Harto de escuchar unas veces que funciona y otras lo contrario, un periodista se hace un tratamiento y nos lo cuenta.
En mi cumpleaños número 34, el verano pasado, un amigo me retrató con
la cara enterrada en una tarta de chocolate.
En primer plano, mi calva, una de esas con flequillo despoblado y coronilla expuesta. Meses más tarde volví a distinguirla en una toma área realizada por un dron que tuvo a mal sobrevolar mi cabeza durante un desfile de moda.
Verla desde las alturas me causó vértigo. Y decidí hacer algo al respecto.
Me puse a morbosear en Internet y mi Instagram se inundó con ofertas de trasplantes en Turquía.
Algunas opciones incluían, por menos de 1.500 euros, avión, hotel cuatro estrellas, traslados, intérprete y “línea de pelo natural”.
Coincidencias de la vida, durante aquellas semanas, me invitaron a un viaje de prensa a Estambul.
Allí reparé en todos los hombres que, de dos en dos, visitaban las atracciones de la ciudad con las cabezas rapadas y el cuero cabelludo cubierto por puntitos rojos.
Parecían miembros de una secta convalecientes de un lavado de cerebro.
Descarté Turquía y centré mi línea de investigación en Bogotá y Madrid, donde tenía testimonios fidedignos de dos clínicas que ofrecen la misma técnica FUE (Follicular Unit Extraction): consiste en extraer y trasplantar uno a uno los folículos capilares.
En Colombia consulté a Giovanni Bojanini, un estetista reconocido por la efectividad de sus remedios contra la calvicie.
En Madrid me recomendaron a Alexandros Seiadatan, un doctor griego al que han acudido un par de amigos actores.
El precio era de 2,5 euros por folículo en España; uno menos en Colombia, a lo que había que sumar vuelos y hospedaje.
Me decidí por Madrid. ¿Los motivos? La comodidad de dormir en mi cama y que Seiadatan fuera el único que no quiso raparme.
Me importa muy poco ir por la vida rapado, pero su razón me pareció genial.
Explicó que necesitaba ver el ángulo de crecimiento de cada pelo para injertar los nuevos folículos en la misma dirección.
¿Alguna indicación especial previa a la intervención? Una semana sin alcohol, ingerir solo alimentos bajos en sal y nada de aspirinas o café.
Después de algunas formalidades, entré a un cuarto con un sillón reclinable.
Pasé la mañana boca abajo. Si me pregunta cuánto duele, lo comparo con el pinchazo dulzón de los tatuajes.
No lo puedo evitar, algo tengo de masoquista.
Los pelos recolectados se implantaron por la tarde con una herramienta similar a un portaminas.
Al día siguiente repetimos la operación.
En total fueron 1.200 folículos. A 2,5 euros cada uno, en total 3.000 euros.
Un mes después sucedió lo que ya me habían advertido: el cuero cabelludo entró en shock y el pelo que había empezado a brotar se cayó.
Me quedé más calvo que antes del trasplante, porque perdí buena parte del “original”. Pero es temporal.
Poco a poco, los folículos han ido despertando y ahora soy un poscalvo en etapa de recuperación.
Tengo el cuero cabelludo rasposo y ese tacto significa esperanza: es el pelo que rompe la piel de mi cabeza para nacer áspero y glorioso.
Con la cabeza más tupida que hace un año, estoy listo para clavar de nuevo la cara en una tarta y ofrecer mi coronilla a las fotografías de mis amigos.
Confío en que esta vez el resultado será mucho más amable con el ego de un hombre que cumple 35 años.
Confieso que durante la semana posterior a la operación, mientras procedía con mis curas diarias, revisé minuciosamente mi ducha en búsqueda de folículos desprendidos. Encontré algunos. No pude evitar hacer la suma: ahí van 20 euros por el drenaje.
En primer plano, mi calva, una de esas con flequillo despoblado y coronilla expuesta. Meses más tarde volví a distinguirla en una toma área realizada por un dron que tuvo a mal sobrevolar mi cabeza durante un desfile de moda.
Verla desde las alturas me causó vértigo. Y decidí hacer algo al respecto.
Me puse a morbosear en Internet y mi Instagram se inundó con ofertas de trasplantes en Turquía.
Algunas opciones incluían, por menos de 1.500 euros, avión, hotel cuatro estrellas, traslados, intérprete y “línea de pelo natural”.
Coincidencias de la vida, durante aquellas semanas, me invitaron a un viaje de prensa a Estambul.
Allí reparé en todos los hombres que, de dos en dos, visitaban las atracciones de la ciudad con las cabezas rapadas y el cuero cabelludo cubierto por puntitos rojos.
Parecían miembros de una secta convalecientes de un lavado de cerebro.
Descarté Turquía y centré mi línea de investigación en Bogotá y Madrid, donde tenía testimonios fidedignos de dos clínicas que ofrecen la misma técnica FUE (Follicular Unit Extraction): consiste en extraer y trasplantar uno a uno los folículos capilares.
En Colombia consulté a Giovanni Bojanini, un estetista reconocido por la efectividad de sus remedios contra la calvicie.
En Madrid me recomendaron a Alexandros Seiadatan, un doctor griego al que han acudido un par de amigos actores.
El precio era de 2,5 euros por folículo en España; uno menos en Colombia, a lo que había que sumar vuelos y hospedaje.
Me decidí por Madrid. ¿Los motivos? La comodidad de dormir en mi cama y que Seiadatan fuera el único que no quiso raparme.
Me importa muy poco ir por la vida rapado, pero su razón me pareció genial.
Explicó que necesitaba ver el ángulo de crecimiento de cada pelo para injertar los nuevos folículos en la misma dirección.
¿Alguna indicación especial previa a la intervención? Una semana sin alcohol, ingerir solo alimentos bajos en sal y nada de aspirinas o café.
Después de algunas formalidades, entré a un cuarto con un sillón reclinable.
Pasé la mañana boca abajo. Si me pregunta cuánto duele, lo comparo con el pinchazo dulzón de los tatuajes.
No lo puedo evitar, algo tengo de masoquista.
Los pelos recolectados se implantaron por la tarde con una herramienta similar a un portaminas.
Al día siguiente repetimos la operación.
En total fueron 1.200 folículos. A 2,5 euros cada uno, en total 3.000 euros.
Un mes después sucedió lo que ya me habían advertido: el cuero cabelludo entró en shock y el pelo que había empezado a brotar se cayó.
Me quedé más calvo que antes del trasplante, porque perdí buena parte del “original”. Pero es temporal.
Poco a poco, los folículos han ido despertando y ahora soy un poscalvo en etapa de recuperación.
Tengo el cuero cabelludo rasposo y ese tacto significa esperanza: es el pelo que rompe la piel de mi cabeza para nacer áspero y glorioso.
Con la cabeza más tupida que hace un año, estoy listo para clavar de nuevo la cara en una tarta y ofrecer mi coronilla a las fotografías de mis amigos.
Confío en que esta vez el resultado será mucho más amable con el ego de un hombre que cumple 35 años.
Confieso que durante la semana posterior a la operación, mientras procedía con mis curas diarias, revisé minuciosamente mi ducha en búsqueda de folículos desprendidos. Encontré algunos. No pude evitar hacer la suma: ahí van 20 euros por el drenaje.
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