio de Chicago a la Casa Blanca.
Michelle Obama hace repaso a su trepidante biografía en unas esperadas memorias en las que conviven la combativa estudiante de Derecho, la madre primeriza estresada y la primera dama.
Con todo lo que pasaba volando a nuestro lado a mil kilómetros por hora, mientras nos limitábamos a agarrarnos como si nos fuera la vida en ello”, cuenta días antes de ponerse a la venta sus esperadas memorias.
A los 54 años, siente que su vida sigue progresando.
No piensa detenerse.
En su nueva casa, en un barrio tranquilo y lujoso de Washington, el tiempo empieza a parecer diferente.
Descalza y en pantalón corto, uno de sus atuendos favoritos para moverse cómoda, disfruta de las cosas sencillas.
Todavía no puede salir a la calle sin servicio de seguridad, pero gestos cotidianos como prepararse un sándwich de queso y degustarlo sola en el jardín le recuerdan que su nueva vida ya es un hecho.
“Por fortuna, en estos dos últimos años he podido respirar más tranquila”, añade.
Fue precisamente en su nuevo hogar donde sintió que tenía muchas cosas que contar y decidió ponerse a escribir.
En Mi historia (Plaza & Janes), una biografía de más de 500 páginas, ajusta cuentas con el pasado, desde que era una estudiante negra en una elegante universidad cuyo alumnado era mayoritariamente blanco hasta su vida como madre primeriza estresada y sus ocho años como primera dama de Estados Unidos.
La biografía de Michelle Obama, por la que Penguin Random House ha pagado una cifra superior a los 60 millones de dólares, tendrá una segunda parte, firmada por su marido, y se publicará el próximo año.
Markus Dohle, CEO del grupo editorial, que negoció personalmente la compra de derechos, bromeaba con los empleados días antes del anuncio asegurando que se habían quedado con los bolsillos vacíos. Y es que la ex pareja presidencial se ha convertido en un icono que genera mucho dinero.
Perciben cantidades de seis dígitos por participar en conferencias y debates, y hace unos meses firmaron en exclusiva un contrato con Netflix para producir documentales y películas.
Todas las miradas se centran ahora en Michelle.
Sus campañas en defensa de una dieta sana para mejorar la salud infantil han contribuido a que 45 millones de niños almuercen de manera saludable en los colegios y 11 millones realicen alguna actividad física; son solo una muestra de lo que sería capaz de gestionar si tuviera poder.
Las encuestas en su país la sitúan como uno de los personajes públicos más valorados, pero la señora Obama despeja dudas en su biografía.
No, no piensa dedicarse a la política:
“No tengo la menor intención de presentarme a un cargo público. Nunca”.
Claro que, en ocasiones, negativas tan rotundas tienden a significar lo contrario.
Como ciudadana y miembro del Partido Demócrata, le preocupa la deriva que vive Estados Unidos.
No soporta la crispación política que conduce a una “división tribal entre rojos y azules”, ni la idea de que debemos elegir un bando y apoyarlo hasta el final.
Enfrascada en la promoción del libro, de la que se ha excluido su presencia en España, la autora contestó a varias preguntas vía correo electrónico, eludiendo cualquier asunto mínimamente político o temas que quedan fuera del contenido del libro.
De antemano se especificó que no hablaría de Donald Trump, aunque en las memorías lo describe como el típico “abusón” o “la materialización más fea del poder”.
Acostumbrada desde niña a enfrentarse a esa máxima ancestral de la comunidad negra que sostiene que debes ser el doble de bueno para llegar la mitad de lejos, Michelle mantiene la esperanza frente a la adversidad política.
Personalmente confía en la fuerza de las instituciones y anima a votar masivamente como elemento imprescindible para apoyar el cambio.
Michelle Robinson (Chicago, 1964) creció en el South Side, un barrio humilde de mayoría negra.
Se define como ambiciosa, testaruda, alguien que puede llegar a levantar la voz cuando se enfada o incluso, como reconoce que hacía de niña con su hermano, usar los puños si hace falta.
Claro que el tiempo y la experiencia han aplacado su carácter, aunque ante los problemas sigue buscando respuestas concretas. Creció y se educó en lo que denomina el “sonido del esfuerzo” que le inculcó su tía Robbie, su exigente profesora de piano con la que compartían la vivienda, cada familia en una planta.
“Robbie fue un ejemplo importante para mí. En mis memorias cuento que a veces discutíamos.
Cuando empecé con las clases de piano, yo tenía cuatro o cinco años, pero, aunque era pequeña, no me acababa de gustar su método de enseñanza.
Tenía mis propias ideas sobre cómo aprender las escalas y los acordes, saltaba de una parte del libro a otra y aprendía canciones de oído.
Pero Robbie estaba empeñada en que yo debía seguir su camino, así que, cada pocos días, la tozuda preescolar y su igualmente obstinada maestra dirimían sus diferencias ante el piano de la segunda”.
Con el paso del tiempo, descubrió que aquella experiencia fue el periodo en el que empezó a desarrollar su propia voz, una fase que formaba parte de un proceso que considera absolutamente decisivo para la persona que ha llegado a ser:
“En las décadas que siguieron tuve que aprender a utilizar mi voz en multitud de escenarios, desde el barrio con sus matones hasta las aulas universitarias, pasando por las salas de reuniones de los bufetes de abogados y las plazas y estadios del mundo.
Y me he dado cuenta de lo afortunada que he sido de tener unos padres y unos profesores, personas como Robbie, que no me hicieron callar.
Por el contrario, me permitieron desarrollar y utilizar mi voz. Espero que los padres fomenten esos valores en sus propios hijos. Y espero que nadie, especialmente las jóvenes, tenga jamás miedo de hacer oír su voz”.
Pertenecer a la minoría afroamericana marcó su vida, pero aprendió a vivir con ello.
Desde niña sintió que siempre necesitaba ganar batallas:
“Os vais a enterar” se convirtió en algo así como su lema frente a la adversidad.
Fue una alumna de sobresalientes. En los colegios por los que pasó formó parte de los grupos de niños que eran separados del resto para conseguir un mayor rendimiento, una idea que reconoce como “controvertida”.
Y se endeudó como muchos jóvenes americanos para poder pagarse la carrera de abogada en Harvard.
“Con el tiempo he llegado a valorar que mi educación no tuvo nada de mágico.
Yo no estaba dotada de ningún genio o tesoro particular. No era un prodigio de ninguna clase.
Sencillamente, me esforcé mucho por dar lo mejor de mí misma.
Como le gusta decir a mi madre, en mi ciudad hay miles de Michelles por todas partes, niñas y niños con talento, diligentes, honestos y genuinos que se preocupan por las cosas.
También ellos podrían haber sido presidentes, presidentas, primeras damas o primeros caballeros. Mi madre no lo dice como una gracia ni por gentileza. Mi vida ha dado muchas vueltas. Terminé siendo la primera dama de EE UU, de modo que mi historia se hizo pública, pero en mi barrio hay más de un niño cuya historia nos haría sentirnos orgullosos a todos”, aclara. Su biografía, narrada de manera cronológica, no escatima detalles íntimos. Cuando su sueño parecía haberse realizado, tras graduarse en Harvard y fichar por un flamante bufete de abogados en la planta 47 de un edificio de Chicago, donde ejerció un tiempo como jefa de su futuro esposo y percibía un buen salario, decidió dejar el empleo movida por su vocación de servicio público.
Para entonces ya se había enamorado del brillante abogado con quien compartía despacho.
Marian, su madre y consejera, solía advertirle ante sus dudas: “Primero gana dinero y después preocúpate por tu felicidad”.
Y siguió el consejo al pie de la letra.
Empezó a trabajar como directora de una organización sin ánimo de lucro que ayuda a gente joven a labrarse una carrera profesional y como subdirectora de un hospital mejorando el acceso a la sanidad de las clases más desfavorecidas.
Tras contraer matrimonio, vestida de blanco bajo los acordes de Tú y yo (que podemos conquistar el mundo), de Stevie Wonder, empezó a consolidar “un nosotros” tan sólido como eterno.
“Quiero asegurarme de que la gente sepa que el matrimonio puede ser extremadamente difícil y extremadamente gratificante”
Sé que mucha gente considera que Barack y yo somos un ejemplo de relación por la que vale la pena luchar.
Ambos valoramos que lo crean así, pero también quiero asegurarme de que la gente sabe que el matrimonio puede ser extremadamente difícil y extremadamente gratificante, y que en la mayoría de los casos no puedes tener una cosa sin la otra.
No quiero que la gente vea fotos de nosotros dos abrazándonos detrás de los atriles o sonriendo juntos bajo el brillo de los focos y piense que lo hemos conseguido con solo chasquear los dedos.
Yo lo comparo con las redes sociales.
Lo que vemos en las noticias que publicamos son los momentos especiales de la vida de otras personas, las fiestas, las vacaciones y los besos desde la cesta de un globo aerostático, pero no vemos las dificultades, las largas conversaciones, ni el esfuerzo que cuesta avanzar para entenderse mutuamente.
Y ahí, precisamente, toma forma cualquier vínculo verdadero entre dos personas.
Pensé que era mi deber, sobre todo ante las parejas jóvenes, contar nuestra historia con más detalle”.
Las empresas se lo rifaban, pero él parecía más interesado por los derechos civiles y la organización comunitaria.
Fue profesor de Derecho en la Universidad de Chicago y director de la revista Harvard Law Review antes de salir elegido como senador del Partido Demócrata en el Estado de Illinois.
La vida de la pareja se ha regido por el mantra de que la igualdad es importante, pero todo el peso de la maternidad cayó sobre ella, una situación que se agravó cuando su marido entró de lleno en política, lo que le obligó a retroceder en sus ambiciones y convertirse en la mujer de un político con toda la carga de soledad que conlleva.
A finales de 2006, cuando llegó el momento cumbre y surgió la posibilidad de optar a la presidencia, hubo escenas de crispación y lágrimas por la repercusión que tendría la decisión sobre su familia. Él quería presentarse y ella no quería que lo hiciera, pero la decisión final quedaba en manos de ella.
Ganó la política.
La familia tuvo que mudarse de Chicago a Washington y se convirtió en primera dama, un trabajo que oficialmente no lo es, pero que acabó brindándole una plataforma de conocimiento y contactos que nunca había imaginado.
“He conocido a personas que considero superficiales e hipócritas, y a otras (profesores, cónyuges de militares…) cuyo espíritu es tan profundo y fuerte que resulta asombroso”.
“Cuando nos mudamos a la Casa Blanca, sabía que seguiría necesitando apoyarme en ellas.
Fueron mi ancla.
Solía invitarlas, en especial si necesitaba un soplo de aire fresco, y por eso acudían a actos públicos como las carreras de huevos de Pascua o las fiestas de Navidad.
Venían cuando yo necesitaba hablar.
A veces me sentaba y conversaba con un amigo durante horas, desde la comida hasta la cena.
No pasábamos el tiempo hablando de política ni de lo que pasaba en el mundo, sino que solíamos charlar sobre nuestras familias, nuestros altibajos y esperanzas para el futuro, que eran los temas que siempre nos habían conectado.
A veces me comentaban lo extraño que les resultaba estar en aquella casa tan bonita y con tanta historia y conversar como si estuviésemos en nuestra cocina de Chicago un sábado por la tarde”.
“No creo que a nadie le beneficie retocar su historia; ni a mí, ni a él, ni a ninguna de las personas a las que me gustaría llegar con mi autobiografía.
No creo que nadie deba avergonzarse de su vida, en particular quienes han tenido que luchar.
Todos pasamos por crisis de confianza. Los problemas de fertilidad son de lo más corriente.
Fracasar, dudar de uno mismo, sentirse vulnerable son experiencias que nos hacen humanos.
Al reflexionar, descubrí que la esencia de mi historia, el centro de mi proceso de llegar a ser, estaba definida por mis momentos de lucha. Esa fue la razón por la que decidí contar mi vida”.
A lo largo de su biografía deja muy clara la separación familiar de poderes que se instaló durante los ocho años que vivió en la Casa Blanca, tanto que casi parece que se enteró de la muerte de Bin Laden al mismo tiempo que el resto del mundo. Obama encerrado en su despacho, reunido, repasando informes…, y ella ocupada con su huerto en los jardines de la Casa Blanca, uno de sus proyectos estrella, y, como siempre, vigilando la educación de sus hijas, Malia y Sasha, tratando de evitar que el hecho de que su padre fuera el presidente de EE UU no interfiriera demasiado en su relación con los jóvenes de su edad.
A lo largo de su vida, Marian, su madre, a la que se llevó a vivir con ellos a la Casa Blanca, ha sido el puntal en el que se ha apoyado cada vez que necesitaba ausentarse para acompañar al presidente en viajes oficiales, o visitar a familias que acababan de perder todo lo que tenían arrasadas por un huracán, o acompañar en un funeral a los padres de los niños asesinados tras un tiroteo en un instituto.
Solo su madre parecía librarse de los rigores que imponía el servicio de seguridad.
Le gustaba sentarse a charlar con los empleados de la residencia presidencial y salir a pasear sin la presión de la popularidad.
Los Obama fueron la familia presidencial número 44.
En esa época, cuando miraba las fotos de las personas que habían consagrado su vida a la política (los Clinton, los Gore, los Bush), se preguntaba si vivían felices y eran auténticas sus sonrisas.
Ahora que su foto ocupa ese mismo lugar de sus predecesores, ha aprendido a relativizar las cosas.
Ya no analiza minuciosamente sus conjuntos ni se siente juzgada a todas horas.
Ella y su marido han dejado de llamarse Potus y Flotus (nombre en clave para los agentes de seguridad). “Crecí como una niña de clase trabajadora, criada por unos buenos padres.
Esperaba que mi familia y su comunidad se sintiesen orgullosas de mí. Muchas veces llegué a ser la única mujer negra de la reunión, y me convertí en una persona que se esforzaba por definirse a sí misma al tiempo que compaginaba su matrimonio con su carrera profesional y sus dos niñas.
Me encontré en situaciones que jamás había imaginado, abriéndome camino por el mundo a través de muchísimas pruebas y errores”, añade.
“Mientras estuve en la Casa Blanca, nunca olvidé nada de esto, y creo que fue lo que me ayudó a aguantar muchos de los carros y carretas que se cruzaron en mi camino.
Cuando toda tu vida es un escaparate, tu manera de hablar y tu aspecto, tu forma de criar a tus hijos y de comportarte, tienes que tener algo en donde refugiarte.
Mi pasado me sirvió como refugio”.
Anécdotas y personajes se suceden a lo largo de las páginas, como el momento en que conoció a su admirado Nelson Mandela, o un apunte sobre su viaje a Europa y su encuentro con la reina Isabel II, a la que abrazó cariñosamente, rompiendo años de protocolo, mientras charlaban sobre las ganas que tenían ambas de quitarse los zapatos.
Es difícil acotar toda una vida en un volumen. Cada cual echará de menos detalles nuevos.
En sus memorias no aborda muchas de las decisiones políticas de su marido, pero tampoco dice nada al respecto, por ejemplo, del viaje a Johannesburgo para el entierro del presidente del país en el que coincidieron con presidentes de otros Gobiernos.
Viendo la serie de fotografías de ese día, parece que no le gustó mucho el selfie que su marido se hizo con el primer ministro británico David Cameron y la primera ministra danesa Helle Thorning-Schmidt.
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